Reflexiones en torno a la sociedad de control

por Santiago López Petit


Hace ya años que Michel Foucault reconoció una relación analógica entre los diferentes espacios de encierro –familia, escuela, fábrica, cárcel, hospital, manicomio, asilo, cuartel...– del siglo XIX y primeros del XX. La analogía (o mejor: identidad) no se encuentra evidentemente en los objetivos de cada institución –que son distintos–, sino en la estructura de poder, en la forma del sistema de poder. En ese sentido, según han observado otros autores, la forma-fábrica sería el paradigma que corresponde a este modelo social «disciplinario»: la sociedad organizada en torno al trabajo productivo, de acuerdo con la ley del valor (la medida en tiempo del trabajo individual productivo), garantizándose la cohesión social por medio de la espesa red de coerciones disciplinarias que despliegan instituciones normativas como las antes citadas.

Sin embargo, Gilles Deleuze recuerda en un artículo reciente que desde hace ya tiempo vivimos la crisis de este modelo disciplinario, de la sociedad-fábrica y, en general, de las instituciones de encierro. Todas estas instituciones sufren reconversiones y reformas por parte de los gobiernos para mitigar los efectos traumáticos de su quiebra y, en el fondo, todo el mundo es consciente de que son realidades que han perdido su papel central, que languidecen, e incluso que algunas de ellas son claras candidatas a extinguirse. En el caso del servicio militar se ve bien claro: el rechazo social de la mili –y no sólo entre los jóvenes– se debe en gran parte a que es percibida como una obligación «inútil», anacrónica, sometida a unas normas absurdas y a un insufrible régimen de internado. Algo semejante ocurre con los manicomios, con la familia, con la fábrica y otras parecidas, que, inmersas en una crisis profunda, tienen ahora un carácter provisional, indefinido, casi técnico, lejos de su papel rector, central, de antaño. La cárcel, la escuela, viven también en crisis y discusión permanente sobre su función (aunque no sobre su existencia) y, aunque su fin no se vislumbra a corto plazo, sufren constantes «reformas» para adecuarse a las nuevas circunstancias (en la escuela, la evaluación continua –«eres tú quien te suspendes»– en vez de los exámenes, la estructura curricular optativa en la Universidad, que sustituye a las viejas titulaciones homogéneas, etc.; en las prisiones, los nuevos regímenes disciplinarios, las penas de sustitución, el régimen abierto...). Deleuze lo define gráficamente como el paso del encierro disciplinario al espacio abierto de una reserva animal.

No obstante, estas mutaciones que se suceden en la forma de ejercitarse el dominio en absoluto implican la desaparición de todo el arsenal de recursos de la sociedad disciplinaria. Por ejemplo, el sueño de J. Bentham –el panóptico: una estructura arquitectónica que permitiría a un sólo individuo vigilar a todo el mundo–, que se consumó jurídicamente en los Estados modernos el siglo pasado, es posible que se haga realidad no sólo jurídicamente, sino también materialmente, gracias a las inmensas posibilidades que proporcionan la informática y la telemática. Sin ir más lejos, el centro de pantallas de la Dirección General de Tráfico es un panóptico con el que se controlan visualmente todas las salidas, accesos y principales calles de la gran metrópoli madrileña. Por otro lado, toda una serie de categorías profesionales continúan incorporándose al ejercicio de tareas policiacas cada vez más precisas y eficaces: profesores, médicos, psicólogos, periodistas, psiquiatras, sociólogos, educadores y trabajadores sociales... Lo cual refuerza y actualiza sin duda las estructuras de encierro.

El recambio para ese paradigma disciplinario hoy en crisis parece estarse constituyendo en torno a la llamada «sociedad de control», noción sugerida por el escritor William Burroughs. En general, la sociedad de control se caracterizaría por el ejercicio difuso del poder, que, a diferencia de la sociedad disciplinaria, se extiende a todo el territorio y ya no pasa prioritariamente por instituciones normativas y autoritarias que actúan «externamente» sobre la voluntad individual, sino que consiste más bien en una red flexible que constituye a los ciudadanos y los implica en sus estrategias globales, movilizándolos a través de las respectivas tácticas locales. Para que el sistema funcione «desde dentro» se requiere que la movilización general no se produzca de forma impositiva desde un Centro o torre de control, sino que el sujeto movilizado debe convertirse desde su cuadrícula correspondiente en colaborador activo (llegado el caso, en delator), en microcentro o centro subsidiario, en estación repetidora y amplificadora del ruido informativo y del «discurso de verdad», para lo cual necesita una libertad de movimientos, una autonomía, que el esquema disciplinario no permite con facilidad. Desde ese momento, laautonomía se convierte en un dato –en un «prerrequisito ontológico», como dice Toni Negri–, en una condición previa para las estrategias de control. El toyotismo en la fábrica, los círculos de calidad, el salario según mérito, la oposición y la competencia entre iguales, la promoción y la dineromanía, en fin, la sustitución del concepto de fábrica por el de empresa, el neocorporativismo («todos somos un equipo»), la «descentralización» (y consiguiente proliferación de centros subsidiarios), son algunos de los hitos bien estudiados de este profundo cambio a escala productiva. Del mismo modo, se está dando un proceso paralelo en otros ámbitos antes considerados «no productivos» (ocio, cultura, política, distribución, consumo...) y cuya distinción de la esfera productiva es cada vez más difícil de realizar, hasta el punto que va resultando vergonzante el entregarse a cualquier actividad explícitamente ociosa en momentos o lugares no previstos para ello: ningún ámbito (tampoco el insumiso) se libra de esta cultura trabajista, y actividades que hasta hace no mucho eran cosa de vagabundos y desocupados (escritura, ocio artístico, curiosidad investigadora, actividad política, estudios) hoy se las legitima y recubre de insoportable seriedad considerándolas «trabajo». De esa forma la sociedad se convierte en integralmente productiva, a toda hora y en todo momento, sin excepción, igual al fichar en la oficina por la mañana que al consumir la dosis televisiva nocturna.

En nuestra tentativa de reflexión profunda y radical es interesante tener en cuenta estas transformaciones de lo social a la hora de plantearse formas de cooperación insumisas, liberadoras. De lo contrario, seguiremos funcionando con categorías literalmente arqueológicas, como les sucede a los sindicatos cuando exigen la reconstrucción del tejido industrial, a los políticos «alternativos» cuando hablan de redefinir la «izquierda» (y piensan en partidos de nuevo tipo), a nosotros mismos cuando seguimos situando en el centro de nuestra actividad la lucha contra las disciplinas y los espacios de encierro. Por ejemplo, la lucha contra la represión, por muy radical y crítico que sea su planteamiento, tiene el inconveniente de que se sitúa en el terreno del modelo disciplinario: recordemos –siguiendo a Foucault– que el discurso disciplinario no se rige por las leyes del derecho, sino por la norma, esto es, por medio de mecanismos y técnicas de dominación que no aparecen explícitamente como ejercicios coercitivos, sino como reglas naturales. Ante las tropelías de los mecanismos disciplinarios, tradicionalmente se ha opuesto el discurso de los derechos soberanos del individuo, el discurso «garantista», que lucha para que el poder no sobrepase los términos jurídicamente establecidos. Sin embargo, esa oposición represión/soberanía, basada en criterios contractuales, es del todo inoperante: hoy día, el derecho está completamente invadido por los mecanismos de normalización y por los discursos nacidos de las disciplinas. Por ello, la lucha antirrepresiva, además de ser antidisciplinaria, debería situarse fuera de esos términos garantistas que aluden oscuramente a unos principios contractuales de soberanía, y que no son sino la otra cara de la moneda de la disciplina.

Otro ejemplo de protesta que se sitúa en el terreno disciplinario es la típica exigencia al poder de «más información» («¡queremos saber!»), de tener «todos los datos» para poder opinar o criticar o denunciar... cuando acaso sería más oportuno hacer un esfuerzo por estar desinformados, deseducados: lanzar una posible línea de fuga que nos desconecte del entubamiento audiovisual y poder así, protegidos del ruido ensordecedor que provoca la saturación informativa, vivir de un modo más auténtico que permita conocer los discursos ocultados, los «saberes sometidos» no calificados o descalificados que fluyen por debajo del totalizador (y movilizador) discurso de verdad. Otro ejemplo a un nivel más práctico, igualmente inercia del viejo garantismo, es la clásica recogida de firmas. Salvo en casos puntuales y muy justificados en razón de un objetivo concreto, deberíamos desterrar semejante práctica que sirve en bandeja un método sencillísimo de control. No se trata de fomentar paranoias o versiones finiseculares del Gran Hermano, pero no hay que tener una imaginación desbordante para darse cuenta de que esas hojas –a parte de no servir absolutamente para nada, salvo para tranquilizar alguna buena conciencia– siempre van destinadas a alguna institución o instancia del poder (a menudo directamente a un juez) y, al facilitar alegremente nuestro número–el DNI–, se convierten en un mecanismo muy sencillo para conocer y establecer los movimientos de la gente a lo largo de los años (quién firma qué, cuántas veces, en qué lugar, etc.), en suma, para engordarles gratuitamente sus bases de datos.

De hecho, las estrategias flexibles de la sociedad de control serían difícilmente viables sin el desarrollo electrónico e informático. La abrumadora cantidad de información que se puede manejar y tratar hoy día no es más que una mínima parte de la potencia que los ordenadores irán alcanzando con el desarrollo de la inteligencia artificial –que permitirá, entre otras cosas, su autoaprendizaje, lo que hace difícil imaginar cuál es el límite potencial de esos ingenios maquínicos–. Las tarjetas electrónicas, el número de identificación, entre otros dispositivos, pueden convertirse a medio plazo en mecanismos aparentemente inocuos de uso cotidiano que permitan el control permanente y selectivo en todo momento de cualquier individuo, sin necesidad de ejercer ningún tipo de violencia física o disciplinaria. De hecho, para casos socialmente extremos –los presos– ya se están empleando a modo de prueba pulseras electrónicas que, abrochadas en un tobillo, permiten tener localizado a su portador en todo momento, como alternativa (parcial) al encierro penitenciario.

Pese a todo, parece que el poder sigue siendo incapaz de imponer una ley y un orden universal que no precise de la amenaza y del castigo, lo que acaso se debe a que no es tan sólido e incuestionable como él mismo se cree (o trata de hacernos creer). Conviene anotar también, para no pintar un horizonte de control omnímodo demasiado pesimista, que los sistemas complejos, si bien se muestran cada vez más invulnerables a las modos tradicionales de resistencia, pueden colapasarse irreversiblemente a partir de formas locales y muy minoritarias de respuesta, provocando reacciones en cadena a partir de fuerzas despreciables o de errores infinitesimales. Por ejemplo, cuanto mayor es la dependencia del mando con respecto a los ordenadores, también le hace más vulnerable a formas de sabotaje anónimas, nada estridentes y muy difíciles de localizar, como la entrada en redes informáticas restringidas, los virus informáticos, el pirateo y otras formas de sabotaje con que los hackers desafían al Estado y a las grandes corporaciones privadas. Además, el espacio social autónomo que va sustituyendo a las viejas instituciones normativas requiere de la colaboración individual consciente –ya que deja de existir un centro consciente diseñador de estrategias– e incluso, como sugiere Henri Atlan, precisa de errores y disfunciones para subsistir, lo que se convierte en una tarea progresivamente más difícil de llevar a la práctica sin dificultades, a causa de la tremenda y creciente complejidad del propia sistema. Por su parte, las tecnologías de la información tienen una doble cara y permiten múltiples usos alternativos que –sin caer en «utopías informáticas»– no deberíamos desdeñar, como son la transmisión y recepción inmediata de información a cualquier parte, la comunicación sin mediaciones a través de redes de ordenadores conectados telefónicamente, la posibilidad de tener acceso a datos, tratarlos, hacer trabajos de autoedición como esta revista, dar pie a la expresión creativa a través de una herramienta que ofrece posibilidades que antes no estaban a nuestro alcance, o que costaban mucho dinero y, sobre todo, desmitificar los ordenadores mismos y no dejarse apabullar por la imagen mítica e interesada de artefactos todopoderosos y malignos. De hecho, hay un número indeterminable de usuarios de las redes informáticas que están ya utilizando esa tecnología con fines no siempre relacionados con el trabajo, ocupándose de intereses particulares ajenos a la empresa, estableciendo espacios autónomos con relaciones laterales, no jerárquicas, entre ellos e, incluso, propiciando actividades antagonistas en el interior de esas redes oficiales. Situación compleja donde gravitan lógicas de ruptura y discontinuidad social y donde se atisba una imbricación en el seno de lo social entre dos flujos divergentes: uno que trata de conservar y canalizar lo instituido y otro que lo desborda, lo desprograma y lo disuelve. Ambas lógicas a menudo convergen y chocan en sujetos sociales anómalos e innovadores, lo que puede llegar a producir cortocircuitos y apagones en el propio mando.

En fin, todo un nuevo imaginario social que provoca un movimiento incesante, discontinuo y difuso, de tipo molecular, entre sujetos y masas grupales, articulando nuevas y movedizas figuras de lo social (que no son identidades ni bloques sociales), contrafuegos y respuestas locales, que a menudo hace definitivamente inservibles las viejas categorías al uso de izquierda/derecha, manual/intelectual, individual/colectivo, etc. Acaso estemos ante una mutación de lo social, surgida en un espacio sin referencias: un espacio alejado de las tradicionales formas organizativas representativas y jerárquicas (partido o sindicato), pero también ajeno a la mítica del enfrentamiento simétrico con el Estado o a las lógicas de carácter decimonónico (compromiso activista, agrupamientos contractuales, programas de futuro) que todavía atraviesan y configuran nuestro cotidiano insumiso.