Lo que no puede durar en Podemos
por Vicente Rubio Pueyo
Políticas del abrir. Políticas del cerrar
Hay políticas de la apertura y
políticas del cierre. En cierto modo, esas políticas se corresponden por lo que
solemos entender, a grandes rasgos, con las dinámicas de lo social y de lo
político. Dos ámbitos conectados y a la vez irreducibles, que conviven
desplegando cada simultáneamente, en forma tendencial, no exclusiva o
definitiva, sus respectivas lógicas. En lo social reside una multiplicidad, una
diversidad irreducible. En lo político se impone por fuerza un pensamiento
estratégico que precisa de algún tipo de sujeto más o menos definido.
Las posiciones más
“movimentistas” vienen a defender a menudo la permanencia en un plano de
apertura y de necesaria indefinición. Las posiciones más politicistas adoptan
por su parte, un vocabulario basado en la necesidad de “madurar”, “traducir”,
“canalizar” la energía, la materia desplegada por los movimientos en algún tipo
de forma estable: el partido.
Toda una discusión para explorar
en innumerables conversaciones y, quizás, en sesiones de psicoanálisis. ¿Cómo
situarse ante, o más bien entre, estas dos dinámicas? Tal vez una respuesta
puede ser considerar hasta qué punto la actividad social y política opera
siempre en una continua oscilación entre ambos polos o tendencias. En ocasiones
es preciso abrir situaciones. En otras, por el contrario, operar ciertos
cierres. Por supuesto, la lucha consiste en averiguar cuándo, y sobre todo cómo
y para qué, cerrar. Hay cierres autoritarios e infértiles, y hay cierres
productivos y útiles, que prolongan la potencia (aunque muchas veces,
inevitablemente, algo se pierda por el camino). Para muchos, quizás
ingenuamente, Podemos suponía la posibilidad de imaginar un cierre productivo
del 15M. Un cierre no definitivo, sino una cierta definición de una entidad
(¿un sujeto? Una agencia?) para ir hacia otro lugar.
Podemos: encuentro y monstruo
Dos imágenes o figuras, entre
muchas otras se han repetido en las explicaciones de qué pueda ser Podemos. Una
de ellas es la del encuentro: en algunas raras ocasiones se produce, de forma inesperada
y aleatoria, un cruce de elementos y trayectorias que debería haberse producido
nunca en las condiciones habituales.
No hay que olvidar que cuando se
plantea la hipótesis Podemos, a través del manifiesto “Mover ficha” en enero de
2014, el objetivo declarado era la propuesta de un proceso de primarias
abiertas, dirigida a varias fuerzas políticas, principalmente Izquierda Unida.
La negativa de ésta última terminó con aquel propósito, aquel Plan A. Lo que
hemos vivido desde entonces es por tanto, el Plan B, que ha resultado/está
resultando infinitamente más potente e interesante que el objetivo original.
Podemos, en las condiciones “normales” del campo político, nunca debería
haberse producido. Y sin embargo se produjo. Tuvo lugar en el encuentro de esos elementos, produciendo un
pequeño mundo de nuevas posibilidades. Ese desafío al deber ser fue lo primero
que me atrajo de Podemos.
¿Cuáles eran esos elementos? A
grandes rasgos: la visibilidad y habilidad mediática y de producción de
discurso del grupo de profesores del programa La Tuerka (Iglesias, Errejón,
Monedero, entre otros); la infraestructura activista y espacial de Izquierda Anticapitalista;
y – last but not least – una serie de
sensibilidades cercanas a lo que han venido siendo las experimentaciones organizativas y la
estela de Mareas abierta por la emergencia del 15M.
La otra figura es la del
monstruo, entendido políticamente como una articulación de elementos diversos,
en una forma no necesariamente terminada o perfecta, pero precisamente por ello
real y concreta en ese carácter incompleto. Una articulación de los elementos
que acabo de mencionar, pero también, y con ellos, un ensamblaje de diferentes
lógicas, lenguajes, herramientas, probablemente de difícil armonización. Pero precisamente
en ese reto residía un potencial carácter de proceso, de apertura, de constante
adaptación en medio de una discusión plural. Podemos abría la posibilidad de
pensar y practicar una articulación entre un cierto realismo político (materializado
en un ágil uso de la aparición en los medios y en la producción de discurso) y las
innovaciones y planteamientos más
participativos provenientes del 15M.
En el principio fue el 15M
Para entender Podemos es preciso
entender qué fue el 15M. Se ha escrito tanto sobre el tema que sería inútil
extenderse mucho en esto una vez más. Solo un apunte: en muchos sentidos, la
potencia del 15M se explicaba a través de su carácter de disolución de
oposiciones establecidas en el pensamiento político, tanto el más sofisticado
como el más espontáneo. La oposición, por ejemplo, entre reforma y revolución:
el 15M a través de la mera proposición de unas propuestas ciertamente
reformistas resultaba revolucionario porque apuntaba a la incapacidad de un
gobierno de asumir cualquiera de esas propuestas. De aquel cortocircuito, de
aquel vacío entre pregunta desde las plazas y ausencia de respuesta desde el
poder, provenía mucha de la potencia destituyente del 15M, su carácter de
ruptura irreversible con la narrativa del régimen del 78.
El 15M tenía la enorme virtud de
servir como entrada en lo político de nuevos lenguajes y métodos, muchas veces
considerados “no políticos” o incluso “antipolíticos”. Esos lenguajes y métodos
se relacionan con una cierta composición de clase. Abierta, elástica, e
infinitamente matizable, pero que en muchos (no todos) de sus elementos
respondía –como no puede ser de otra manera - precisamente a las
características de los sujetos que portaban aquellas novedades: una juventud
universitaria procedente de una clase media precarizada, portadora de inmensos
saberes, de gran inteligencia técnica y audacia en los modos y acciones. Esta
certeza no impide sin embargo el reconocimiento de otros aspectos de esa
“cultura”: una ética a menudo ligada al reconocimiento individual, si ya no del
individuo aislado, sí del individuo interconectado, un prestigio que se
cuantifica no en la soledad heroica, sino en la densidad y sobre todo en el
número de las conexiones. Por otro lado, una meritocracia del hacer
(indudablemente preferible a la meritocracia de la herencia, de lo recibido),
pero que resulta a veces ciega a la realidad de aquellos que no pueden hacer, o
de aquellas personas que, por falta de tiempo, de conocimientos técnicos, no se
consideran capaces de hacer, o no se dan a sí mismas la importancia para hacer
y para participar. El cuestionamiento del rol del activista en el 15M derivó en
muchas ocasiones en un deseo voluntarista de transformar a todo el mundo en
activista.
Otra de las oposiciones que el
15M disolvía era la existente entre autonomía y representación. ¿Cómo entender
el “No nos representan”? La profundidad del corte que el 15M supuso radicaba
asimismo en un carácter mucho más bastardo de lo que tal vez hemos querido ver
en él. Junto a su carácter prefigurativo alentaba también un cierto
pragmatismo, en el mejor sentido del término. Si entendemos el 15M como
disolución o cuestionamiento de oposiciones, esta disolución funcionaba en dos
direcciones, afectando a ambos polos de cada oposición. Si ciertamente había un cuestionamiento profundo
de la democracia representativa, esto no equivalía a que de repente miles de
personas se hubieran transformado en autonomistas. Quizás se trataba más bien,
de nuevo, no de una elección entre la macro y la micropolítica, sino de una
inteligencia social y política que trataba de buscar otra relación entre ambos niveles.
De un cierto populismo
El “oportunismo” – en su mejor sentido
– de Podemos reside tal vez en haber localizado la pervivencia de una
“imaginación representativa”, a nivel profundo en la sociedad española. Sí, se
habían producido olas de movilizaciones inimaginables hasta poco antes. Sí, el
15M había abierto un proceso masivo de politización y subjetivación. Pero
conforme pasaba el tiempo, por diversas razones, volvía a configurarse un
horizonte de expectativas que parecía, para bien o para mal, resignarse al voto
como herramienta principal.
Uno de los aspectos que la
hipótesis Podemos mejor entendió fue precisamente ése. En el tránsito que va
desde Sol hasta las Marchas de la dignidad, pasando por las diferentes Mareas
(incluida la minera) o Gamonal, se da una mutación en la composición de clase de
las protestas y movimientos. Una imaginación creativa – imprescindible – dio
paso a algo tal vez – según quien lo mire – más oscuro, menos complaciente y
más desesperanzado. Más “viejo”, seguramente, para unos. Más “popular”, más
real y verdadero también, para otros. El feo rostro de la miseria y la
desesperación. La mala hostia de quien (a diferencia de quien esto escribe) no
tiene tiempo para discutir ni sobre Gramsci, ni sobre Foucault, ni para sentir
la alegría de las plazas. Aquello que el eurodiputado Echenique llamó en su
momento “la razonable urgencia de los oprimidos”. Se trataba de una mutación en
el sentido común que el 15M había abierto. Podemos supo recoger algo de esa
mutación, de esa prisa, de esa desesperanza, de esa urgencia.
Hay muchas críticas posibles al
populismo como teoría o como práctica política. Pero pocas veces esas críticas
acercan a enfrentarse con esa cruda realidad material, ese momento de verdad
del populismo. El término “culturas políticas”, usado a veces para describir la
tensión y convivencia de diferentes formas de vivir la participación política,
olvida a menudo que estas culturas y formas se sostienen materialmente sobre
realidades de clase. El populismo opera sobre la certeza y el dolor de la
desposesión. Desposesión de tiempo, de capacidades, de voz y palabras. Para
poder participar, uno debe sentirse capaz de participar. Y disponer de las
condiciones para ello. A falta de las mismas, el populismo vendría a construir una
suerte de empoderamiento antes del empoderamiento, resolviendo las carencias
materiales que impiden la participación mediante un atajo encontrado a través
de una serie de dispositivos propios.
Uno de esos dispositivos es el
del líder. En el líder reside simultáneamente
nuestra presencia y nuestra ausencia. Un rasgo, una palabra, una
vivencia, una pasión, una condición social nos lo acerca. Y al mismo tiempo, en
el líder vemos aquello que no somos, o aquello de lo que carecemos, o de lo que
creemos carecer: la habilidad, la palabra, la articulación de una voz. Así funciona la identificación: pasional, a
veces melodramática, hecha de proyecciones. A veces peor o mejor fundadas, pero
quien considere que las pasiones no pertenecen al ámbito de lo político tal vez
precise pasar por la operación de humildad epistemológica que el populismo
provee.
De castas y anticastas
Otra verdad del populismo es su
reconocimiento del antagonismo, expresada a través del término más popularizado
del lenguaje político de Podemos: la casta. Quizás una de las virtudes del
término casta movilizado por Podemos, además de nombrar de forma concreta y
directa la conexión político-económica que conforma y sostiene a un determinado
bloque de poder, sea además la de capturar algo del carácter feudal,
carpetovetónico del caso español. Por no servir, las doblemente presuntas
elites españolas no sirven ni para elites (ese europeo y moderno término
que en otros lugares exige, al menos,
que el privilegio y la explotación, e incluso el mangoneo sistemático se
sofistiquen un poco, y tomen la
apariencia de un proyecto de Estado).
Paradójicamente, buena parte de
la fuerza de Podemos, desde el 25 de mayo, reside precisamente en ese miedo, en
su carácter revelador de la increíble ceguera y torpeza de un régimen
moribundo, que estos últimos meses han confirmado, hasta extremos que todavía
cuesta creer. Para muchos, el 15 de mayo de 2011 se produjo una ruptura
profunda, irreversible, fuera cual fuera la forma que posteriormente tomara esa
ruptura. Lo evidente, para muchos, de aquella ruptura, hacia todavía más
sorprendente que prácticamente desde el régimen nadie (políticos,
intelectuales, periodistas) pareciera registrar la profundidad de aquella
ruptura. En una de sus patas, el régimen continuaba impasible a través de la
trayectoria inalterable del gobierno del PP. En la otra pata, la permanencia al
frente del PSOE de un Rubalcaba liquidado primero y, después, la presentación
del “efecto Sánchez” delataban una pasmosa escasez de ideas. La irrupción de
Podemos ha venido a traducir la ruptura abierta por el 15M al único lenguaje
que aquella parece entender: el de los votos, los resultados, el número de
escaños. De ahí el miedo, que efectivamente ha cambiado de bando estos últimos
meses.
Urgencia de la necesidad y miedo
del enemigo. Esas dos premisas conducen necesariamente a una idea que ha sido
crucial en los debates sobre Podemos a lo largo de las últimas semanas: la
eficacia. En esos gestos y mecanismos quedan cifrados, al mismo tiempo, la
potencia y el límite del populismo. La cuestión, sin embargo, es si el talento
a la hora de pelear en el terreno de la casta, de manejar su lenguaje, no estaremos
entrando, demasiado solos y demasiado rápido, en el palacio. En cierto sentido,
a la vista del desarrollo de los procesos de la Asamblea Ciudadana, da la
sensación de que los espectaculares resultados de las recientes encuestas (CIS;
Metroscopia) no sólo dan pistas de un posible triunfo de Podemos, sino que,
mediante una presión tácita, contienen el sibilino efecto de construir un
Podemos más a imagen y semejanza de quienes elaboran esas encuestas, y no de
quienes lo impulsan desde abajo.
Los dos sentidos comunes
Un concepto que Podemos ha usado
de forma extremadamente hábil es el de sentido común. De esta forma se evitaba
su fácil ubicación, desde los poderes políticos y mediáticos, en el eje
izquierda-derecha. Podemos venía a nombrar una serie de preocupaciones
transversales, propias de la “gente decente”.
Tal vez podría decirse, alterando
levemente la fórmula, que en realidad en Podemos han convivido, al menos hasta
ahora, no uno, sino - por decirlo con un oxímoron - dos “sentidos comunes” y,
con ellos dos vertientes prácticas: una tendente hacia un realismo, un
pragmatismo consciente de la dificultad de la batalla por venir, y otra que
trataba de estimular la participación. Si el monstruo Podemos basaba su
potencia en la articulación (posible) de estos dos sentidos comunes, el proceso
de la Asamblea Ciudadana de las últimas semanas está dejando la triste imagen
de un ahogamiento del monstruo. No se le está dejando respirar.
El sentido común también son las
formas y los estilos. Pero no por una cuestión de modales, sino por algo
bastante más profundo. Quizás una de las aportaciones fundamentales del 15M,
además de su carácter de ruptura histórica, sea no el supuesto folclore de una
asamblea continua, sino, simplemente, una primacía del principio de
cooperación. ¿De veras hay que explicar, a estas alturas, con el nivel de
desengaño de la gente, que un mínimo cuidado a las formas y estilos es
imprescindible? Por simple honestidad, pero también por motivos prácticos, de
“eficacia”: la confianza de la gente hay que ganársela. Puestos a usar las
figuras del liderazgo – sin, esperemos, ser usados por éstas - ¿de veras es necesario recordar que entre los
atributos del líder se cuenta también la ejemplaridad? ¿Que - aceptando la
supuesta eficacia de cierta verticalidad- ésta produce sin embargo efectos de
imitación? ¿Y que, por lo tanto, los modos y actitudes del líder en tal tipo de
estructura, se propagan con rapidez?
Hay muy buenos argumentos para
defender la autonomía del equipo Iglesias, su liderazgo (que por otra parte,
nadie discute): su probada efectividad, su legitimidad y –más en teórico- el
sentido profundo de su aliento populista (lo que llega, tal vez, a la primacía,
problemática sin duda, del aparato mediático). Pero no hay ninguno,
absolutamente ninguno, para disculpar su insufrible arrogancia. La astucia
maquiavélica, tan hábilmente esgrimida por Podemos en la gestión de tiempos y
lenguajes, también consiste en eso. Cuando carece de generosidad, y cuando se
dirige gratuitamente a un enemigo interno, deja de ser astucia. Es entonces
cuando los ropajes del líder caen, dejando ver, en lugar de un supuesto
carisma, el simple rostro del listillo.
Una eficacia invisible
No se trata de argumentos
morales, sino de la propia eficacia que se quiere construir, del tipo de
inteligencia política que se quiere desplegar en un escenario efectivamente
complicado y hostil. Pueden decirse muchas cosas, desde muchos lugares
distintos, respecto a la evolución de Podemos. Por mi parte me limitaré a una
crítica hecha desde los mismos conceptos que el discurso de Podemos despliega
(o dice desplegar).
El énfasis en el sentido común se
conecta con un viejo concepto político sido recuperado ahora por el éxito de
Podemos: el de hegemonía. Y precisamente se trata de reclamar la profundidad de
ese concepto. A menudo, parece que tanto partidarios como detractores del
concepto comparten, sin embargo, un retrato similar del mismo, por el cual la
hegemonía parece reducirse sobre todo a tres cuestiones interrelacionadas: 1)
primacía de lo discursivo; 2) racionalidad estratégica; 3) toma de poder.
Hay sin embargo otras
conceptualizaciones posibles de la hegemonía. Una hegemonía pensable como
proceso, que no se logra, no se toma o conquista –no está en ningún lugar
- sino que se produce y construye a
través de la alianza y la cooperación entre sujetos diversos. Para esa
producción de hegemonía se precisa la apertura de espacios a una diversidad de
sujetos. La hegemonía no se produce solo discursivamente, sino material y
físicamente. Así la construcción de hegemonía se basa en un necesario
amalgamiento de una composición social compleja, que trae a esos espacios sus
propios saberes, habilidades y conocimientos. Es un constante trabajo de
negociación. En vocabulario antiguo, la hegemonía no es tanto el liderazgo de
una clase sobre otras, sino la composición de una alianza interclasista. En un
vocabulario más contemporáneo, ¿no es posible vincular eso, al menos lejanamente,
a la producción de una política del 99%? Hacer otra política implica abrir los
espacios en que aquellos sujetos diversos ponen en acto su cooperación. Y en el
proceso, producen entre ellos otros lazos sociales. En otras palabras, lo que
la hegemonía viene a nombrar es precisamente el tránsito entre lo social y lo
político, la traducibilidad de esos ámbitos. Pero sin olvidar que esa
traducción no es de sentido único, sino que se construye en un constante
diálogo, en un continuo feedback.
Esto no consiste únicamente en una
más o menos interesante discusión teórica, sino que se refiere a problemas
tremendamente prácticos, e incluso tácticos. Uno de ellos en el plano electoral
inmediato: la necesidad de un giro constructivo, propositivo, conforme se
acerquen las elecciones. Podemos genera
efectivamente muchísima ilusión en la medida en que se ve como posibilidad real
de cambio. En ese sentido ha canalizado correctamente el cabreo de muchísima
gente de todo tipo, lo que es uno de sus grandes aciertos. Pero no es necesario
ser politólogo para intuir que a medida que se acerquen las elecciones, y a
medida que la maquinaria mediática de la casta intensifique (todavía más) su
trabajo de producción de miedo, tal vez mucha gente empiece a pedir un giro más
constructivo, más propositivo, y no tanto de denuncia o crítica a lo que hay (y
a lo que se está cayendo por sí mismo cada día). Por eso tal vez se necesite
explicar en qué podría consistir el cambio. Esto no quiere decir que no existan
propuestas, y muchas, desde hace ya tiempo en Podemos. Pero tal vez la imagen de Podemos, para mucha
gente que no participa directamente, esté todavía más ligada a su carácter de
"anti-casta" que a esas posibles propuestas.
Otra dimensión es de tipo
organizativo a medio-largo plazo. Por ejemplo una necesaria formación de
cuadros. No en un sentido clásico de adoctrinamiento, sino precisamente como
localización de habilidades, saberes y conocimientos de todo tipo que,
precisamente, pueden ser cruciales en el desarrollo de propuestas. Porque si de
verdad se tiene vocación de ganar, se debe ser consciente de que es necesario
un enorme equipo humano el día después de las elecciones. Los círculos podrían
ser el espacio de esa localización y producción de conocimiento. Con la centralización,
la lógica vertical crea fidelidades, anula la crítica y reduce los procesos a
la selección desde arriba. Por otra parte, otro sentido profundo de la
hegemonía gramsciana va precisamente por aquí. Para Gramsci, los intelectuales
implicados en la construcción o mantenimiento de una hegemonía (u otra) no eran
únicamente los letrados, sino los funcionarios, los técnicos de la
administración, entre muchos otros. En un escenario de posible victoria resulta
fundamental proveer de espacios de discusión que ayuden a construir alianzas, a
extraer saberes y conocimientos ahora contenidos en las estructuras del estado.
Si es cierto que Podemos, en su transversalidad, ha interpelado a muchos de
estos sectores (incluido el ejército, en un ejemplo que Iglesias no para de
usar), también es posible imaginar que estos sectores aspiran a una
transformación de las estructuras en las que trabajan, y no únicamente a un
recambio de rostros a lo que obedecer.
A largo plazo cabe incluso una
última consideración. Latinoamérica es sin duda alguna una de las fuentes
principales de inspiración de Podemos. Y desde luego, es muchísimo lo que se
debe todavía aprender de aquellos procesos. Protagonizados – tal vez sea
necesario recordar – no por un puñado de figuras carismáticas, sino por largos
y profundos movimientos populares. Ese reconocimiento no puede sin embargo
separarse de las críticas que se han producido a esos mismos procesos, que van
desde los efectos del extractivismo, basados en políticas de aumento de
consumo, hasta la burocratización y el agotamiento de ideas y relevos humanos
producido precisamente por las estructuras verticales.
En otras palabras, se trata desde
luego de ganar. Pero también de averiguar en qué consiste ganar, en cómo y para
qué hacerlo. Y de alguna manera, en ganar
mejor. Claro que se trata de aprovechar la ventana de oportunidad. Pero
también se trata de ensancharla, de ir produciendo (mientras se combate), las
condiciones para ensancharla en la sociedad. La eficacia inmediata, táctica, se
acompaña siempre de una eficacia invisible, cuyos efectos a veces no se ven
hasta mucho después. O cuyos efectos resultan invisibles porque consisten más
bien en evitar problemas, en sortear obstáculos que el plano táctico impone. Una
eficacia invisible que solamente se percibe cuando falta.
Del temblor
El proceso fundacional de estas
semanas ha resultado para muchos frustrante y triste. Indudablemente, quizás
haya en esas reacciones algo de desengaño, de salida de una ingenuidad
política. Surgen ahora narrativas del tipo cooptación, traición a unos
supuestos ideales originales. Por mi parte, aun compartiendo la tristeza, no
creo sin embargo que ése sea el caso. El objetivo declarado del equipo promotor
ha sido siempre claro: ganar. Por eso la cuestión consiste más bien cómo y para
qué ganar. Entiendo que en política, sobre todo en cierto tipo de política,
conviene no caer en argumentos morales. Como materialista, no puedo creer en
espíritus o intenciones (“buenas” o “malas”), sino en la letra de los
documentos, y en pensar cómo esta letra puede inducir (o no) a unos resultados
u otros, a unas lógicas de comportamiento u otras. Por esa razón, lo más triste
de estas semanas, la forma en que se han producido las votaciones, el escenario
de competencia, y no cooperación, que se ha establecido entre equipos y
corrientes, no es tanto una supuesta “maldad” del equipo promotor, sino lo
gratuito y accesorio de sus gestos. No hacían falta.
El título de este texto aludía a
un famoso ensayo escrito en otro tiempo, y sobre otro modelo de partido
político, que pensábamos – tal vez ingenuamente – haber dejado atrás. Tal vez
por eso no esté mal, después de todo, terminar con otra referencia, esta vez a otra crítica escrita hacia otro
partido aun más antiguo: Dixi et salvavi animam
meam (“Hablé, y al hablar salvé mi alma”)
Nueva York, 10 de
noviembre de 2014