Anatomía política de la coyuntura sudamericana
Imágenes del desarrollo, ciclo político y nuevo conflicto social
por Sandro Mezzadra y Diego Sztulwark
I. ¿Cómo leer el triunfo del Mas en
Bolivia, del FA en Uruguay y del PT en Brasil?
El reciente periodo electoral en Brasil,
Bolivia y Uruguay nos permite intentar una primera evaluación sobre la salud
del ciclo político de los gobiernos llamados progresistas de la región
sudamericana, así como sobre su patrón de desarrollo habitualmente denominado
como neo-desarrollista/neo-extractivista.
Sobre todo ofrece una oportunidad para
preguntarnos cómo cambió la región sudamericana durante la última década. En
efecto, un análisis materialista –y no solo politicista,
centrado en los “logros” de los gobiernos progresistas– requiere una mirada
sobre la anatomía política de la sociedad en términos de cambios y
continuidades del tejido emergente, de sus sujetos y del nuevo conjunto de
problemas que se plantean en el marco de una fase más agresiva de la crisis
económica global que afecta también a la región.
Para comenzar, el triunfo de las fuerzas
en el gobierno (PT en Brasil, MAS en Bolivia y FA en Uruguay, con sus
respectivas coaliciones) permite afirmar la persistencia del ciclo
político “progresista”. Muy nítidamente en el caso de Bolivia donde la
consolidación política del gobierno de Evo Morales tuvo una contundencia
extraordinaria y de un modo más ajustado en el caso de Uruguay y de Brasil,
donde se hace evidente tanto la estructuración política de una oposición
conservadora como -más allá de las elecciones mismas- la persistente presión de
los mercados restringiendo las orientaciones políticas futuras.
¿Qué significa esta ratificación? En
principio se prolonga el carácter más bien “poroso” que adquirieron las
instituciones públicas con respecto al ciclo de luchas que durante la década
pasada lograron destituir la legitimidad del consenso neoliberal de los años
‘80 y ‘90. Esta ratificación prolonga en el tiempo y afirma a escala
territorial-regional la derrota de las tentativas neoliberales puras, de las
elites, por retomar el control político directo y en esa medida mantiene aún
abiertas expectativas sobre la maduración de dinamismos políticos regionales no
directamente subordinados a la hegemonía del occidente neoliberal.
Pero la consolidación de estas
experiencias de gobierno no puede ser valorada exclusivamente con respecto a
las encrucijadas vigentes hace ya más de una década larga. Las tensiones de la
actual coyuntura, que parten de una nueva configuración de las sociedades
sudamericanas así como del nuevo contexto regional y mundial, plantean una
serie de preguntas más precisas en torno al sentido de estas victorias electorales.
En el caso de Brasil, cuya influencia
sobre la región es obvia, lo que se ha puesto en cuestión es la capacidad del
nuevo gobierno para reinventar esa misma “porosidad” institucional que en su
momento tuvo el “lulismo”, luego del cierre conservador de muchas políticas
públicas de la época de Dilma y del repliegue de la militancia más estructurada
del PT.
La pregunta pierde toda connotación
retórica cuando recordamos que los movimientos que irrumpieron en muchas
ciudades de Brasil durante junio de 2013 protagonizaron con mucha contundencia
una serie de conflictos vinculados al transporte público, a la represión en las
favelas, a la gentrificación de las ciudades (sobre todo a propósito del
mundial de fútbol y de los juegos olímpicos) y a los rasgos más duros del
modelo desarrollista. Estos movimientos han expresado una modificación
estructural en la sociedad brasileña y han planteado un desafío que bien
pudiera haber sido una oportunidad para reinventar esos mecanismos “porosos” de
los que hablamos. Esta posibilidad, sin embargo, no ha sido tomada en cuenta. Y
si bien es cierto que aquellos movimientos no lograron imponerse políticamente
–prácticamente no jugaron un papel relevante en las elecciones–, lo cierto es
que iluminaron un nuevo paisaje social violentamente ignorado por el estado y
por el Partido de los Trabajadores.
Fenómenos semejantes en diferentes
países de la región exponen la intención de los gobiernos de anclar
acríticamente la persistencia del ciclo político “progresista” a la continuidad
del patrón neodesarrollista/neo-extractivista. Esta situación obliga a
considerar con realismo escenarios de cierre, de exclusión política y de
violencia social creciente hacia el futuro.
La intensificación de la violencia,
tanto la estructural que surge del modo de acumulación, como la más difusa pero
omnipresente en los barrios pobres de las ciudades, atraviesa de manera
transversal –aunque no del mismo modo- la geopolítica regional, afectando a los
países con gobiernos “progresistas” como a los que tienen gobiernos
abiertamente conservadores. El recurso a la masacre, que en el caso de México
alimenta una pedagogía perversa extrema, advierte hasta qué punto el recurso al
terror como vía para la gestión del conflicto social vuelve a recorrer el
continente apelando al miedo y a la obstaculización del procesamiento colectivo
de los rasgos centrales de la nueva arquitectura de poderes.
II. ¿Qué podemos esperar de una
consolidación del patrón de desarrollo?
El patrón de desarrollo que se
estabilizó en América Latina, con sus claras diferencias, se configuró en torno
a una exitosa renegociación de su inserción en el mercado mundial como
abastecedora de materias primas (granos e industrias extractivas). Son estas
actividades las que proveen las divisas necesarias para sustentar las políticas
de “inclusión social”, al tiempo que permiten al estado jugar un rol más activo.
La administración de estos procesos es
compleja e involucra niveles diferentes. Por un lado, el ciclo mismo depende
para su funcionamiento de factores externos que no pueden ser garantizados en
el largo plazo. Por otro, dada la conformación contradictoria de una dinámica
global multilateral –representada sobre todo por la formación de los BRIC
– su gestión requiere de una especial sensibilidad geopolítica, teniendo en
cuenta que la integración regional se convierte, en este contexto, en una
cuestión clave para los asuntos internos de cada país. Además, las economías de
matriz neo-extractivas suponen un alto nivel de violencia estructural (tanto en
territorios rurales como urbanos) y no queda claro, al menos en el debate
político público, cómo es que los gobiernos evalúan aprovechar la captura de la
renta en función de plantear hacia el futuros proyectos de desarrollo de una
mayor calidad democrática.
Y no puede aceptarse, cuando discutimos
estas cuestiones, el discurso que promueven las ideologías progresistas. Ellas
nos hablan de una línea evolutiva simple, con una promesa de continuas mejoras
en todos los órdenes. Sabemos bien que las cosas no funciona de este modo: el
patrón llamado “neodesarrollista” ha producido ya efectos contundentes
(entrelazando consumo y violencia) sobre la región y ha modificado substancialmente
los comportamientos sociales y la estructura de clases. La imagen del
desarrollo prometida está ya presente entre nosotros, con todas sus
contradicciones.
Entre los cambios más significativos del
paisaje actual destacamos la emergencia de nuevas “clases medias” (las comillas
apuntan a problematizar el empleo de esta categoría simplista cuyo uso político
quiere dar la idea de una inclusión homogénea desplazando una realidad mucho
más plural y heterogénea), así como la masificación de estilos de consumo, y la
transformación de la pobreza, persistente, bajo los efectos de esta
masificación. Y junto con ello, en el orden subjetivo, la emergencia de una
hipercentralidad de los temas ligados a la inseguridad, desde la cual se recrea
la agenda de las derechas. De hecho “clase media” y “seguridad” son dos
significantes que se redefinen en una misma dinámica: la del intento de
producción de un nuevo sujeto social intrínsecamente disciplinado por los
dispositivos políticos de la mediatización, de securitización, de la deuda y de
la representación.
III. ¿Qué se juega en esta
coyuntura?
Si, como ya argumentamos, el patrón de
desarrollo parece seguir vigente –al menos a corto plazo– y las
conquistas sociales surgidas del ciclo de luchas contra el neoliberalismo de
los años '90 no parecen haber perdido legitimidad ni resulta previsible que
vaya ser fácil ignorarlas se hace evidente que la pregunta -¿qué se juega en la
presente coyuntura?- apunta a otra parte.
Nos referimos la disputa por interpretar
y articular políticamente las mutaciones sociales ocurridas en la región. En
ella se inscriben los discursos racistas y clasistas que apuntan a endurecer
las fronteras internas, presionando sobre el imaginario colectivo y las
políticas públicas hacia un enfoque punitivo centrado en la seguridad;
reafirmando el espacio nacional (y una retorica nacionalista que les es
funcional) como espacio internamente jerarquizado.
Lamentablemente los gobiernos
“progresistas” no son para nada inmunes a estas ofensivas, ni cumplen siempre
de manera eficaz con la tarea de contenerlas. Resulta fácil de verificar el
modo en que se desplaza una y otra vez de la agenda neodesarrollista del Brasil
la persistente violencia en las favelas; o el tratamiento racista y clasista
que el estado argentino aplica a jóvenes de barrios y asentamientos (la actual
criminalización de ciudadanos inmigrantes pobres no es sino un nuevo capítulo
de una larga secuencia).
IV. Argentina en la coyuntura y la
coyuntura argentina
Las elecciones presidenciales previstas
para el 2015 dibujan un difícil proceso de transición, signado entre otras
cosas por el peso de la pulseada que el gobierno nacional mantiene en el plano
de las finanzas internacionales. La actual posición del gobierno argentino ante
los llamados fondos buitres abre la oportunidad de llevar hasta el final la
comprensión del mundo de las finanzas como espacio de disputa, pero esa
posibilidad, para ser efectiva, requiere en el plano interno de una intensa
movilización política; y, en el plano regional y mundial, del planteamiento de
estrategias concretas de cuestionamiento de la articulación de los flujos
financieros y hasta de la centralidad del dólar como moneda soberana-global.
La complejidad de la situación se hace
evidente cuando miramos a Europa, cada vez más firme en su función de bloqueo
de toda posibilidad de revisar la arquitectura y el poder de las finanzas y de
conformar un marco y un equilibrio global diferente: la recesión y la crisis,
que siguen siendo particularmente fuertes en el sur europeo, constituyen, en sí
mismas, la causa de un círculo vicioso que impide al continente jugar un papel
diferente en la constitución de un esquematismo dinámico en relación con el manejo
de la moneda y las finanzas.
Hace falta agregar, mirando a Europa,
que el ascenso de fuerzas nacionalistas de derecha como el Front
National de Le Pen, en Francia, no hace sino reafirmar este papel de
bloqueo. Solo una ruptura desde debajo de la continuidad de las políticas
neoliberales podría permitir la emergencia de nuevas correlaciones y
configuraciones de fuerzas, volviendo posible una Europa capaz de jugar un
papel expansivo a nivel global.
Diferente en el caso de Asia. A la
importancia del Swap de Argentina con China y de la diversificación de las
reservas nacionales en medio del conflicto con los vulture funds, se
suma el significado que estos hechos puedan adquirir en vista a escenarios
multilaterales futuros, no del todo previsibles. Subsiste, sin embargo, una
inercia respecto del patrón de desarrollo, una falta de iniciativa política
capaz de revisar la vinculación tendencial entre préstamos chinos y la
consolidación de actividades megaextractivas. Y hace falta agregar que esta
vinculación convierte las variaciones futuras del modelo económico chino en un
problema de importancia de primer orden para la Argentina y para la región.
Bajos estas complejas condiciones, la
constitución tendencial de un consenso conservador en el plano interno con base
en los mencionados fenómenos racistas y clasistas fuera y dentro del
kirchnerismo es un factor reaccionario en la medida en que bloquea las apuestas
innovadoras y democráticas a nivel social que debieran operar como condiciones
para impulsar la pulseada en el terreno global de las finanzas.
Resulta preocupante, en este sentido, el
panorama electoral dominado por candidaturas presidenciales conservadoras y de
derecha, sin que se vislumbre por el momento alternativa alguna capaz de
expandir los elementos innovadores que en su hora anunciaron un círculo
virtuoso entre gobierno y dinámicas colectivas (organismos de derechos humanos
y los movimientos sociales).
En efecto el kirchnerismo gobernó
combinando, durante años, una vocación de innovación con un reconocimiento de
-y pacto con- poderes conservadores, tanto a nivel de gobiernos locales y
provinciales, como a nivel sindical.
Beneficiados en general por la
reactivación económica de la última década y por la apertura generalizada de
paritarias, los grandes sindicatos son una pieza sensible de la
gubernamentalidad, y tienden a reagruparse en un panorama de mayor
conflictividad laboral producto de la inflación y recesión con despidos. En
este contexto la aparición de jóvenes delegados con espíritu de lucha y
asamblea –y proclives a alianzas con los partidos de izquierda- gana terreno
gremial enfrentando a la vieja y poderosa burocracia sindical, muchas veces
aliada al gobierno.
Para completar la complejidad del
proceso político cabe sumar a lo dicho la presión devaluatoria del sector
exportador, la negociación con inversores (incluso de China y Rusia)
interesados en zonas estratégicas como Vaca muerta e infraestructura y la
habitual amenaza de desestabilización de las bandas derechistas –cada vez más
mezcladas con el narcotráfico y las fuerzas policiales autonomizadas– durante
el caliente mes de diciembre.
Todas estas tensiones repercuten dentro
del kirchnerismo, desafiando a los numerosos colectivos militantes que lo
integran.
Por un lado el gobierno crea escenarios
de confrontación política y movilización militante e intenta compensar los
efectos de la inflación sobre los ingresos de los trabajadores informales,
insuflando recursos vía programas de políticas sociales. Pero por otro se
encuentra cada vez más comprometido con los rasgos centrales de una
gubernamentalidad precaria que lo lleva a un callejón de difícil salida durante
el periodo electoral.
La ambivalencia de esta política
consiste en que si bien logra desplazar la exigencia de un ajuste convencional,
debilita las bases mismas necesarias para contrarrestar esa exigencia recreando
una división entre trabajadores formales y no formales y vinculando el
financiamiento de políticas públicas con la creación de inflación.
V. ¿Pueden las conquistas de las
luchas recientes operar como vector democrático hacia el futuro?
El balance del ciclo político
latinoamericano de la última década tiene gran importancia no sólo en América
Latina sino a nivel global. Este impacto se debe sobre todo a que América
Latina ha sido el único sitio en todo el planeta en el que durante la última
década se intentaron alternativas de “izquierda” al neoliberalismo: desde el
rechazo a los acuerdos de libre comercio hasta la proclama del socialismo del
siglo XXI; de la reversión relativa del ciclo de privatizaciones a las
políticas de desendeudamiento; de las políticas de derechos humanos e inclusión
social a la creación de áreas de integración sudamericanas como la Celac y la
emergencia de nuevos sujetos en el estado, como Evo Morales en Bolivia.
Este imaginario ha funcionado como
inspiración para nuevas experiencias políticas en diferentes puntos del
planeta, tal y como ocurre actualmente con la experiencia de Podemos en
España y el intento de dar curso a una poderosa reacción desde abajo contra la
Europa del ajuste neoliberal.
Y bien, llegados a este punto precisamos
aclarar un poco qué cosa entendemos por “neoliberalismo”. Además de un consenso
(el de Washington) sobre ajuste y privatizaciones, el neoliberalismo se ha
convertido en un modo de gobierno de lo social y una potente dinámica
micropolítica (afectos, creencias, deseos), y como tal circula y domina
diferentes esferas de la vida social.
Un primer elemento de balance sobre los
intentos regionales de constituir un proceso “posneoliberal” en América del sur
indica que el esfuerzo se ha concentrado sobre todo en el nivel estatal, dando
por hecho que el neoliberalismo equivale a mercados desregulados. La voluntad
política así constituida ha plasmado su ideal neodesarrollista abriendo
importantes debates y planteando valiosas reformas sin lograr, no obstante,
revertir los rasgos de un neoliberalismo que persiste tanto en sus rasgos
estructurales (hegemonía de las finanzas; concentración de la tierra), como en
su reproducción “desde abajo”. La forma “empresa” y las reglas de la
competencia siguen organizando, en amplias y decisivas esferas de la sociedad,
la gestión concreta de la existencia.
En efecto, la voluntad política que ha
actuado en favor del crecimiento económico y la compensación de las grandes
desigualdades desde el estado, no ha alcanzado a superar las grandes
diferencias sociales ni a subvertir las jerarquías duras de carácter
estructural.
Esto nos lleva a plantear un cierto
desfasaje entre esa voluntad política-estatal y el potencial político surgido a
partir de las insurrecciones y puebladas que se intensificaron durante los años
`90 en muchos países de la región. Esas luchas fueron las que decretaron la
crisis de la hegemonía política del neoliberalismo fortaleciendo y
visibilizando a un conjunto plural de sujetos excluidos: trabajadores,
campesino, pobres e indígenas. Un proceso de apropiación plebeya se
extendió entonces en el espacio público (evidente y persistente sobre todo en
la Bolivia de Evo Morales). Estas presencias forzaron, a partir del surgimiento
de los gobiernos “progresistas” y del complejo sistema de reconocimientos que
estos gobiernos hicieron de esos sujetos, la apertura de un nuevo proceso de
integración regional.
Y sin embargo los límites del patrón de
inclusión social propuesto por los gobiernos progresistas acabaron por
comprometer la capacidad de profundizar estos procesos de democratización
plebeya. En los hechos, la integración por la vía del consumo y el proyecto de
creación de una nueva “clase media” no ha permitido enfrentar de una manera
eficaz la violencia estructural vinculada al neodesarrollismo /
neoextractivismo, violencia sistemáticamente negada por los propios gobiernos.
Al punto que esta violencia se vuelve rasgo constitutivo de la propia
ciudadanía progresista dando lugar a un nuevo conflicto social en el cual el
papel mismo del estado se encuentra en disputa.
Frente a la hipótesis de un escenario de
estabilización (patrón neo-desarrollista; consenso conservador) obtenido
a través de los propios gobiernos “progresistas” ¿es posible imaginar que los
logros de los movimientos de la última década puedan actuar como piso desde el
cual reabrir la productividad política de un nuevo ciclo virtuoso entre
política y movimientos? ¿O este ciclo puede darse ya por agotado?
Otra vez, se trata de considerar el
papel del estado. El ciclo latinoamericano, como se ve también en la actual
situación de Venezuela y Ecuador, muestra que aun cuando el estado puede jugar
un papel valioso en la construcción de alternativas, en ningún caso se puede
confiar en él como actor estratégico exclusivo. Ya que los procesos de cambio
tienden a agotarse en una estéril centralidad estatal cuando no se encuentran
modalidades de articulación que puedan activarse a partir de la emergencia de
nuevos sujetos con lógicas no estado-céntricas y a partir de la configuración
de un espacio político regional capaz de actuar más allá de la escala nacional.
Si es cierto que el escenario
latinoamericano se ha estabilizado a pesar de la continuidad del ciclo político
los gobiernos “progresistas”, ¿es posible pensar de otro modo la coordinación
entre ciclo político y patrón de desarrollo en curso?
Si bien ya hemos mencionado la violencia
clasista y racista asociada a este patrón de desarrollo, lo cierto es que un
nuevo conflicto socio-territorial plantea desafíos a las tendencias
democráticas activadas durante las últimas décadas. Esta conflictividad tiene
un aspecto esencialmente reaccionario, pues constituye la vía práctica a través
de la cual se subordina la rebelión plebeya que motorizó las luchas contra el
neoliberalismo. Esta situación nos fuerza a imaginar de otro modo, de un modo
más radical, lo que se entiende por “inclusión social”. Nos referimos a la
posibilidad de reanimar la vitalidad colectiva en torno a núcleos de la
economía informal y de autoempresarialidad, del trabajo precario y de las
luchas por acceso a la tierra y la vivienda digna, que, liberados del
dispositivo formado por la secuencia patrón de consumo-industria
barata-economía neo-extractiva, podrían formar parte de una coalición de
fuerzas capaz de impulsar nuevas dinámicas sociales y políticas.
Pero esta coalición no es imaginable sin
tomar en cuenta de un modo central el conjunto de experiencias y de luchas que
se hacen cargo de la tarea estratégica de la producción de una nueva
subjetividad. Estas experiencias se constituyen enraizadas en la potencia
sensual que las luchas abren más que en torno al llamado del poder celestial.
Nos referimos a la producción de modos de vida en torno a la salud, a la
educación y a los derechos humanos. Es esta producción de modos de vida la que
puede otorgar una materialidad positiva a la construcción de redes de cuidados
y autodefensa en barrios y territorios cada vez más cruzados por dinámicas de
violencia.
Si bien estas prácticas se despliegan de
modos diferentes en los distintos países de la región, son ellas, de conjunto,
las que pueden resistir las tentativas estabilizantes y abrir, como lo han
venido haciendo, nuevas posibilidades políticas.
Lejos de mirar hacia atrás esperando
respuestas del protagonismo de los movimientos de comienzo de siglo, como si
nada importante hubiese cambiado a lo largo de esta década, vale la pena
advertir que la base material por ellos creada sigue siendo la condición de una
productividad política y de nuevas imágenes de desarrollo.