Cuestiones de confín
por
Sandro Mezzadra
Traducción:
Maura Brighenti
Los tres terroristas de París eran franceses. Y Ahmed era el nombre de una de sus víctimas. Es importante empezar
por aquí para reflexionar sobre lo que
ocurrió. Una fotografía no sólo de Francia sino de la Europa contemporánea, del
entretejido de geografías y culturas, religiones y lenguas que definen su
composición. Confines múltiples, a menudos elusivos, la atraviesan y la
dividen, conectándola al mismo tiempo con otras áreas del mundo: como ese gran
Oriente Medio donde el Estado Islámico intenta, entre otras cosas, afirmar su
propia legitimidad enfrentando a un orden específico de los confines vinculado
con el nombre de un inglés, Sir Mark Sykes, y de un francés, François Georges
Picot, que en el 1916 estipularon bajo las ordenes de sus respectivos gobiernos
el acuerdo que fijó las coordenadas geopolíticas del área para el siglo por
venir. No estamos en guerra contra el Islam, esto es cierto. Pero la guerra se
propaga: de Libia a Siria, de Iraq a Afganistán, de Nigeria a Malí. Y Europa
está plenamente implicada. Otra vez, una cuestión de confines: hay una guerra
alrededor de los confines de Europa (tanto al Sur como al Este) y hoy los
confines, aún si militarizados y encerrados entre murallas, se han vuelto
inciertos, inestables y porosos. La guerra se infiltra, también, en un espacio
europeo ya hondamente destrozado por la crisis económica y el bloqueo de un
proceso de integración que nunca se tradujo verdaderamente en el surgimiento de
una nueva ciudadanía común.
Es esta realidad destrozada de Europa, su tejido
social y civil, sus modelos de integración los que hay que poner al centro de
la discusión y de la acción política. Escribió en estos días Le
Clèzio: “tres asesinos, nacidos y crecidos
en Francia horrorizaron el mundo con la barbarie de su crimen. Pero no son bárbaros.
Son iguales a muchos que cruzamos cada día, en la escuela, en los subterráneos,
en la vida cotidiana”. Otro confín que se desvanece: el de la barbarie y el de
una “civilización” que unas retoricas más o menos retumbantes nos invitan a
defender. No es difícil advertir atrás del islamismo, el espectro del fascismo:
ya lo mostró la resistencia kurda a Kobanê y Rojava. Pero ¿cómo se lucha hoy
contra el fascismo? Es una de las preguntas fundamentales que ponen los acontecimientos
de París. Y es una pregunta que, mucho más allá de Francia, concierne Europa en
su conjunto.
En los últimos años, el crecimiento de los
nacionalismos nutrió en muchos países de Europa un nuevo racismo, una violenta
“islamofobia”, otra manifestación contemporánea más del fascismo. Es
ciertamente confortante constatar que en Francia las reacciones mayoritarias (o
por lo menos las que, mediante la gran manifestación del 11 de enero, tuvieron
mayor visibilidad) tienen un signo
diferente, que apunta a la defensa de una ciudadanía republicana y
“universalista”. Pero ¿podemos pararnos arriba de esta trinchera? No se trata
de volver a mostrar cuánto esa ciudadanía implicó históricamente al colonialismo.
La cuestión es más bien preguntarse en qué medida sus instituciones, su
lenguaje, su imaginario mantengan hoy una eficacia “democrática”. Y en qué
medida no hayan sido más bien radicalmente vaciados no sólo por la
proliferación de guetos y confines, a menudos marcados en términos racistas y
“poscoloniales”, sino también por la violencia de la crisis económica. Una vez
más se trata evidentemente de cuestiones no sólo francesas, pero que asumen en
Francia rasgos peculiares. En 2005 el fuego de las banlieue insurrectas había alumbrado algunos de estos rasgos. Pero
aún más allá de esta referencia, la dificultad vivida en estos días por musulmanes y negros
franceses para reconocerse en las apelaciones a la unidad republicana va mucho
más allá de los procesos de radicalización islamista. Y nos habla de una
sustancial ajenidad de cuotas muy significativas de la población francesa con
respecto a la ciudadanía republicanas. ¿Deberíamos, tal vez, oponer a esta
ajenidad la figura perfectamente integrada de una république en marcha en las calles de París el 11 de enero? Sería
desastroso. Nuestra tarea es más bien la de resistir a toda definición en
términos de color, raza o religión de esa misma ajenidad. Y trabajar para
derribar las murallas y los confines, reales y metafóricos, que separan la
ajenidad de negros y musulmanes franceses de la de otros millones de francés,
muchos de los cuales se encontraban en plaza el domingo pasado. Es una tarea
difícil, pero crucial: que implica a Francia pero también a Europa en su
conjunto.
La fotografía de los jefes de Estado y de gobierno
encabezando la marcha del 11 de enero juntos a los líderes europeos y Netanyahu
y el premier turco Ahmet Davutoglu (¡campeones
de la lucha en contra del fundamentalismo y de la defensa de la libertad de
expresión!) no puede cierto agotar el significado de aquella jornada. La
celebración de la Unión Europea y de la NATO como baluartes de la civilización
(porque de esto nos habla esa fotografía) no era compartida por gran parte de
quienes marchaban por las calles de París, empujados por la exigencia de
encontrarse en un espacio común donde compartir el rechazo del miedo. Es bien
claro que esa fotografía apunta a que quede en el olvido la gestión desastrosa de
la crisis económica por parte de la Unión Europea y las responsabilidades de la
NATO en las guerras de estos años en las que, por otra parte, a la violencia de
la acción de desestabilización nunca correspondió la capacidad de delinear
escenarios de estabilidad pos-bélica.
Volver a partir de las laceraciones, volver a partir
de los confines. Esto significa no sólo enfrentarse al espectáculo indigno de
la unidad, sino también asumir que no hay que defender ninguna civilización
asediada por la barbarie ni tampoco una figura construida de ciudadanía, una
forma establecida de convivencia asociada. Ciertamente libertad, igualdad,
fraternidad son palabras que siguen teniendo una potencia de evocación y de
movilización. Pero las formas históricas de universalismo que esas palabras
nutrieron se presentan hoy agotadas, vacías. Es esencial recordar que la
historia de estas formas de universalismo es a su vez una historia de
conflictos y laceraciones extraordinariamente rica.
Para decirlo en pocas palabras: Francia no es sólo la
guerra de Argelia, sino también la Comuna de París. Sería absurdo olvidarlo y
consignar Europa a un destino metafísicamente establecido de una vez por todas
por el colonialismo y el racismo. Debemos reivindicar nuestro derecho de
inventar a Europa como uno espacio común de igualdad y libertad. Pero inventar
este espacio significa también inventar nuevos significados de liberad e
igualdad (y construir materialmente el tejido común de solidaridad y
cooperación a lo que hace referencia la fraternidad). Y inventar sobre todo ese
“nosotros” al que hace alusión la reivindicación de un “nuestro” derecho.
Los procesos tumultuosos de redefinición de los
equilibrios globales que están desplazando
a Europa y configurando un mundo más
allá de la centralidad de Occidente constituyen, en este sentido –además de una
fuente de riesgos- una oportunidad y un desafío. La lucha por la reivindicación
de Europa como espacio de libertad e igualdad no puede sino conectarse con la
construcción de una nueva relación de la propia Europa con otras áreas del
mundo, una nueva manera de interpretar políticamente sus confines. Son dos
aspectos que deben juntarse en un único proyecto, irreductible a la
antigua división entre interno y
externo: los problemas propuestos por lo que hace tiempo se llamaba
“internacionalismo” salen hoy a la luz en cualquier metrópolis europea. Más
allá del multiculturalismo y de sus crisis reiteradas, se trata aquí de empezar
a construir un nuevo horizonte común, un lenguaje de la liberación que –lejos
de poderse inscribir en la matriz del universalismo moderno- no podrá sino
componerse de muchas lenguas y en el cruce entre imaginarios heterogéneos.