No odiar a los judíos

por Raúl Cerdeiras


Porque eso es lo que buscan los gobernantes de extrema derecha que dirigen actualmente al Estado de Israel. Buscan desatar el fácil sentimiento antisemita que anida en la gente. Cuanto más desastrosa parece una acción de esta batalla desigual e inhumana que se libra en Gaza, más se alimenta ese prejuicio. Es el argumento preferido por los bandidos que hoy gobiernan, cuanto más odio a los judíos más fortalecen su posición de eternas víctimas que no hacen más que defenderse.

Es inútil y errado afirmar que los gobernantes del estado israelí son nazis o se comportan igual que ellos. El pueblo judío siempre fue perseguido por razones religiosas y luego por razones raciales, pero una especificidad de la política nazi es haber instituido el nombre “judío” con un valor político. Hoy ese término dejó de ser de manera principal una cuestión religiosa o racial. Hitler fue el primero que con su persecución y exterminio logró darle consistencia a su criminal proyecto político-ideológico. La constitución del Estado de Israel es una circunstancia compleja pero de naturaleza política (nadie piensa en la religión ni en la raza) y lleva la huella del singular proceso que lo llevó a ser un operador político, económico y militar en Medio Oriente, formando parte en su tiempo de la guerra fría y luego de los intereses de las potencias imperiales que dominan el mundo.

Nadie debe extrañarse que esa condición política que asume el nombre judío sea hoy utilizada por el comando Israelí poniendo detrás de su estrategia política un supuesto ataque a la religión o la raza semita. La ecuación es fácil y conviene tener en claro porqué circula de un lado para el otro y viceversa. La forma en que los nazis persiguieron a los judíos (no se hizo en nombre de la cruz) les dio a este pueblo la posibilidad de entrar a formar parte de una categoría política, y ahora, para defender intereses esencialmente políticos y económicos recurren a su condición de perseguidos por su religión o su raza para justificar sus acciones.

Desgraciadamente el pueblo judío abre la posibilidad de convivir con estas dos facetas. Por un lado es El pueblo elegido y por el otro es la víctima ejemplar y universal. El primer aspecto viene milenariamente tramado en el interior de su religión, su historia y el Antiguo Testamento. No es poca cosa cargar con esa nominación. La segunda es precisamente la consecuencia de la marca que el nazismo le imprimió para transformarlo en un significante político. La presencia de esa víctima ejemplar es el más formidable aprovechamiento ideológico–político hecho por Occidente para decretar que desde Auschwitz en adelante la humanidad tenía un solo fin: que el mal supremo (el nazismo) no vuelva a repetirse.

Lo decisivo no es el mandato bíblico sino haber sido constituido en la víctima ejemplar por el nazismo. Poco a poco va tomando cuerpo el carácter político de “ser judío”. Si el mal absoluto ha producido a la víctima absoluta, y se acepta voluntariamente esa situación, se entra en una zona llena de peligros. Cuando dos “opuestos” se enfrentan bajo la forma de dos absolutos incondicionados, la diferencia entre ellos se vuelve más ínfima que el filo más delgado, de tal manera que uno no puede ser sin el otro. Nunca se sabe si se actúa como la víctima absoluta o como el mal absoluto. Para la desgracia del pueblo judío, el haber recibido ese nombre un significado político por obra y gracia de los nazis les ha dado la chance (que sus gobernantes aprovechan miserablemente) que en su accionar político como Estado nunca se sabe si actúa como la víctima absoluta o como el mal absoluto. Por eso creo que visto en profundidad, es un error acusar a los gobernantes de Israel de nazis, porque esta calificación lanzada desde el “exterior” hace más difícil ver la comunión interior en la que ha quedado atrapado un pueblo que en vez de pensar políticamente lo que le ha sucedido en los campos, se entregó al relato que las grandes potencias de postguerra construyeron para que los pueblos del mundo no tengan más en su horizonte ninguna idea afirmativa de inventar nuevos mundos, sino la resignación de que en el futuro no hay otra cosa que el Mal absoluto, el horror impensable, y que no cabe otra aspiración que la defensiva, que quedó acuñada en la consigna: “evitar lo peor”.

Hace un par de años preguntado el actual ministro de asuntos Exteriores de Israel sobre la solución del problema Palestino respondió: “¿La solución?, muy fácil: Hiroshima y Nagasaki”. Patente se ve aquí esa comunidad del mal y la víctima en su versión máxima. Esta víctima, hija del mal absoluto no puede verse acosada por otra cosa que no sea la reencarnación de ese mal, ante lo cual no queda otro remedio que una respuesta a la misma altura: borrarlos del mapa. Aquí los dueños del mundo le ofrecen el término impactante por el que pueden nombrar a esa resurrección del mal absoluto: terroristas. Pero con una aclaración. Por más catastrófico que pueda ser un mal jamás alcanzará al modelo del mal absoluto: Hitler; y por más que una víctima sea destrozada, nunca se igualará a la víctima absoluta: el exterminio del pueblo judío.

En concordancia con lo que dice el filósofo A. Badiou, cuando la humanidad o un pueblo se piensan a sí mismo como víctima, entonces se abandona la humanidad del hombre y nos reintegramos al orden de la naturaleza, porque es allí en donde se es víctima. Pero si nos consideramos víctimas, tendremos que aceptar la necesidad absoluta de que haya verdugos. Es la barbarie, que hoy respiramos por todos lados, desde los bombardeos en Gaza hasta la matriz de nuestra vida cotidiana comandada por el mundo del lucro y la mercancía.

Ser víctima es la primera condición que el orden mundial capitalista les exige a los pueblos. Una vez que se acepta ubicarse en ese lugar pueden pedirle al Estado todas las reparaciones que consideren pertinentes, y según las circunstancias podrán tener mejor o peor suerte en sus reclamos, pero el poder descansará tranquilo porque jamás darán el paso para salir de esa situación que han adoptado como natural.

Por eso no hay que caer en la torpeza de odiar a los judíos creyendo tomar un lugar fácil para oponerse a acciones que indignan. Hay que colaborar como se pueda para sacarlos a ellos, junto con todos los pueblos del mundo, de la situación humillante de ser la víctima absoluta y ejemplar. Porque de ese lugar, si no se piensa en término de una política igualitaria, emancipativa y destinada a todos,  sólo se sale por medio del mal absoluto, es decir, no se sale.

El arte de la música le sirve a Barenboim para indicarle al mundo que la verdad del arte atraviesa todas las identidades, que está dirigido a cualquiera. La verdad de una política que busca emancipar a los pueblos y no gestionar su esclavitud, también debe tener esa capacidad, sino se desliza al fracaso. Si hoy resulta imposible que palestinos e israelitas puedan convivir bajo un mismo territorio común gobernado entre ambos, sin embargo es de desear que nunca desaparezca esa idea para seguir intentándola como la espina dorsal  de una nueva política que los pueblos allí comprometidos puedan empezar a tejer, fuera de la órbita de las sinagogas y las mezquitas, de los Estados y su petróleo.