La “participación” como explotación del cuerpo politizado

por Martín J.P. Weber



Anoche vino a cenar a casa mi amigo troskista, mi único amigo troskista, al que, como no podía ser de otro modo, lo llamamos el trosko. Hicimos el colegio y las primeras materias de la facultad juntos y jugábamos en la misma canchita. Luego se hizo trosko. Y después político troskista, profesional. A pesar de eso mantenemos una fornida amistad que se renueva el tercer miércoles de cada mes en Pippo. Centralmente, entre panes embebidos en tinto y tuco, hablamos de política.

Podría reescribir El Capital con toda la data que tiró sobre las muchas fábricas en conflicto (elementos dinámicos, dijo, de un fenómenos que crece, lenta pero inevitablemente, y cuyo principal efecto es el incremento de la conciencia de los trabajadores, evidenciando la fragilidad con la que este “bonapartismo sui generis” –siempre “anómalo, inestable e incompleto”, dijo para mi sorpresa– intenta tapar la explotación). Del genocidio en Gaza a los votos en la FUBA, de todo lo que dijo, en clave analítico-dialéctica con tendencia al chusmerío, quedé prendido de una palabra: participación. La dijo cien veces, y cada vez me resonó a las cien anteriores que la había escuchado. Raro en la izquierda troskista, más bien célebre por su sectarismo (¡No fue otro que él mismo quien me enseñó, hace años, a desmontar los discursos progres de la “participación”, contraponiendo la más auténtica instancia de la  “organización” y la “decisión”)

Y bien: al oír salir de su boca esa palabra clave –y tan cara– al progresismo me di cuenta de inmediato de que los troskistas estaban, por primera vez en años, intentando hacer política en serio. Y tomarse en serio la política conduce a estas imposturas: impulsar a  “participar” es un gesto que habilita, invita, induce, intima a la acción a aquel a quien se considera en estado o actitud de pasividad. Es registrar un valor potencial en la actividad que el otro aun no hace y debería hacer a partir de la convocatoria que se le dirige.

Pero, ¿cómo entender la insistencia en que uno, alguien, participe de algo; como si cada quien no participara ya de lo que quiere participar? O como si uno no se diera cuenta de algo: de que llamando a la “participación” (en la política, en un partido, en una actividad de un grupo de amigos, en una fiesta, en una jornada de trabajo voluntario o en una charla-debate) lo único que se consigue es crear artificialmente una distancia entre el convocante –raro sujeto que en ese acto se atribuye un lugar emancipado y redentor sin haberse emancipado o redimido absolutamente de nada– y el convocado –a quien se intenta quitar de su pasividad, o de su alienación, o re direccionar hacia las propias redes.

Quien convoca pretende extraer un beneficio del convocado, de extraerle, en cierto modo, plusvalor. Porque, en efecto, la participación es una actividad valorizante. Quien participa crea un plus-valor del que se apropia el convocante que luego usará de los modos más diversos; en algún caso, e invocando equivalencias más bien dudosas, se volverán votos, en otros materiales de trabajo, en otro, fuente de legitimación para alguna consigna o reclamo. Una nunca del todo advertida cuestión de modales permite ahora al troskismo ocultar esa extracción de plusvalor vía el eufemismo de la “participación”.  

Precisábamos en textos anteriores: durante años estuvimos presos de la política de los cuerpos en la que, precisamente, la participación, el “meterse más” era un valor indiscutido y fuente de legitimación, tanto propia como “política” (miles de asambleas, festejos colectivos, plenarios, reuniones fracasan por semana causa de la escasa participación). Precisábamos, ahí, las metáforas vinculadas a “poner el cuerpo” como base indiscutida de la política: sea creando y experimentando con el propia corporalidad en los ’60, sea agarrando un fierro y poniéndolo en juego en los ‘70, se destruyéndolo por el Sida y la merca en los `80, sea entregando toda pulsión vital al consumo, a la vida boba, en los ’90. Luego, lo dijimos lungo: no es posible seguir pensando una política del cuerpo –y, por lo tanto, una noción de “participación” – si no se presta mayor atención a las condiciones de nuestro presente, a las prácticas y hábitos que hacen cotidianidad, a las reglas (implícitas) y valores (cero elaborados). De ahí la sabiduría actual de lo que el trosko llama bonapartismos sui generis: logran colar, tras esa idea de participación, la “adhesión” como la política sin cuerpo. Un nuevo capítulo (¿el último?) de una relación (muy propia de la segunda mitad del siglo XX) que hoy solo puede enunciarse en lenguaje de congreso universitario: los jóvenes y la política.

Y así y todo se insiste con la participación (y no solo los troskos, por cierto…), del modo que sea, incluso adhiriendo. Pero tanta insistencia no logra tapar una pregunta que se cae de madura que le hago, miércoles tras miércoles, a mi amigo troskista (y a mis muchos amigos militantes) es la siguiente: ¿por qué habría de interesarnos promover la participación? ¿Por qué oficiar de la indigna tarea de generar “más deseo” y “entusiasmo”? ¿Es seguro que tal cosa vale la pena? ¿Para qué? ¿No será que lo que en realidad buscamos desesperadamente es nuestro propio entusiasmo arrumbado y que, no sin cierta torpeza, aspiramos a reencontrar nuestro propio entusiasmo en el acto injustificado de encender el entusiasmo de los demás? La política tomada en serio, la que apela (como los estudios de mercado) al goce del cuerpo y al entusiasmo del alma es el más reaccionario de los nihilismos.

Pero, ojo, no se crea que solo el troskismo, o la izquierda, impulsan a la participación. Esta semana se difundió un curso de “entusiasmo” para dirigentes políticos del PRO. Los ejes eran: a. “Positividad inteligente”, b. “Entusiasmo y superación del melodrama” y c. “Ganas de vivir”. Estos talleres son una deriva de otros que el mismo “filósofo” dictaba como “capacitaciones” para empresarios. También la derecha  busca su punto de apoyo e impulsa la “participación” (positiva, entusiasta, vital), compartiendo la misma ilusión de las izquierdas en los cuerpos. Lo dicho: el nihlismo dominante de los cuerpos no distingue ideologías políticas.

Con todo, y a esta altura del partido, es evidente cómo la inconsistencia de la noción de participación es proporcional a la exterioridad desde la que se la enuncia. Supone un mundo explicable mediante mecanismos muy básicos,  poblado de voluntades auto-conscientes. De otro modo, le atribuye a las ganas un papel nodal, desmedido. Porque con las ganas sucede como con los amores de verano: solo duran una estación. E decir, hasta que son reemplazadas por otras ganas (un taller de fotografía, un viaje, un laburito). Ergo: niveles exiguos de implicancia e intensidad. No hay necesidad, pero tampoco deseo. Es lo que los cuerpos pueden, me dirán (aunque uno nunca sabe). No es distinto a lo que venimos sosteniendo: la desproporción entre la tarea enunciada y el tiempo/cuerpo/afecto disponible.

Y es entonces cuando la noción de “participación” adquiere su real espesor: la política de los cuerpos encuentra su declinación material (y por eso no menos virtual) en las redes, en la web. En la incorporeidad más absoluta, el virtuoso juego de la participación repone la política allí donde, sin cuerpo, se la creía imposible: en la comunidad y operando, centralmente, por sustracción (el “preferiría no hacerlo” del Escribiente).

Con todo y al fin de cuentas, la distinción que nos importa no es la que se da entre cuerpo real y tecnología virtual, sino que entre aquellos que sigue buscando el sentido de la vida extrayendo plusvalor a los cuerpos y aquellos que encontramos en la no participación y en la no apelación a los cuerpos, incluso, en la sustracción, el inicio de una civilización más serena, menos competitiva y violenta, y más gozosa del tiempo y de las riquezas de la cultura.