Cromañón: una década
por el Colectivo Juguetes Perdidos
1. Nuestro
diciembre.
Si en el año 2003 comienza la “década ganada”, un año y medio después
–casi en paralelo– se inaugura –o se bifurca de la anterior– otra década.
Mucho se habló de las marcas y los efectos de 2001 en el ciclo
kirchnerista; pero, incluso varios años atrás del que se vayan todos –y
también alimentando la dimensión pública, callejera, violenta, política y
juvenil de este acontecimiento– se empezó a elaborar otra historia que tuvo en
Cromañón, sino un final, al menos un acontecimiento que la expuso en toda su
desnudez (su máxima potencia y sus fracasos). Es esa historia una investigación
pendiente. Y así como el kirchnerismo no se entiende sin 2001, Cromañón y sus
efectos son incomprensibles sin el rock barrial y el plan colectivo que se
venía incubando desde hacía una (otra) década.
Pero lo real entiende poco de cortes y de etapas; en ese diciembre del
2004 y en los meses posteriores se pliega todo, como en un agujero negro: en
las primeras movilizaciones resuena el cántico Ni la bengala ni el
rocanrol, a nuestros pibes los mató la corrupción; hay espontaneidad;
hay estado de agite público (con mucho protagonismo de pibes); resuenan ecos
del 2001 (se exige a la izquierda y al resto de los partidos y organizaciones
políticas que no participen con banderas partidarias, se raja a patadas al –por
esos meses inmaculado– Blumberg); hay vestigios de las luchas de las
organizaciones de derechos humanos (en los padres y madres de Cromañón, de
nuevo las familias se movilizan, los sobrevivientes acompañados de su entorno
íntimo –que incluye muchos amigos– pero sobre todo de sus madres); y en ese
torbellino Estela de Carloto defenderá al jefe de gobierno Aníbal Ibarra y el
kirchnerismo se llamará a silencio...
Son días de mucho protagonismo de pibes y pibas tomando –a modo roquero–
la calle, y también de una brutal criminalización mediática (se habla de
guarderías en los baños del boliche, con los cuerpos aún en las morgues se
impugnan formas de vida, se despoja de toda credibilidad –y de razón– a los
cuerpos de las víctimas, de los sobrevivientes, de los participantes de la
movida). Por otro lado, también en esos días empieza a incubarse –o a tomar
cierto relieve social– el francisquismo: Bergoglio y la iglesia apadrinan
a los familiares, se predisponen a participar de misas y actos públicos (tal
como el Cardenal venía haciendo con los “dramas” de la ciudad precaria:
talleres textiles clandestinos, trata de personas, prostitución, etc). No deja
de llamar la atención, al escribir sobre esto, cómo hoy en día muchos de
todos estos actores conviven bajo el paraguas papal. Pero claro, diez años es
una eternidad política.
Por todo esto es que podemos pensar a Cromañón como caja de pandora de
la política argentina: como vimos, todo estaba plegado ahí (Bergoglio, el
securitismo, la crisis del progresismo, la crisis del rock como plan barrial,
el pibismo que queda boyando, la precariedad rebalsando la vida en la ciudad,
la criminalización de las formas de vida)... y en ese pliegue se estaban
cocinando ligazones que hoy se ven con mayor coherencia y capacidad de
intervención sobre la vida pública (la política, la sociedad, la moral general y
los estados de ánimo).
2. Cromañón y después.
La otra década que inaugura Cromañón tuvo derivas
difíciles de rastrear, más clandestinas. Aun sin dejar de hacer apariciones en
la superficie mediática, pública, “Política” (los partes esporádicos: la
destitución de Ibarra, las sentencias judiciales, los escraches a los músicos
–y sus detenciones y liberaciones– y a Chabán –y en el último tiempo su
enfermedad y fallecimiento–, el asesinato de Wanda Tadei a manos del baterista
de Callejeros, etc.), hay toda una dimensión de la vida social –la de la
precariedad, la de la muerte joven, la del desborde social de gran magnitud– en
la que Cromañón se repliega. Del 2004 para acá, hay todo un cúmulo de
problemáticas, toda una capa de la vida en común (vida urbana, cultural,
política...) que no dejó de referenciarse, de manera difusa, subterránea,
dolorosa, con lo sucedido en Cromañón.
Cromañón es la expresión (y combinación) de varios elementos ilegibles a
nivel estrictamente político, social (ni hablar a nivel gubernamental),
elementos que la “época” no pudo metabolizar. O que recién pudo hacerlo acaso
varios años después, tragedia de Once mediante, o un poco antes también con la
toma del Indoamericano, dos hechos que también combinan precariedad y ciudad,
racismo y política, el problema de la valorización de las vidas. Esos dos
acontecimientos quizás adquieren tanta fuerza social porque llegan empujados
por la inercia –no elaborada políticamente– del acontecimiento Cromañón. Porque
de manera silenciosa, Cromañón se adhirió a la piel de la ciudad, en los
cuerpos, en la noche… El desborde social de los elementos y formas de vida
precarias que aglutina una ciudad, quedó suelto, como suspendido, aquel 30 de
Diciembre (y reapareciendo fantasmáticamente –es decir, como trauma– en Once y
en Villa Soldati).
Cromañón
pone en primer plano el vínculo estrecho entre precariedad y vida urbana pero
con una marca plebeya y clasista inocultable. Los cuerpos que alojaba estaban
en estado no-reglado socialmente (no eran laburantes yendo a sus trabajos como
en la tragedia de Once, ni alumnos solidarios –como en la “tragedia de Ecos”–).
Esto (que en el Indoamericano sí se retomarán como tensiones) es imperdonable
para la escena política-pública-mediática, y activa una bomba de tiempo en
torno a los discursos securitistas y ordenancistas de la ciudad en particular y
de las formas de vida en general.
Por otro lado Cromañón continúa la extensa tradición de muerte joven en
Argentina, país que sacrificó militantes, soldaditos, vagancia de todo tipo y
género... Cromañón entonces es ruptura, pero también continuidad: la
tradición argentina -el factor argento desaparecedor, con su activo lado
cívico-empresarial– esporádicamente requiere de sangre pibe para alimentarse.
Pero en su
inagotabilidad, Cromañón también fue y es malestar generacional que intenta
politizarse, fue y es escritura colectiva, memoria mantenida contra la
indiferencia, dolor común que busca destrabarse de los aturdidos cuerpitos
solitarios, y también sentido de movilización para los nuevos vaguitos y
vaguitas del rock (hablaremos de esto más adelante).
3. Volver a casa.
Del
barrio a la ciudad. Aquel 30 de diciembre los pibes llegan de los barrios del
conurbano o de los márgenes de la ciudad.
De
la ciudad al barrio. La vuelta al barrio pos-cromañon se vuelve una constante.
La precariedad expulsa los cuerpos de la ciudad, y las marcas de Cromañón que
allí quedan (el santuario armado por familiares y amigos, la posterior apertura
de la calle mitre, el proyecto de renombrar a la estación de subte de la línea
H, etc.), no alcanzan para reconstruir esos nodos, esos puntos en donde aquel
barrio se hacía ciudad. Las marcas no terminan tampoco en bares, boliches,
locales cerrados (mayores controles nocturnos policiales).
La
expulsión del barrio es obviamente la de sus formas de vida que ponía a
circular (desde hacía muchos años, rock “barrial” mediante, capaz de apropiarse
de la ciudad). ¿Qué otros cuerpos vuelven del barrio a la ciudad pos-Cromañón?
¿Cuándo regresan y cómo?
Hoy algunas dinámicas barriales se comen la ciudad (como cuando se
activa unlinchamiento o un saqueo), de alguna
manera el barrio se hace ciudad en situaciones de desborde. Pero cada vez menos
se mete el barrio en la ciudad para armar una nocturnidad en común, como
sí sucedía cuando la fiesta rockera habitaba estadios, estaciones de
trenes, bondis, esquinas. De alguna manera, después de Cromañón se
da una pérdida de esa alianza que se armaba entre pibes, ciudad y fiesta. Un
escenario de toma callejera de la ciudad por bandas de pibes agitándola que
llegaban del conurbano, o de los bordes de la propia ciudad porteña, fue
desapareciendo. La ciudad se vuelve a obturar para el flujo de los pibes, y
para el rock –en sus mutaciones actuales– queda solo el éxodo al interior.
Un interior que no es propiamente el de los recitales del Indio o el de
la vuelta de los circuitos barriales para tocar, donde las bandas que comienzan
circulan eternamente. Tampoco se trata de un interior “cultural” o de espacios
que responde al cierre de lugares y espacios públicos para tocar. Se trata más
bien de la ausencia del flujo de aquel rock barrial, por el cual transitábamos
la noche. Un interior (o encierro, o desvanecimiento) que mete adentro, obtura,
un recorrido por la noche (encerrando también todas las discusiones del mundo
del rock al interior de las bandas, al interior de quienes arman los espacios, sin
una escena ampliada con que referenciarse, con la cual conectarse).
Ante la ausencia de ese flujo de deseos rockeros –que quizás fueron
derivándose, estos últimos años, al consumo, el familiarismo, la seguridad, o
el emprendimiento individual– las preguntas y las inquietudes del rock barrial
como forma de vida compartida aparecen huérfanas.
Hubo
otros dos episodios trágicos claves, que se sumaron a Cromañon para este cambio
en la topografía roquera: el asesinato de Rubén Carballo a manos de la policía en
el recital de Viejas Locas en Velez en 2009, y la muerte de Miguel por causa de
una bengala náutica arrojada en el recital de La Renga en la plata en 2011).
Esos hechos fueron el entierro de las dos últimas –ya de por sí difíciles–
posibilidades del rock barrial entrando en la ciudad.
4. Descromañización del rock
Como pocas veces ocurrió en el pasado reciente de la sociedad argentina
(quizás un linkeo rápido puede traer a la memoria la estigmatización mediática
de los piqueteros en los días previos al asesinato de Maxi y Darío), Cromañón
provocó una brutal oleada criminalizadora hacia los pibes y pibas; con los
muertos aún en la vereda de la calle Bartolomé Mitre se intentó despojar a las
vidas-pibes de cualquier atisbo de dignidad y racionalidad; una violenta
impugnación de una forma de vida, de una estética marginal, de un modo de tomar
la ciudad, de un agite colectivo que molestaba a la moral pública, a los
periodistas y a los roqueros blancos: gran parte de la sociedad daba rienda
suelta a los deseos sociales racistas y al odio a lo plebeyo y a lo popular (en
su acepción más difícil de digerir: ni humilde ni trabajadora). Pero a
diferencia de lo que ocurrió en otros momentos con vidas militantes
criminalizadas, a los pibes y pibas de Cromañón ni siquiera se les reconocía (a
pocos años de “la vuelta de la política”) el estatuto de vidas políticas, ni
siquiera eran militantes… Y también a diferencia de otras represiones y
asesinatos, no solo la derecha y los conservadores celebraban o se mostraban
obscenamente indiferentes a los muertos; también se sumaron a este clima
roqueros progres y músicos ¿del palo? Porque si la estigmatización y la
indiferencia son esperables de los protagonistas y agentes de la ciudad blanca
(y de los vecinos y ciudadanoshonestos), nos agarró más desarmados
escuchar esos mismos enunciados replicando arriba de escenarios con músicos que
levantaban banderas de contracultura, militancia artística, ideología progre o
de izquierda; el odio de clase, el rechazo y la impugnación a la apropiación
barrial del rock se mostró en todo su esplendor luego de la tragedia: ahí
tienen a sus muertos…
Por su parte, el rock barrial carga con los muertos de Cromañón, pero no
porque sea responsable, sino porque tenía que haber velado y enterrado a sus muertos
y no lo hizo. Dame la fiesta, quedate el dolor: así se pronunció gran parte del
rock (ahora sí, del palo)… El rock barrial nunca pudo crear una terapéutica
propia para habitar el dolor y el desborde de aquella noche.
Bajada la espuma de la criminalización, sobrevino el olvido y el securitismo:
luego del 2004 comienza la descromañización del rock. Por un
lado, intentos de borrar rastros –y memorias– de la fiesta plebeya del rock;
por otro, el espectro de la tragedia que circula para alimentar los pedidos de
control y seguridad en la noche y en las movidas roqueras. Con este escenario
de fondo, ingresan al rock las subjetividades paranoicas, los festivales, la
infantilización y el familiarismo.
Pero el rock queda plagado de zombis y de gusanos: los muertos sin velar
siguen pidiendo explicaciones… hay muchos vueltos sin pagar.
Hace un tiempo, hablando del rock pos-Cromañón y de las multitudinarias
misas del Indio, dijimos:
“Uno
de los probables síntomas de la crisis del común roquero sucede en el pos
Cromañón. El ‘campo’ roquero había sido intervenido por la indiferencia; para
el ricoterismo, los pibes de Cromañon ya no fueron sus muertos queridos (ni
tampoco los muertos de buena parte del rock nacional). Se evidencia una grieta
que probablemente ya existía antes de la tragedia. Se instaló una ajenidad que
hizo posible continuar la fiesta, ‘sin hacerse cargo’. Desde aquí podemos
pensar en el uso de las bengalas en los recitales del Indio, más que ‘desafío a
las lógicas securitarias’ (que en un punto sin dudas es), como pura
indiferencia hacia el sufrimiento de los otros, indiferencia de comunes que no
pestañean (a los deudos de los pibes, a los sobrevivientes, a todos los
del palo que ya no es tal). En las fiestas ricoteras del Indio, nunca se cantó
por los pibes de Cromañón, se los dejó desamparados. Se les negó una memoria
roquera (acorde a sus vidas y al epílogo de estas) y se entregó el recuerdo de
sus cuerpos, la mantención pública de su recuerdo, y el ritual exorcizador del
dolor, al familiarismo, a la justicia, a las instituciones religiosas y
–esporádicamente– a los medios de comunicación. Los pibes y pibas roqueros le entregaron
los cuerpos sin vida a las familias, para que el recital pueda continuar (les
negaron el ingreso al paraíso de los inocentes). La cultura ricotera –fundadora
del rock barrial– sujetó a los pibes de Cromañon mientras vivían y los expulsó
en su muerte. Por eso, por no animarse a cargar con sus muertos (a enterrarlos
y a recordarlos), los espectros de los pibes de Cromañon recorren sin descanso
y sin calma, cada recital que se denomina roquero. Les deben algo. Esta es la
realidad; después de Cromañon se acabó el ricoterismo (y el rock barrial). Y se
acabó por no saber pensar y crear en el nuevo escenario roquero, a partir de lo
sucedido en el recital sin final. Esta es quizás la pérdida de la inocencia
(como buena caída del paraíso) del ricotero. Si el ricotero –y ‘todo’ el rock
barrial– no es responsable de lo sucedido en el boliche de Cromañon, sí lo es
de la indiferencia posterior. Porque participó del caldo de cultivo que incubó
esa fiesta roquera de epílogo trágico”
5.
Solos en la noche
En el pos-Cromañón la fiesta –lo que queda de ella, en parte su
simulacro, en algunas ocasiones una intensidad genuina– se comienza a
infantilizar: ingresa al mundo del rock el Padre controlador, y no solo
hablamos de inspectores y de la lógica estatal o empresarial (ofreciendo
espacios cuidados para “vivir la fiesta tranquilos”), también hablamos de los
roles familiares… Pero este es un mandato existencial que a esta altura
tendríamos que conocer (sirve para tragedias de esta envergadura o para otras
derivas subjetivas imprudentes): si perdiste y no supiste cuidarte el culo (un
mal viaje, una fiesta que se desbordó, etc.) después aparecen –relegitimados,
recargados– las instituciones sociales tradicionales: padres, familias,
iglesias, psicólogos… Indiferencia y miedo al sufrimiento hicieron estragos en
las subjetividades: donamos nuestro dolor a los adultos y a las instituciones
(y sus rituales), no supimos qué hacer con él.
En sus viejos conciertos Los Redondos hicieron célebre el enunciado
“solos y de noche”: la nocturnidad como el hábitat predilecto, como el lugar de
la clandestinidad, del anonimato, de la soledad potente… En el pos-Cromañón el
mandato se cumplió pero en forma individual: los que quedaron solos en la
nocturnidad perdida fueron muchos de los sobrevivientes. No hay más nosotros.
Los sobrevivientes de Cromañón rodeados de psiquiatras, curas y
abogados, pero (casi) sin roqueros… los muertos recordados en rituales serios y
solemnes, en réquiems religiosos (los mismos que esos pibes rechazaban en vida);
los pibes no pudieron despedir a los pibes. Y ahí fue cuando ciertas mentiras
nos dieron vergüenza: nos mentimos cuando cantábamos, “Cuando me muera
no quiero curas ni policías que estén velando por la tranquilidad”. Mentira.
El rock no quiso, no pudo, no estuvo (en términos de efectuación de una
potencia colectiva) para recibir esos cuerpos, ni para acompañar a los
sobrevivientes (para intentar politizar el dolor, destrabarlo de afectados
cuerpos individuales, demasiado pequeños para la magnitud del horror); los que
sí se hicieron presentes fueron las familias, los expertos (de nuevo:
psicólogos, psiquiatras, abogados) y las iglesias. Pero si los abandonamos, y
ellos también se abandonaron en esas instituciones, es porque el rock de los
barrios (el creador de la impresionante movida del plan barrial, de los
congresos de esquina, de los barrios y la ciudad copados por una verdadera
forma de vida) no pudo ofrecer una salida común, una terapéutica colectiva para
el dolor: el rock perduró –de nuevo, agusanado– con la función festiva –claro
que necesaria, todos seguimos yendo a ver a las pocas bandas que nos quedan en
pie– pero abandonó la función sanadora; dimensión central de esa movida
roquera; sus bandas, sus letras, sus discos, sus historias supieron narrar
también los sufrimientos y los dolores de una generación curtida a cielo
abierto… Ante el desmonte de estas terapéuticas colectivas, al dolor lo
gestionaron las familias, la religión, la medicina y el consumo. Y sobre todo
la necesaria fuga hacia adelante: a laburar, a consumir, a estudiar, a formar
pareja y olvidar (claro, también anudados con los mandatos de acero de la
década: sé feliz, consumí, militá tu vida –y si te copás también un poco la de
los otros). Porque si el peso de estas tragedias se tiene que soportar de a uno
(solos y de noche) es mejor olvidar, y eso siempre. Porque solos el sufrimiento
es innecesario.
Con todo esto, no desconocemos el agite más que bancable de las
organizaciones –algunas en las que participaban muchos de los sobrevivientes–
que durante estos años pensaron y habitaron Cromañón, poniéndole preguntas al
dolor colectivo. Pero cuando nos referimos a la soledad, se trata menos de la
ausencia de presencias alrededor de Cromañon, y más del movimiento del pasaje
de una fiesta colectiva y armada entre muchos –que permitía pasar muchos de
nuestros dolores generacionales–, al pos-cromañon que no pudo ser pensado por
ese rock que creamos alguna vez. El rock barrial no pudo con Cromañón, y ahí
devino la soledad. Pasaje de un "solos en la noche" potente, de aquel
habitar roquero de una nocturnidad compartida desde la cual podíamos recorrer
las calles que se nos hacían conocidas; a un "solos en la noche" que
se nos vino encima, solo visitado por psicólogos y fármacos.
Las
noches quedaron embrujadas: pastillas, luces prendidas, traumas, oscuridad
encerrada en cuerpos de sobrevivientes, melancolía, tristeza, esporádicas –cada
vez más lejanas, aunque más multitudinarias que nunca– fiestas roqueras… y poco
de lo que supimos desear.
6- La trampera y la trampa.
Cromañón fue una trampa. No solo el boliche como estructura
edilicia, no solo en sentido material –con las puertas cerradas con candado
desde el lado exterior, etc.–; fue también una trampa para nuestra generación,
una trampa de época; fue un juego que pervirtió su signo una vez insertos en él
(y ya sin posibilidades de abandonarlo), como esos cuartos de films de ciencia
ficción que de un momento a otro empiezan a empujar sus cuatro paredes hacia el
morador (que deviene prisionero). Porque Cromañón también evidenció que nos hicieron trampa…
una generación curtida a cielo abierto, instituida desde las
andanzas barriales y nocturnas, una generación de esquinas, kioskos, plazas,
tribunas, agites callejeros y públicos, una generación con más canchas que
sótanos… arrojada a moverse en espacios cerrados; los agujeros (¿orificios
de la topera?) como se los llamaba, eran herencias de otra sociedad (la
disciplinaria) y de otras generaciones (la de los viejos roqueros, setentistas,
ochentistas); diez años después podemos pensar que quizás no sabíamos movernos
en ellos. Tal vez porque los códigos y saberes para ocuparlos se habían
desactivado a nivel social e histórico, quizás porque no logramos descifrarlos,
porque ya los conocimos estallados (aunque en funcionamiento):
los muertos de Cromañón lo son del encierro; muertos de otra sociedad…
Quizás –y esta es solo una hipótesis más– desde esta anomalía, desde este
desfasaje o malentendido se explica la ilegibilidad, la indiferencia, el
profundo desconocimiento de lo sucedido en y con Cromañón para la mayoría de
nuestros pares generacionales.
Estos diez años fueron también los de cierto ordenamiento existencial
(claro, ordenamiento que dialoga con los consensos de acero de la época). Por
eso el rock está deshabitado no porque no haya lugares para tocar, sino porque
está desactivado el plan barrial, porque los deseos que circulan están más
cerca de la comodidad que del viaje roquero.
Hoy en día somos los adultos de la época, y sí, también somos (y aquí
hablamos por un nosotros que no creemos tan amplio...) los que intentamos rajar
de ciertos moldes de adultez agilada, de vida boba, de adhesión resignada a las
valorizaciones oficiales de la vida. Pero el no saber lidiar con la muerte, el
miedo al horror o la indiferencia, la donación del dolor a las instituciones
tradicionales, la potencia-pibe que deviene infantilismo, funda en las
subjetividades castradas una mala adultez…
7. Los hermanitos
¿Qué hicieron con Cromañón? Esta puede ser una interesante factura para
que (nos) pasen en el futuro los hermanitos de Cromañón.
Sigilosamente, quizás a pequeña escala, quizás de pocos, parece tener lugar un
trasvasamiento generacional; algunos (de nuevo, no podemos hablar de
cantidades, la cosa se está armando, pero vemos hermanos menores, alumnos,
pibitos y pibitas dando vueltas por ahí, y pensamos que algo sigue insistiendo)
de los que cuando sucedió Cromañón tenían 5 o 6 años (incluso menos, los que
estaban en el jardín o comenzando la primaria, los que estaban en pañales
frente a la tele…), los que vieron a sus hermanos, tíos, o incluso padres, colgarlas
zapatillas, se han movilizado en este tiempo… Nuevos vaguitos y vaguitas del
rock que cargan un legado pesado y que, ojalá lo logren, parecen apostar por
las fiestas roqueras del mañana. Están activos, efectuando un roquerismo que
creíamos olvidado, se movilizaron pidiendo la liberación de los músicos, pero
se movilizaron quizás (o ese puede ser un efecto interesante aunque no deseado)
para liberar el espectro de Cromañón del encierro mediático, judicial,
familiar… Y estos roqueritos también tienen sus bandas y las
agitan (bandas que han cantado Cromañón, sí, es probable, habrá que investigar
si estas banditas actuales portan la marca del terror desde su nacimiento, si
son efecto del rock castrado, de la noche de luces prendidas, o no; pero esta
es una investigación que tendremos que hacer con ellos…cuerpo a cuerpo,
en algunos de los pogos masivos que aún restan por bailar, en
alguna de las últimas grandes ranchadas roqueras…) y embistieron con fuerza
contra la descromanización del rock. Y cuando sus hermanos y
hermanas mayores se hicieron los boludos o los ocupados, mantuvieron vigente una
memoria pública –alternativa– sobre Cromañón, sobre los pibes y pibas que no
están, sobre los años dorados de ocupación barrial,
colectiva, plebeya, festiva y embriagada de la ciudad blanca y de sus
arterias.
(Detrás de escena)
Del acontecimiento Cromañón emerge el Colectivo Juguetes Perdidos. La
primera intervención que realizamos, el primer ensayo público de escritura
colectiva, el primer agite… Desde entonces también entendimos que la escritura
nunca es suficiente: no es ni el primer ni el último acto. Escribir
–sospechábamos entonces, estamos convencidos ahora– siempre implica traducir un
cierto estado sensible, anímico, vital… pasar a palabras una intensidad que nos
recorre y que no nos deja tranquilos. Porque Cromañón se estaba escribiendo sensiblemente
en nuestros cuerpos desde ese 30 de diciembre. Escribir sobre Cromañón es
dejarse tomar previamente por –y hablar desde– ese dolor infinito. Escribir
sobre Cromañón es entonces entrar en trance y prepararse para
convocar y patotear a nuestros fantasmas.
Cromañón fue la derrota más implacable y cruel que padeció ese intenso
rumor de agites colectivos varios (tribuna, rock, barrio) que siempre quisimos
enunciar como generación, quizás más como apuesta política (para continuar y
hacerlo inagotable, para que no se corte eso que nos parió y nos juntó en las
mismas pequeñas y multitudinarias ranchadas…) que como modo de vida
en común. Como sea, todas esas movidas se vivieron desde postulados colectivos,
desde la suspensión del cálculo individual, desde la búsqueda de valorar la
vida en un modo diferente a la oficial. Y si Cromañón es nuestra derrota
generacional más brutal, también es –en esa misma violencia inusitada– la más
ejemplarizante: con Cromañón aprendimos de la precariedad en sus diferentes formas
(ciudad, mercado laboral, relaciones sociales), y comenzamos a pensar en
términos de desborde; con Cromañón intentamos “recuperar” (del olvido y la
criminalización ambiente) la memoria de los modos de vida pibes que se habían
incubado durante más de una década; con Cromañón hablamos de impotencia y de
indiferencia; con Cromañón rechazamos las políticas de la representación y
realizamos los necesarios parricidios; con Cromañón empezamos a rechazar el
tipo de enunciación académica (fría, estéril, ajena); con Cromañón hablamos de
la época y aprendimos –y asumimos– que las condiciones de posibilidad para una
situación trágica son las mismas que para una creación colectiva; con Cromañón
también nos asustamos y mostramos nuestro límite…
Cromañón fue (y es) para nosotros un acontecimiento de pedagogía
política; ese tipo de pedagogía de la que no se sale igual. Pedagogía política,
hecho que “funda parámetros” colectivos, existenciales, éticos. Parámetros para
hacer un balance de experiencias pero también para lo que vino después, y para
lo que vendrá. ¿Cuánto de esa pedagogía es “ampliable” al resto de la ciudad, a
otros generacionales, a otros mundos de vida? ¿Cuánto de esa pedagogía política
fue audible para los otros? ¿Cuánto conviene hacerla audible?
En la inacabada historia política de los diciembres en nuestro país, el
del 2004 fue el nuestro, el más cercano, el más propio, el que
estalló más adentro de nuestros cuerpos y nuestros modos de vida, el más
generacional, el que más habló –en sus múltiples pliegues– de lo que había sido
nuestra vida hasta ese momento y lo que podía devenir en el futuro. Cromañón
fue nuestro diciembre negro; tan nuestro que nunca logramos apropiárnoslo del
todo.