Halperin Donghi ha muerto
por
Alejandro Moreira
Así
como Jorge Luis Borges es la figura alrededor de la cual se reconfigura el
campo literario en los inicios de la
democracia, la obra Tulio Halperín Donghi, funda la historiografía contemporánea en la
Argentina. Ejemplar, en este caso, es Revolución
y guerra, Formación de una elite
dirigente en la Argentina criolla, libro
que ha diseñado el rostro mismo de nuestro siglo XIX proveyendo el mapa
con el que se haría posible, para sucesivas generaciones de historiadores, enfrentar ese pasado con nuevas preguntas e
instrumentos, al tiempo que desde su edición en 1972 se revelaba como uno de los grandes monumentos historiográficos
del siglo XX, cualquiera sea el criterio o la escala que se asuma. Consagración
unánime ya sea en sus formatos académicos, pedagógicos o también de
divulgación, pero en verdad muy reciente: nadie hubiera imaginado a comienzos
de los años 80 el sitio que esta obra
llegaría a ocupar en nuestra cultura, menos aun que algún día la ministra de
defensa de un gobierno de sesgo peronista obsequiaría un libro de Halperin (La
Argentina y la tormenta del mundo) al jefe de la Fuerza Aérea, como en
efecto ocurrió en el año 2006.
Si
dirigimos nuestra atención a un pasado más cercano, podemos observar que el peronismo y la
emergente sociedad de masas fue otra preocupación de Halperin desde su juventud
(había nacido en 1926), experiencias a
las que abordó con una mirada fuertemente desacralizadora: en su perspectiva
este movimiento político se explicaba
más como producto de un concurso de factores conjugados en una determinada
coyuntura a mediados del siglo XX (entre
la interminable crisis política y la
referida “tormenta del mundo”) que como
resultado de la voluntad de sus hacedores ( y menos aún de la de sus numerosos seguidores). Para conocer el
posicionamiento ideológico del autor
sobre el fenómeno en cuestión bastará recordar que un artículo pionero sobre el
tema, publicado en Contorno, aludía al peronismo como el “fascismo posible” para este país ubicado
en el extremo occidente, (pero al unísono buscaba desanudar tal asociación,
advirtiendo que el nacimiento de tal fuerza implicaba, para bien o para
mal, algo completamente inédito). Sin
embargo, más interesante resulta
advertir que nos encontramos acá con un
límite ostensible de la práctica de Halperin (que es también el de Max Weber): la incapacidad para pensar y evaluar la acción colectiva bajo otra mirada que no fuera decadentista y en ciertos casos inopinadamente pesimista frente a todo aquello que remitiera a procesos donde
los protagonistas fueran las masas, (los pueblos, las clases), sus proyectos y sus sueños
–perspectiva que el historiador encubría exacerbando una retórica fuertemente irónica, por momentos francamente satírica.
Este
haz de preocupaciones inspira también los dos grandes ensayos de Halperin, Argentina en el callejón y , mucho
después, La larga agonía de la Argentina peronista, textos en donde es
posible observar el cruce entre un
abordaje inspirado
en modelos de la profesión, junto con
criterios de lectura propios de una mirada moralista del mundo: “abdicación y
traición”, ha observado Jorge Myers,
para el primero; “ exceso, escarmiento y reparación”, ha señalado Horacio González para el segundo. Asimismo
es en estos libros donde se observan ciertos rasgos de estilo, entre ellos, la capacidad del autor para esfumarse
en sus textos aboliendo toda mediación, de donde resulta que nunca sabemos fehacientemente quién habla, si
el historiador, sus personajes o la historia misma. Dicho gesto se vuelve
manifiesto en otro conjunto de problemas centrales en la obra de Halperin: el
que refiere a las autobiografías de intelectuales y letrados, en particular
aquellos que transcurrieron en momentos de crisis y transición entre mundos
distantes, cuando lo viejo no había muerto y lo nuevo no acababa de nacer, es
decir, vidas marcadas por la soledad y el desamparo. Tales intereses fueron
esbozados a modo de proyecto de estudio en una artículo titulado Intelectuales, sociedad y vida pública en Hispanoamérica a través de la
literatura autobiográfica, publicado en 1981, y en buena medida concluidos poco tiempo atrás con la publicación , en
setiembre de 2013, de Letrados y
pensadores, una recopilación de viejos trabajos reescritos con una llamativa lucidez (entre los que destaca esa obra maestra dedicada al tortuoso derrotero de
Fray Servando de Santa Teresa de Mier,
fraile dominico “atípico” y “ejemplar”, y
finalmente padre inesperado del México republicano) . Es en el prólogo a ese volumen donde Halperin revela todo lo que ese largo
recorrido debe a un texto pionero como lo fue La literatura autobiográfica en
la Argentina, fechado en 1962, años
aquellos en los que su autor, Adolfo Prieto, sucedió a Halperin en el decanato de lo que en la actualidad conocemos
como Facultad de Humanidades y Artes de
Rosario, entonces Facultad de Filosofía y Letras cuando, a diferencia de lo que
ocurre hoy, los méritos y virtudes académicas todavía primaban sobre los intereses crudamente políticos
a la hora de decidir quiénes dirigirían
los destinos de tales instituciones.
Halperin ha
afirmado con falsa modestia que
construir relatos de vida es como hacer historia sin sus dificultades. Pero la
verdad es más compleja: la biografía interesa en tanto que es en una vida en
donde se condensan y expresan las múltiples tensiones que constituyen el
entramado mismo de la realidad. Esa vida puede ser más o menos ejemplar, puede
revelar o no una actitud colectiva, pero en cualquier caso sólo en ella, en esa
singularidad, puede capturarse el curso de la historia.
Precisamente, nada de eso ocurre en el último
libro de Halperin El enigma de Belgrano cuya
sola publicación se me ocurre un acto irresponsable para la memoria del propio
autor, así como me resulta increíble que Beatriz Sarlo haya encontrado motivos
para elogiarlo Desde donde se lo mire, se trata
es un libro fallido, que el
encomiable prólogo redactado por Marcela Ternavasio intenta remediar ofreciendo
un ordenamiento, un sentido, del que el
texto carece por completo; en verdad
El enigma… no es otra cosa que un conjunto de fragmentos
dispersos ensamblados a las apuradas que
de última no develan enigma alguno, lanzan una serie de juicios sobre las limitaciones de
Belgrano que hubiera sido más prudente formular a modo de hipótesis, (como el
supuesto rol pionero jugado por Manuel Dorrego
en la universal conmiseración que hubo provocado el héroe, ahora caído, tanto
entre sus contemporáneos como en los historiadores siguientes) y, en
definitiva, habilitan en su levedad la tapa de la revista Noticias
, violenta y sensacionalista, como de costumbre, reactualizando, además, posiciones y debates
perimidos en donde Bombitas Rodríguez de uno y otro signo discuten en el vacío para el empobrecimiento de todos.
Así, entre muchos equívocos difundidos por las
llamadas “redes sociales” (y por el ex secretario de cultura radical y
luego senador menemista
Pacho O’ Donnel) se repone uno ya
clásico que es el que identifica a Halperín con la corriente liberal de la
historia, idea, habrá que reiterarlo, completamente falsa: Halperín expresa en verdad el punto más alto
de la historia social, aquella que en los años ‘60 impulsada por el trabajo de José Luis Romero vino
a superar las disputas entre liberales y revisionistas señalando las virtudes y
los límites de ambos. En efecto, hace ya muchos años nuestro historiador mostró que el Gral. Perón
compartía en alguna medida la visión liberal
de la historia, la de su maestro Ricardo Levene, y por eso le había puesto el
nombre de los héroes consagrados por los liberales a los entonces nacionalizados ferrocarriles
–nombres, recordemos, que llevan hasta hoy. Y, por otro lado, en un párrafo tan
breve como célebre de Una nación para el
desierto argentino Halperin nos reveló que las formas cesarísticas de hacer política del General. Mitre
(“las aspiraciones de representar a la sociedad entera”) adelantaban las del mismo General. Perón, con
lo que sugería que entre uno y otro personaje había mucho más
cosas en común de lo que hubiera podido pensarse -algo que todavía hoy resultaría
insoportable tanto para el diario La Nación como para el Instituto
Revisionista Manuel Dorrego.
Mucho
más productiva es la crítica de Horacio González: la verdadera discusión con
Halperín pasa por la manera de concebir y usar los mitos, en este caso, aquellos que fundan una nación y
sostienen su cultura habida cuenta que el historiador se ha empecinado con un
talento inigualable en disolverlos, acentuando lo que en verdad es la función crítica de una disciplina racionalista y
secularizadora como la historia –función necesaria y sin duda positiva, la que desnaturaliza lo dado, la que socava
verdades y tradiciones mostrando que siempre hubo y habrá caminos alternativos
para el curso de los asuntos humanos. El
tema en verdad es más político que
historiográfico y consiste en pensar la manera como una sociedad lidia
con sus orígenes. En nuestra opinión, el desafío gira entonces en torno al modo en que una comunidad asume su
versión identitaria articulándola con una práctica democrática, es decir neutralizando las vertientes totalitarias
inherentes a todo mito pero sin intentar, no obstante, anularlo, puesto que sin esa dimensión mítica no hay historia de una nación ni tampoco república posible.
Este cruce imprevisto entre las posiciones de Halperín y del actual director de la
Biblioteca Nacional puede resultar
enriquecedor para todos siempre y cuando intentemos conjugarlas. Nos permite,
por ejemplo, observar dos modos de trabajar la tensión entre tragedia e historia.
Y ello es posible porque en verdad ambos coinciden con Max Weber: entre los
propósitos y las acciones de los sujetos y el curso del mundo existe un abismo
insondable e irremediable: los hombres
se encuentran lanzados al teatro de la
historia para actuar un drama cuyo guión, en buena medida, desconocen. Sólo que si en Halperín la impronta trágica se resuelve las más de las veces en ironía apática: desde lejos el historiador nos
dice que ningún propósito tiene sentido al tiempo que observa con mesurada resignación
el acontecer de las cosas y deja al
lector el juicio final sobre aquello que cuenta, a sabiendas que el mundo es
indescifrable y que ese juicio será
imposible: lo que ocurre,con sus miserias
y grandezas, ya ocurrió ( y puede volver a ocurrir), puesto que nadie, menos aún los pueblos, aprende de sus errores ; en el caso de
González las derivaciones éticas y
políticas de esa mirada trágica son muy
distintas, ya que exige traer a la “escena indagada una verdad real (…) en
tanto irresolución de la verdad, en tanto verdad contradictoria, equívoca”, decía
Nicolás Casullo -lo que conlleva una actualización
de la tragedia (que es también del mito)
como modo de aprendizaje que una
comunidad debe realizar sobre sí misma.
Queda
por último referirnos a las dificultades que suscita la lectura de
Halperin. El barroquismo de su escritura es ciertamente exasperante, como lo han
señalado incluso sus más fieles lectores. En principio debemos advertir que se trata de una prosa que incorpora a su
sintaxis la misma complejidad de las situaciones que relata y que revela un
arte que el historiador ejerció con maestría: el ensamble entre narración de
acontecimientos y descripción de estructuras.
Pero, en otro registro, ese barroquismo es el medio a través del cual la
narración pone en escena el tiempo, o los tiempos, en los que esa historia se
realiza –una elaboración poética, en fin, que persigue y representa la
experiencia de la temporalidad. En suma, en ese estilo se lee el tiempo y aquí
es donde la genialidad de Halperin nos
permite acercarnos a lo que constituye la esencia de ese género llamado historia. Tal es la
experiencia que atraviesan sus lectores, la que nos lleva al límite
entre la contingencia y la necesidad, entre el destino y la historia, la que hace, en suma, que al concluir la lectura ya no seamos los mismos. En mi caso, la
descubrí, a partir de un regalo de mi madre, un verano a principios de los años ’80, cuando en Puerto
Pirámides leí por primera vez Revolución
y Guerra en la vieja edición de siglo XXI. Es en este rasgo original de su escritura donde radica
la clave que hace que estemos en presencia de una obra clásica, es decir, que
trascenderá las condiciones del contexto
en que fue escrita y que nos obliga a
concluir con una afirmación solemne pero ineludible, (que la ironía infinita de
Halperín hubiera desechado): el 14 de noviembre de 2014 ha muerto el más relevante historiador que haya conocido la Argentina, el
primer historiador de la Patria, como lo
quiso el Destino.