La izquierda sin sujeto
por León Rozitchner
"En tanto que nosotros les decimos a los obreros: 'Vosotros tendréis que pasar por quince,
veinte, cincuenta
años de guerras civiles y guerras nacionales, no
meramente para cambiar
vuestras condiciones, sino con
el fin de cambiaros vosotros mismos y volveros aptos para el poder político'".
Marx, 15 de setiembre
de 1850
La rigidez no es un atributo sólo de la derecha, así como el realismo no es una virtud que convenga siempre a la izquierda.
Es fácil verificarlo: los que están a la izquierda —muchos de ellos— se complacen en hablar de las "leyes de la dialéctica",
de las "leyes del desarrollo económico", de las "leyes de la lucha de clases" y de la "necesidad histórica de la Revolución",
todo lo cual encuentra su término en
una certeza final: el necesario tránsito del capitalismo al socialismo. La lógica es aquí de hierro: cada revolución que triunfa confirma
el determinismo de la historia.
Pero ¿esta certeza es para nosotros suficiente? Porque, cabe preguntarse: cada revolución que no
llega a realizarse, cada revolución
que fracasa, ¿qué
determinismo niega? ¿A cuenta de qué irracionalidad
debe ser colocada?
¿Quiere decir, en resumidas
cuentas, que no era entonces necesaria?
No es que
queramos convertirnos en una
excepción a la ley histórica. Sucede
solamente que por ahora nuestra
propia realidad nacional, así
ordenada y regulada por esa necesidad irónica a la que también estaríamos sometidos, se niega
tenazmente a seguirla sin más, para
certificar lo cual basta una mera inspección de lo que a nuestro
alrededor aparece dado. Pero lo dado, a pesar de que su rostro no sea el que promete la esperanza que racionalmente depositarnos en él, para el optimismo obcecado
de cierta izquierda
tiene necesariamente que
dejarse regular por estas leyes y esta necesidad exterior la cual, sin embargo, no alcanzamos a ver ni cómo ni cuándo orientarán y dirigirán un proceso que nada por ahora anuncia. ¿Deberán ellos, los optimistas, quedarse empecinadamente con la racionalidad, para permanecer
nosotros, que señalamos la carencia,
atados a lo irreductible, a lo irracional? El punto común de partida es el siguiente: el "deber-ser" está, por definición, en este ser actual. Hasta aquí se justifica
la confianza en la razón. Pero confesemos lo que ellos no se atreven, lo que nos
falta para dar término al proceso: que no sabemos cómo ponerla en marcha, cómo hacer para hacemos cargo y cumplir esta obligación de cuya realización estamos, unos a otros, todos pendientes.
Para salvar el escollo
parecería que esta izquierda optimista también está teóricamente a cubierto y tiene a las "leyes de la dialéctica" de su lado:
¿acaso no hay —se dice— salto
cualitativo del capitalismo al socialismo? Pera ni tanto ni tan poco: ese salto no es un brinco que con la imaginación
vayamos a pegar sobre el vacío. Ése salto imaginado
es un tránsito real que, de no ser enfrentado, encubre con su vacío el
trabajo y la reflexión que todavía
no fuimos capaces
de crear. Constituye, digámoslo, el núcleo de irracionalidad vivida que nuestra
izquierda es todavía incapaz de reducir, de convertir en racional.
Para no perturbar la certidumbre racional en la que se apoya la
ineficacia de izquierda, y que de alguna manera nos alcanza su propio consuelo, ¿deberemos acaso
ocultar el abismo que separa nuestras
esperanzas de una realidad
que no se deja guiar,
lo comprobamos a diario, por el modelo con el que la pensamos? Porque el fracaso y los zigzag de la izquierda, los seudopodios que emite hacia afuera para reconocer sus posibilidades de
acción, la heroicidad individual o de grupo que segrega e intenta iniciar el proceso por su cuenta, vuelven a señalar
la carencia de una elaboración común, de un sentido
pensado en función de sus fuerzas
y de su realidad: sacrificio estéril que puede ser
grato al autoaprecio que tenemos para con nosotros mismos, pero no ante la
objetividad precisa de los hombres.
El hecho al cual llegamos, por demás decepcionante, es éste: par más que juntemos todas las racionalizaciones parciales de la izquierda,
con todas ellas no hacemos una única racionalidad valedera. ¿No será
esta inadecuación la que impide que la realidad vaya a la
cita que nuestra racionalidad quiso
darle?
Debería ser evidente que las interpretaciones teóricas reducidas a lo político-socioeconómico no bastan para justificar
el hecho de que la revolución, tan esperada entre nosotros, no haya acudido
a las innumerables citas que la izquierda le dio. Todas éstas son explicaciones con exterioridad, donde la
distancia que media entre el contenido "objetivo"
—datos económicos, políticos,
históricos, etc.— hasta llegar a la densidad
de nuestra realidad
vivida, deja abierto
un abismo de incomprensión
que no sabemos cómo llenar. ¿Qué agregar a la necesidad
ya descubierta a nivel teórico en la experiencia histórica del marxismo para que sea efectivamente necesaria? ¿Cómo llenar ese déficit de
realidad por donde las fuerzas represivas y la inercia de la burguesía
desbaratan, entre nosotros, toda teoría revolucionaria? ¿Cómo producir esa síntesis que nos lleve al éxito, cuya fórmula racional, el apriorismo revolucionario parecería
habernos dado, pero que no nos llega con
los detalles precisos que permitan encaminarla en la sensibilidad de nuestro propio proceso social? El problema sería
éste: el marco
"formal", teórico,
de la revolución socialista, que juega para nosotros
como un a priori — puesto que no surgió de nuestra experiencia sino de una ajena— está ya dado, para todos, en su generalidad. Pero su necesidad
efectiva sólo aparecerá para nosotros a posteriori, cuando nuestra experiencia lo
certifique: cuando realmente la revolución se haya realizado. Pero
si vamos viendo que la racionalidad ya
dada, tal cual la recibimos, no nos sirve para hacer el pasaje a la revolución ¿para qué confiar
en ella, podría preguntarse, puesto que
sólo se la descubriría como necesaria sólo una vez que la revolución fuese hecha,
pero mientras tanto no? Entre lo pensado y lo real estamos nosotros, absortos en el pasaje.
Así sucede con la "novedad" que nos sorprende en cada revolución inesperada: estalla
allí donde la necesidad racional
en la forma general con que la utilizamos, no establecía la imperiosidad de su surgimiento. ¿Cómo, entonces, fue posible? ¿Fue la suya una irrupción
contra la razón? Y si no, ¿quién creó la nueva racionalidad de ese proceso
innovador? ¿Cómo fue posible que nuestra racionalidad no la
contuviera? Se entiende que con esto
no queremos negar la racionalidad marxista; sólo queremos mostrar que
una racionalidad a medias es a veces más nefasta que la falta completa de racionalidad. Y por eso nos
preguntamos: ¿no será que pensamos la revolución con una racionalidad inadecuada? ¿No será que vivimos
la racionalidad
aprendida del proceso revolucionario fuera del contexto humano en el que la racionalidad marxista desarrolla su pleno sentido?
¿No será que estamos pensando la razón sin
meter el cuerpo en ella?
La pregunta
que me planteo, necesariamente teórica,
es entonces ésta: ¿de qué modo comenzar a comprender esta realidad, de qué
modo
modificamos para hacer surgir en su seno ese futuro revolucionario que, preciso será reconocerlo, somos por ahora tan incapaces de promover como de despertar en los demás? ¿Cómo hacer para que lo que cada uno de nosotros
asimila de esta realidad cultural nos hable, nos
forme, nos prepare como hombres incompatibles
con esta realidad misma que sin embargo nos constituye? El problema es temible: ¿cómo
poder producir nosotros lo contrario
de lo que el capitalismo, con todo su sistema productor de hombres, produce? Dicho de otro modo:
¿cómo remontar la corriente de la disolución, esta degradación de lo humano que parece estar inscripta en la necesidad de su desarrollo?
¿Cómo introducirnos nosotros en ese breve margen que, entre sístole y diástole, se abre en cada hombre como para que la revolución sea sentida
como su propia necesidad?
I.
Tratemos, a partir de este planteo,
de comprender sintéticamente el problema que enfrenta toda "cultura revolucionaria". Si el objetivo
que se persigue es la formación de hombres adecuados al trabajo de realizar la revolución, sabemos entonces proponer algunos supuestos básicos que no se detengan sólo
en el plano político sino que deben alcanzar también al sujeto que interviene en él.
1) La cultura capitalista es
desintegradora, a nivel del individuo,
del proceso de integración que, en
niveles parciales, promueve.
Esta
distancia que media entre lo que el sistema de producción
hace, y lo que el individuo conoce, le introduce
este carácter disolvente de su
propio sentido. A nivel individual significa que el proceso social,
que se realiza merced a la contribución de todos los hombres que forman
parte del sistema de producción, no puede
ser aprehendido ni pensado en su unidad por ninguno
de ellos: sería revelar el secreto de su desequilibrio y de su aprovechamiento. Pero esta unidad real que
se oculta y] se deforma exige,
para desarrollar sus contradicciones y
objetivarse para los hombres, la toma
de conciencia de quienes la integran. Más sucede que el sistema también
formó al sujeto mismo
que debe pensarlo
La tarea no es simple: para lograrlo es preciso vencer el determinismo de clase que lo
abstrajo al hombre de su relación con la totalidad del
proceso: devolverle lo que el sistema le sustrajo. La eficacia que buscamos para actuar dentro
del sistema capitalista requiere
tornar evidente la estructura del
campo total en el cual cada acto se
inscribe.
2) Las "soluciones" capitalistas mantienen
la persistencia en el desequilibrio y la desintegración.
Esta necesidad de superar la contradicción en la que los individuos de una clase se encuentran respecto de otra, se halla sometida a formas de solución oficiales, respecto de las cuales las verdaderas soluciones aparecen como clandestinas y fuera de la ley. Las soluciones
ratificadas por la cultura burguesa,
adecuadas a sus categorías de ordenamiento y de acción; son las que mantienen, en vez de resolver, estos desequilibrios. El individuo
sometido al sistema de producción capitalista — producción de objetos tanto como producción de ideas— encuentra preformados en la cultura que recibe —en sí mismo— aquellos modelos de solución que
vuelven nuevamente a sumirlo en
el conflicto y a condenarlo a la frustración y a la falta de salida.
3) La
desintegración producida por el sistema
capitalista forma sistema con el hombre desintegrado en el cual el capitalismo
se objetiva.
Desintegrar al hombre significa introducir en él, como vimos, la imposibilidad de referirse coherentemente al mundo humano que lo
produjo. Es, por otra parte; impedirle tomar conciencia de su propia unidad como centro
integrador de toda referencia
al sistema que sin embargo pasa por él. El hombre escindido de la cultura capitalista —en cuerpo y espíritu,
en naturaleza y cultura, en
oposición a los otros, y todo dentro de sí mismo— sólo puede adaptarse
y establecer escíncidamente su coherencia con
la estructura del mundo burgués
al cual refleja. Esta
falsa coherencia, la única ofrecida como posible,
deja fuera de sí, como ilícita, la única esencialmente humana: la que se basa
en el reconocimiento del hombre por el hombre.
Algunos
niveles de este proceso de sometimiento están ya sujetos a la crítica —por
ejemplo, en la estructura económica, política, pero aquí mantienen su sentido sólo dentro de la abstracción científica capitalista, sin sintetizarla a nivel humano. Por el contrario, en otros niveles este trabajo crítico todavía no fue hecho: aquél, por ejemplo,
que analice la correspondencia y la homogeneidad que existe entre a) el
individuo producido por la cultura
burguesa y b) las formas justificatorias del proceso de explotación
que esa cultura adopta a nivel de las
formas de la afectividad, de las categorías de la acción y del pensar, etc. La dificultad de este análisis es evidente: significa la puesta en duda radical de uno mismo y reconocer hasta qué punto, profundamente,
hemos sido constituidos por ellas.
4) La
salida de la contradicción en la que estamos viviendo no puede ser pensada con
la racionalidad burguesa; debemos descubrir una
racionalidad más profunda
que englobe en una sola estructura, partiendo desde la experiencia sensible de nuestro
propio cuerpo, nuestra
conexión perdida con los otros.
La única salida —pensada a nivel teórico y más general— consiste en suplantar el ordenamiento humano burgués (contradictorio no sola mente a nivel lógico,
sino destructor del hombre a nivel humano) por una racionalidad y organización revolucionaria (coherente en ambos niveles) que le permita al individuo concebir ese comienzo de coherencia
que dé sentido revolucionario a su actividad
en todos los niveles de la realidad social. Este proceso no abarca sólo el sistema económico de producción, sino también el orden que aparece en las categorías de
pensar y de sentir que genera a nivel individual.
Cuando hablamos de racionalidad no nos referimos
entonces a la racionalidad
abstracta, puro esquema ideal que
ningún cuerpo anima; sino
a una
teoría que, en tanto esquema
de conciencia, englobe lo sensible del individuo, su forma humana material, hasta alcanzar desde ella un enlace
no contradictorio con la materialidad sensible
de los otros. Esto requiere,
como objetivo, el tránsito
hacia un sistema
humano de producción que le dé término.
5) Es
preciso que el individuo revolucionario se descubra como fuerza productora,
pero no sólo en el nivel político-económico,
para incorporarse materialmente a
la crisis del sistema.
Marx no habla sólo de las condiciones materiales
de producción en el sentido "economicista" de los términos: toda sociedad humana no es productora básicamente de cosas, sino productora de hombres. Todo sistema de producción entra en crisis
porque su producción de hombres, que involucra la producción de las cosas y las técnicas
y las relaciones adecuadas (hombres divididos, hombres sin satisfacción,
hombres sin objeto) producen
la crisis. Fuerzas productivas y formas de producción son formas humanas. Es verdad que el sentido de la producción de hombres se revela en el modo
como los hombres se objetivan
en las cosas: en cómo las producen y son, indirectamente, producidos por ellas. Aquí nos volvemos a preguntar: ¿hemos desarrollado,
nosotros, los que militamos en la izquierda, nuestra propia fuerza productiva? ¿O estamos, privilegiadamente, al margen del
sistema de producción?
6) El descubrimiento de la racionalidad
revolucionaria requiere descubrir la
contradicción instaurada por la
burguesía en el seno del hombre revolucionario.
La cultura
burguesa, se va viendo, abre en
el hombre un ámbito privado, íntimo —unido a lo sensible—
separándolo del ámbito social —el orden racional, lo externo— que sin embargo lo constituyó. Mantener esta
separación en el militante de izquierda, dejar librado a la derecha
lo que se
piensa que es efectivamente el nido
de víboras del sujeto, significa introducir
y sostener un componente irracional en el seno de
una racionalidad que engloba sin comprender, tanto lo objetivo
como lo subjetivo. Y esto a pesar de que esta racionalidad pretenda pasar
por revolucionaria. Semejante
separación, en el centro mismo del hombre, lo desconecta del proceso
histórico que lo produjo. Esta racionalidad
al garete, excéntrica, que nunca encontrará entonces
la tierra firme de una subjetividad, queda a merced de toda autoridad
y sirve de ingenuo
apoyo a toda política oportunista en el seno de la izquierda. Escisión que nos condena
a buscar la coherencia racional en el
orden social — proceso de producción económica, científica, etc.— sin poner la propia significación personal en el proceso, nos lleva
a la búsqueda de una comunidad humana posible
pero abstracta, sin contenido, que desaloja el índice subjetivo
que aparece en lo sensible —a la persona misma en lo que tiene de más propio— como punto de apoyo para alcanzar los fines proclamados. Sólo le queda una racionalidad aprendida, coagulada,
para alcanzarlo. Lo subjetivo, lo
contenido, lo aparentemente
irreductible a los otros porque se transforma en el lugar de la desconfianza, se convierte así, aún dentro de la izquierda, en un ámbito clandestino donde se elabora
la dialéctica cómplice del compromiso, de lo no confesable
ni transformable: aquello que persiste
igual a sí mismo pese a todo proyecto político y a todo cambio
social. Aquí se yerguen, indomables,
las categorías burguesas que
perseveran en el revolucionario de izquierda.
Y son estas mismas categorías, que se pretendía haber radiado, las que siguen determinando la ineficacia de izquierda: porque nos dejan como único campo modificable lo que
la burguesía estableció como objetivo,
como visible, como externo: ese campo social sin subjetividad, sin humanidad, donde el hombre —a medias, incomprensible para sí mismo, inconsciente de sus propias
significaciones y relaciones— mira y
actúa sin comprender muy bien quién es ese otro
con el que debe hacer el trabajo de la revolución. Así podremos darnos la
presunción de actuar, hasta de jugarnos la vida, pero en realidad
mantenemos tajante, burguesía
mediante, la oposición creada entre el sujeto y
la cultura, que es el fundamento de la alienación burguesa. La forma cultural
burguesa nos separa, contra nosotros mismos, desde dentro de nosotros
mismos.
7) La incorporación del sujeto de la
dialéctica revolucionaria es un I momento necesario en el
descubrimiento de la verdad del proceso.
Toda cultura
revolucionaria debe, entonces, volver a anudar esa relación
fundamental
quebrada en el sistema escindente y dualista de la burguesía para que el individuo
pueda convertirse él mismo en índice cierto, en creador y
verificador de la realidad.
El descubrimiento de esta relación que yace oculta en
nuestra cultura no se da inmediatamente: es, como sabemos, producto
del análisis, de una experiencia reflexiva
que enlaza lo visible a lo invisible —quiero decir, a lo que por no verse tampoco se sabe. Pero es preciso agregar
que no es producto de cualquier análisis,
sino de aquél que liga al
sujeto con la actividad transformadora de la realidad,
cosa que sólo se logra en función de una organización
racional revolucionaria. Porque esta
organización es el único ámbito de
conocimiento que, desbaratando los falsos
límites racionales de
la burguesía; comienza a elaborar una racionalidad
adecuada a la solución de sus
contradicciones, puesto que
es el único que contiene la necesaria modificación
de todo el sistema para darles término.
8) No hay tránsito de la racionalidad abstracta
de la burguesía hacia la racionalidad concreta revolucionaria si el sujeto mismo no es el mediador
en quien este nuevo ordenamiento comienza a surgir como posible.
La organización revolucionaria que, concebida como organización política, gana paulatinamente todos los campos de la realidad social y los engloba en una actividad única —económicos, gremiales, científicos, familiares, etc.— no hace sino extender y
prolongar esta racionalidad incipiente
que tiene, en tanto proceso de verificación, la forma de hombre. Es precisamente en esta forma humana donde la necesidad
sensible, pero acordada a los otros,
verifica su entronque con las formas racionales de producción.
Sintetizando: toda cultura revolucionaria supone el descubrimiento de la escisión,
de la incoherencia y del conflicto
individual a nivel del
sistema productor de hombres de la burguesía.
Pero queremos acentuar aquí sobre todo otro aspecto: también supone descubrir la tenaz
persistencia de las categorías burguesas en el sujeto revolucionario —y que no se corrigen por
la sola participación en un proyecto político
de mortificación del mundo. Este peligro caracteriza a nuestras formaciones de izquierda: como no hemos podido pasar a la realidad, nos
encontramos aún realizando la tarea de tornar concreta nuestra decisión, eme se mantiene
todavía a nivel imaginario:
pasar de nuestra
pertenencia a la burguesía hacia el ámbito de
la revolución. Pero puesto que todavía no hemos encontrado cómo hacerlo y, por lo tanto, necesariamente formamos
sistema con el sistema
de
burguesía,
no
hemos podido
verificar la
certidumbre de este
pasaje.
Lo
que
planteamos viene a querer decir lo siguiente:
¿cómo darnos un índice objetivo para leer nuestra inserción efectiva en el proceso
revolucionario? Muchos, por el mero hecho de la militancia, ya lo tienen resuelto. Pero participar en las diversas
organizaciones de izquierda no es una garantía para afirmar que estamos en la verdad del camino. Y podríamos agregar: la lectura "científica" de la realidad
objetiva aunque sea "Marxista", tampoco es un signo suficiente, si bien es necesario, pues siempre será una lectura en perspectiva —para mí,
para varios, para un partido— respecto de aquellos en quienes esos índices
adquieren relevancia y significación.
En este trabajo acentuaremos los caracteres
que definen la actividad del sujeto.
Este acentuamiento tal vez nos lleve a pecar por exceso, puesto que pondremos como fondo, sin destacarlos,
los procesos colectivos ya suficientemente subrayados por la actividad crítica
de la izquierda.
II. Por qué se necesita
la radicalización de lo subjetivo en el proceso revolucionario.
Si creyéramos en la cultura
revolucionaria a la manera como la burguesía
cree y ejerce su poder de formación de hombres, la cosa sería fácil: bastaría con darle al sujeto aquello que, proviniendo de la cultura, sirve para ubicarlo en el proceso de la división
del trabajo social,
precisando su tarea y colocándolo en su sitio.
Pero no es ese el objetivo
de la izquierda. Mediante este procedimiento los fines burgueses
se logran, pero los fines marxistas se pierden:
no se lo convierte al sujeto en activo reorganizador de la cultura que asimila. Por el contrario, se lo pasiviza.
No hay misterio en
este resultado: la ideología
burguesa que atraviesa toda nuestra cultura
es la contraparte necesariamente adaptada a un sistema de producción
que requiere del sujeto una adhesión plena y limitada a los objetivos
del sistema. Esta ideología
se hace sustancia en el sujeto, se encarna
como
modo de ver en él: no le permite hacerse cargo de su propio proceso de formación. La ideología burguesa remacha la adhesión del
sujeto al mundo que lo produjo, haciendo
que su conciencia prosiga, inmutable, el camino de su "naturalidad": su vida es directamente
histórica, no toma conciencia de su llegar
a ser consciente; refleja meramente el mundo que la produjo. Esta vida que se asienta
en la ingenuidad de su cultura
considerada como absoluta es la conciencia inmediata, sin reflexión, que no introdujo en su propia actividad
consciente aquello que le permitiría su pleno ejercicio: el saber de la formación de sí misma. Queremos decir: no deshizo la trampa de la
cultura que la formó. El sujeto no se convierte aquí en el lugar en el cual se elabora la verificación de la cultura.
¿Cómo podría hacerlo si la adecuación aparece para él invertida? Su persona no está adecuada
al mundo, piensa porque el mundo la introdujo
—lo cual le permitiría modificarla modificando al mundo— sino porque coincide, milagrosamente, desde
el punto de vista del sujeto, con la estructura social.
Tal para cual: la propia subjetividad es confirmación de la ancha y común objetividad. Este aparente milagro de la adecuación del individuo
a la burguesía, que inmoviliza la subjetividad, encuentra su plácida confirmación
en la afirmación de sí mismo
como absoluto, certeza
de ser
que se confunde con la permanencia
acorde del mundo objetivo
capitalista.
Pero las cosas no varían solamente porque se
haya cambiado la coincidencia "milagrosa"
del sujeto con el mundo capitalista por la coincidencia "milagrosa" con el mundo de la revolución. Primero, porque el
hombre que quiere hacer la
revolución viene de la burguesía, y si hubiera coincidencia inmediata, sin proceso, entre lo subjetivo de
la persona burguesa y lo objetivo de
sus ideales revolucionarios, señal
sería de que estamos en un equívoco:
no podemos con el ser burgueses darnos sin más una estructura racional
revolucionaria verdadera a
nivel político: con el contenido
sensible burgués no podemos encontrar la forma revolucionaria adecuada. Este tránsito es un trabajo,
pero no delegable: para realizarlo debemos participar en una dialéctica que elabore el pasaje y, movilizando las significaciones vividas en
nuestra propia formación burguesa,
las debemos hacer participar
en un proceso paulatino de modificación. No hay una fórmula para todos; el tránsito es necesariamente único porque
cada uno tiene, por sí mismo, que deshacer el sentido que aparece dado en un orden, e inscribirlo en otro. Aquí se abre el ancho mundo de las complicidades y renunciamientos, que no siempre nos atrevemos a enfrentar. Porque este proceso significa, al mismo
tiempo, modificación de todo el contenido
subjetivo, de las estructuras
racionales y afectivas de toda la
persona de izquierda, ¿cómo podríamos decir que hay una racionalidad que desde el individuo se prolonga para continuarse, coherente, con la revolución, si la razón no deshace las trampas de nuestra
clandestinidad y nos ordena de otro modo? Esta clandestinidad que la burguesía abrió en nosotros no es solamente el lugar de la complicidad: es la morada
del deslinde histórico, de una temporalidad que sentimos infinita, radicalmente opuesta
a la histórica, porque es el lugar de la ensoñación donde yacen todos
los anhelos incumplidos, todas las frustraciones abandonadas (hacia afuera) pero conservadas (hacia adentro). Pasar de lo infinito a lo finito, de lo imaginario
a lo real: esta tarea antes asignada a los dioses,
esta conversión del cielo propio en la tierra común es, ni más ni menos, la cura que la revolución trae al hombre. Sí, es cierto que parece exagerado: pero
¿cómo el hombre enfrentaría por la
revolución la muerte si en ello no le fuera
la vida? Volvamos nuevamente a la formulación más general: para ir con nuestra conducta
incidiendo en el mundo de la burguesía para arrastrarlo
hacia la revolución no hay otra salida:
tenemos que convertirnos, a partir de las formulaciones
más amplias que la teoría
y la actividad revolucionaria nos adelante,
en el lugar activo de la verificación de las estructuras burguesas sobre las cuales nos toca incidir. Y esa primera encarnación de la estructura burguesa que enfrentamos, ¿no lo somos acaso, nosotros mismos? ¿No somos, al mismo tiempo,
obstáculo y remoción? ¿No hemos sido, de punta a punta,
de pelos a uñas, hechos
por ella? Pero no decimos que haya que modificarse primero uno, para pasar luego
a lo otro. Decimos que en la modificación que perseguimos en el mundo debemos jugar nuestra
propia transformación:
debemos objetivarnos hasta
tal punto en lo que hacemos como para enardecer las cosas
del mundo, porque habremos
pasado nosotros mismos a las cosas. Lo contrario sería condenarnos a la ineficacia, o creer que basta con el esquemita racional de la teoría marxista para actuar en la actividad política, mientras
se posterga esa otra modificación sensible para tiempos de menor urgencia. Justamente lo mismo que hace la burguesía con los principios ideales siempre transgredidos: el ser del hombre podría esperar
hasta que termine el proceso
revolucionario y todo, entonces sí,
esté preparado para recibirlo. Hasta
que nos sorprenda la muerte.
Sospechamos que sin esta
transformación el proceso no es efectivamente revolucionario. Sostengo que sin modificación subjetiva, sin elaboración de la verdad de la situación total en la que participa
el hombre, no hay revolución objetiva. En todo caso: no hay revolución en el sentido marxista.
Para resumirlo
en pocas palabras: pasar de la cultura burguesa a la cultura revolucionaria
significa enfrentar la siguiente dificultad
básica:
1) describir
la contradicción del sistema burgués en todos los niveles de la
producción social (económico, político, moral, etc.);
2) descubrir la permanencia
de la contradicción, la permanencia de la estructura burguesa, en el individuo
mismo que adhiere
al proceso revolucionario.
Podríamos pensar que la primera dificultad; aunque parcialmente,
se ha ido resolviendo. Pero el sentido con que fue resuelta depende,
es forzoso, de cómo se haya enfrentado la segunda dificultad. Pensamos que si tampoco se realizó
entonces bien la primera tarea, esto sucede
porque de todo el proceso de tránsito de la burguesía a la revolución falta
realizar el segundo movimiento:
ver cómo la burguesía está en
nosotros como un obstáculo para comprender y realizar el proceso revolucionario. Afirmo, en una crítica que
también me incluye personalmente, que no hemos tornado a la propia transformación en campo de experiencia de la teoría y de la práctica
revolucionaria. Que hemos permanecido, aceptémoslo o no, en la escisión.
III - La racionalidad teórica revolucionaria no establece la adecuación precisa del individuo a la historia; nos da sólo el esquema de una adecuación
posible.
No se diga que esta necesidad
—que el sujeto y lo subjetivo esté presente— es una complicación burguesa. Seamos coherentes. Si creemos que hay ya una racionalidad teórica revolucionaria que no requiere encontrar
su término creador en el sujeto, ¿qué concepción del hombre aceptamos? Volvemos lisa y llanamente
al dualismo que divide al hombre en sensibilidad propia y racionalidad externa, que abre un abismo entre lo subjetivo
y lo objetivo. ¿Como enlazarlos luego, como hombres plenos, en el sistema de producción, en la creación
del proceso histórico? Porque tanto en el burgués como en nuestro revolucionario el verdadero mundo no está
todavía constituido: por más
que el primero compense el déficit de una régimen humano siempre en defecto por medio de la exaltación de los principios, o por más que el segundo proyecte sobre esa misma realidad
una modificación radical que la haga visible. Pero ambos nos asentamos, por ahora, sobre
una misma realidad. La distancia que media entre el
principismo burgués y la imaginación revolucionaria consiste
en que el primero no se proyecta modificadoramente sobre el mundo hasta encontrar
las condiciones de su transformación,
mientras que el revolucionario sí.
¿Siempre sí? No; el hombre de izquierda sólo lo alcanza si en función
de la racionalidad revolucionaria sujeta y extiende su imaginación
hasta tornarla en cuasi-real, solamente si descubre el contenido de su imaginación en lo posible
que la realidad sugiere, y que
sería precisamente lo que le falta para transformarla en realidad plena. Se
hace pasar lo interior
a lo exterior si conecta lo imaginario con lo real. Pero
esto sería válido si es la suya una imaginación que no retorna al infinito del intimismo burgués, si no recuesta sus anhelos uno a uno en los nichos de la intimidad donde yacen
las
ilusiones perdidas: si es la suya una imaginación que da la cara, la
propia y se atreve a
enfrentar afuera la carencia que antes se
reservaba para adentro.
En otras palabras: se adecúa al tiempo y espacio histórico
preciso de la
necesidad humana, aquello
que desde los años y
los días de los hombres desciende
para insertarse en el latido del propio tiempo sensible. Por eso decíamos que había que poner el cuerpo: porque este tiempo y este espacio no es el de las "categorías a priori de la sensibilidad".
Es el tiempo y el espacio con el cual la corporeidad, la experiencia sensible vivida en el medio de los otros, llena a la racionalidad abstracta con la sustancia
de su propia vida: le da su propia
forma
y la hace descender entre los hombres.
Es lo que
pasa, por ejemplo, con el estudio de la lógica formal
cientificista y la lógica
dialéctica. La primera puede ser estudiada con el
fondo de neutralidad y objetividad científica de las ciencias
exactas que analizan
objetos naturales, pero la segunda
sólo puede ser
comprendida si el fondo implícito
sobre el que se apoya su estudio es el sujeto
mismo que analiza. El tronco del sujeto histórico se prolonga en las nervaduras
que, desde él, sostienen
la hoja menuda de su pensar. A la
lógica formal podemos estudiarla teniendo
presente sólo la forma de la cosa; el sujeto, personalmente, estorba. A la segunda sólo si partimos de la forma humana: básicamente, de
aquél que la hace suya y la ejerce como prolongación de su propia eficacia. La primera
se apoya en la escisión
cuerpo-espíritu; la segunda
requiere la solución del dualismo y la tensión hacia la unidad en el hombre que la piensa. Pensar es ya una praxis. Con la dialéctica del proceso histórico pasa lo mismo, podemos analizar un proceso
con el cuento de cómo fue, y la teoría que me dictan de cómo hacerlo. Pero el tránsito
hacia el entronque con la historia sólo se descubre desde el sujeto mismo que asume el proceso histórico, que enlaza el sentido de
su conflicto individual con la experiencia social que los produce. Volvemos
entonces a preguntarnos: ¿es acaso necesario este sujeto que vuelve por sus fueros?
¿Podemos prescindir de él en el proceso político,
conformándonos con que sólo se adecué a la racionalidad externa
que sabemos, se le dice, es "científicamente verdadera", aunque sea marxista? Porque toda verdad humana es aproxima da, pero en
este sentido: que requiere
que el hombre que la comprenda se aproxime
al fenómeno. Y la aproximación al fenómeno, la adecuación que cierra
el momento de la comprensión, consiste en que en el sujeto
se une lo racional y lo sensible,
él es en quien se complementa la universalidad
de la teoría con la particularidad del
acontecimiento. Esa "ciencia" que no requiere
la forma del hombre histórico para encontrar su
versificación es lo que se llama metafísica: mensaje que el hombre emite pero no crea. Por eso el marxismo necesita, en cada momento de
la acción, la actualización de la teoría y la práctica,
de adecuadores de
la forma teórica a la materia histórica. ¿Y si no, quién? ¿Ud., tal vez, que me está leyendo,
y que por una extraña
prerrogativa que nadie le concede, conforma en su cabeza la forma
de mi destino?
Recordemos cómo comienza Marx su crítica
a la economía política: "Nosotros, dice, partimos de un hecho económico contemporáneo". Partimos de lo contemporáneo
¿se entiende? De allí donde estamos, tanto Ud. como yo, reunidos,
habitando con los otros un mundo común. ¿Para qué esta contemporaneidad, esta reivindicación de lo perceptivo que nos enlaza en un común tiempo y espacio, a no ser que sea
aquella que nos permite verificar, con nuestro propio enlace sensible, que nos
enlaza a los otros, la máxima
densidad de mundo frente un pasado que sólo la imaginación retiene y a un futuro que no existe todavía? Esta preeminencia de lo actual, que da sentido a todo proceso, señala la preeminencia del enlace material del sujeto con el mundo humano material, el lugar de la
verificación común. Volvemos otra vez:
quiero señalar este mismo sitio donde está Ud. y donde estoy yo junto
con los demás. ¿Se entiende que Ud., tanto como yo de la suya,
necesita de mi perspectiva para dar
término a su conocimiento? ¿Que todos estamos en la historia por derecho propio?
¿Qué debe hacer aquél que pretende modificar la realidad? Básicamente lo siguiente: no guiarse simplemente por las prácticas ratificadas
por la burguesía, puesto que éstas contienen sólo los caminos trillados: modos de acción definidos culturalmente en cuanto a los objetivos a obtener
y a los medios que se deben emplear. Una especie, por lo tanto, de "instinto social". Negando este modo canónico de ser, debemos
recuperar un contacto, una pregnancia con la realidad que
no es la que se requiere para efectuar un acto a nivel de la práctica convencional. Diferenciemos entre práctica y praxis. La práctica se realiza mediante la
lectura de índices de adecuación al objeto que presupone, como punto
de partida/una concordancia básica con la cultura. Estos índices
son saliencias indicadoras que, sin transformar nuestra
propia realidad individual, nos permiten repetir conductas
que hasta ahora han sido eficaces
dentro del orden de mundo burgués. Pero si
necesitamos modificarnos para poder emprender
conductas que apunten
a modificar toda
la realidad, necesitamos entonces
quebrar el marco que para las modificaciones
meramente prácticas (congruentes con la estructura
burguesa) nos impone su cultura.
Ese marco, en el cual inscribimos nuestra eficacia, somos nosotros, individual
o colectivamente, quienes lo proyectamos sobre la realidad,
que en tanto tal da para todo:
para continuar la forma de ellos,
para construir tal vez la nuestra.
Para quebrar ese camino debemos aprender
a ver y a enseñar a ver: debemos romper
sus índices de realidad, que son congruentes con el mantenimiento de su
orden; debemos comprender, a la luz de la teoría y de la
organización revolucionaria, la manera
de hacernos converger a la realidad
y ordenarla de otro modo. De
allí la tarea tanto política
como cultural que se requiere:
hay que ir deshaciendo las significaciones coaguladas por la burguesía
y con las cuales los hombres deforman su propia realidad
y se perciben falsamente a sí mismos dentro de ella. Hay que ir detectando
paso a paso los núcleos de
obstrucción racional sobre los cuales la
burguesía se asienta, sobre los que todos reposamos, porque viven irreductiblemente tanto en ella
como en nosotros. Hay que ir
deshaciendo la "forma"
burguesa, desmigajando su armadura hasta hacerla sensible e
intolerante. Hay que volver a hacer
sentir
lo
que
se
debe
pensar, pero
hay que volver
a pensar profundamente para
recomenzar a sentir
y
salir
del
entumecimiento.
Desde una perspectiva revolucionaria debemos crear entonces una nueva racionalidad que se adose a la materialidad de nuestra situación,
abrace su forma y haga brotar de ella, como posible ya contenido, su futuro. Entonces los índices con que la percibimos ya no serán los
mismos; ni el tiempo de la realización revolucionaria ni el espacio de su actividad serán aquellos que amojonaban el contorno vital de la burguesía. Ni siquiera entonces la
percepción de nuestros propios límites serán idénticos: se abre aquí una experiencia que expande la contención que la burguesía anudó
en nosotros para hacer acceder la posibilidad de un nuevo enlace.
Con las categorías burguesas que ordenan nuestro modelo de ser personal no resulta posible pasar de la práctica burguesa a la praxis revolucionaria, aunque sólo sea porque
en la segunda se abre un riesgo,
un peligro, un fracaso posible
que linda con la muerte y que la primera no contiene.
En la burguesía la muerte es un accidente que
sobreviene; en la revolución una posibilidad que vamos
reparando.1
Pero a veces es también posible hacer como si hubiéramos pasado de la una a la otra: basta con ingresar a una comunidad revolucionaria institucionalizada donde la elaboración
de las praxis, que viene dada desde afuera, desde lo internacional, se confunde con la mera práctica:
una adhesión más riesgosa
pero que siempre, en última instancia, ocultará el riesgo de tener que
destruir en sí mismo
lo que más profundamente da miedo: los límites de la burguesía,
que se confunden con nuestro propio ser.
Resumamos.
En nuestra situación actual que pretende preparar el advenimiento de la
revolución, ¿quiénes son los encargados de establecer la
congruencia entre los índices de
realidad y los objetivos revolucionarios que se persiguen?
Precisamente nosotros mismos que generalmente tenemos una estructura adecuada
sólo a la realización burguesa
de esos objetivos. No nos engañemos
que la cosa no es tan fácil. La teoría revolucionaria requiere,
para darse el campo de una actividad que persiga objetivos que no están inscriptos a nivel
de los objetivos burgueses, modificar
la propia estructura individual para
buscar esa nueva adecuación. El individuo
debe hacerse el mediador entre la racionalidad
teórica
y la realidad sensible: la hace acordar, penetrar, conformarse al acontecimiento,
la va llenando con su propia sustancia
personal hasta hacer que adquiera
realidad, hasta que se encarne en el proceso histórico. Porque en su generalidad, en su abstracción, la teoría revolucionaria
no es sino un esquema formal cuya amplitud,
de prolongarse sin esta adecuación, se adosaría a la realidad sin modificarla. ¿Es el resultado a que nos lleva? Muy semejante al que persigue la burguesía: una buena conciencia de izquierda más.
IV
Cada militante, en la organización, debería vivir la racionalidad revolucionaria asumiéndola
como una actividad que él mismo contribuye a revelar. Esta racionalidad vivida carecería de la conciencia de sus propios objetivos
si el sujeto, hemos dicho, no se hiciera cargo de su función activa y creadora. Pero consideremos lo que comúnmente
ocurre en nuestra izquierda.
Bien puede darse, y se da de hecho, que las organizaciones de izquierda le propongan al militante actuar de modo tal que lo lleven a interiorizar la racionalidad revolucionaria en un
solo nivel, en el aspecto político-social, ocultando así que la acción lo abraza en todos aquellos niveles personales que lo impulsaron
a ella. Pero esta parcialización es ya entonces una modalidad
específicamente burguesa:
corresponde a una de las facetas de su división
del trabajo alienada.
¿Cómo no ver que yo, tanto como Ud., nos movemos como un todo, una unidad en la cual la distinción
inconsciente de un nivel es ya escisión,
postergación de lo más propio? ¿Qué se logra con esto? Que la actividad subjetiva, relegada a lo "privado", no se incorpore activamente al proceso, no se vea arrastrada
también ella en la actividad modificadora
revolucionaria: se condena
a la subjetividad a no aprehender su sentido en lo objetivo,
a despojar a lo objetivo de
su densidad. A lo sumo se socializa el ámbito privado, se le hace comprender
su determinación política en el modo del renunciamiento, del
sacrificio, pero con ello no se introduce la actividad subjetiva, privada, en la actividad política.
Se permanece, como siempre, inscripto en un sistema que no resuelve la contradicción
entre lo objetivo y lo subjetivo; sólo se cambia una objetividad por otra, una forma social por otra, pero ambas, tanto la burguesa como ésta, que presume de
revolucionaria, deja a lo más propio condenado el azar: se permuta un determinismo por
otro en el "interior"
del sujeto mismo. Y aunque
esta intimidad esté ahora al servicio de la buena causa, aunque trate de
sentir buenos sentimientos
socialistas que se confunden, no es
de extrañar, con los buenos sentimientos burgueses, sigue siendo un reducto marginado que no participa en la dialéctica de lo real. A esta conciencia que se asienta
en las sombras de la cual no termina por
surgir sólo se la determinó en
función de otros "valores": se le solidificó
en otro nivel. Porque no nos engañemos a nosotros mismos: es tener
una forma racional, tener el concepto
teórico de un hombre, no es
tener al hombre mismo: es tener una promesa de hombre. Así con el nombre de izquierda: se lo hizo "bueno" como antes se lo hizo
"malo": siempre desde afuera, sin tener la clave de la transformación, el secreto del trabajo
que lleva al camino. Por eso., este tránsito de la burguesía hacia la actividad revolucionaria que debemos realizar,
no alcanza a convertirse en una verdadera
transformación: de allí
los renunciamientos, las decepciones, las actitudes
que quedan luego como un cosquilleo primaveral. En tanto actividad
personal la experiencia del militante —lo vemos continuamente—, queda tan muda como antes: no puede alcanzar su propia palabra porque seguirá hablando con la voz ajena, la de su máximo dirigente, o la del conductor
de turno. Pero no habremos
construido una perspectiva humana verificadora,
correctora, creadora de significación a
lo que todavía carece de ella.
Si la racionalidad que se revela en la actividad política de la izquierda es más eficaz que la racionalidad
contradictoria de la derecha no es porque cambie de signo: es porque recupera
todo el fenómeno humano, todas las significaciones convergentes antes separadas por la brutalidad
del abstraccionismo economista. Por eso puede decirse
que la política burguesa es analítica, separadora, abstracta mientras que la de
la izquierda sintética,
concreta. Esta incorporación de
significaciones antes insignificantes (prácticamente
toda la vida del sujeto marginalizada así del ámbito social, toda
su efectividad desconocida) es la que le permite adherir plenamente al fenómeno humano destruyendo las
categorías que se ceñían estrictamente
al contorno del privilegio y del temor capitalista.
Vamos viendo
entonces en esta recuperación del sujeto no es un requisito "moral" que la dura lucha y la cruda
realidad en su urgencia hagan prescindible. En efecto ¿qué dicen los Manuscritos de Marx? Entre muchas otras cosas, la siguiente: que la verdad pasa por el sujeto,
se elabora en él; que la objetivación, que da forma al mundo humano, es la objetivación del hombre. Dice que la forma humana del otro es la que, a través de la mía,
da sentido a todo enlace con el mundo.
Dice además que la alienación no es
un sello impuesto pasivamente
sobre el hombre desde afuera;
que la enajenación es, por el contrario, autoenajenación. Quiere decir: nosotros mismos hemos realizado, contribuido,
al trabajo social de enajenarnos, y hemos participado por lo tanto activamente en la nuestra propia, sistema de producción
mediante, si, es cierto, se nos dirá, que no podíamos hacer otra cosa, que sólo así podíamos llegar a adquirir
"realidad social", adecuarnos al sistema de producción, satisfacer nuestras necesidades. Pero eso, adecuarnos al sistema, sí lo hicimos. Pero dice además que el camino para suprimir la autoenajenación pasa por el cambio que nos llevó a la autoenajenación misma. De este
trabajo de suprimir la
propia autoenajenación el hombre de izquierda no está exento por el sólo
hecho de serlo. La supresión
de la autoenajenación no es entonces un
proceso instantáneo: implica
deshacer en nosotros
mismos la separación que escindió lo sensible de lo racional; así como una cosa hecha mercancía se escinde en valor de uso y valor de cambio. Significa devolverle el sentido a las cosas adquiriéndolo propiamente,
O simultáneamente, nosotros
mismos. Decir autoenajenación quiere decir que hemos tenido que hacer, sometiéndonos, lo que el mundo burgués nos solicitaba para habilitar a vivir en él. Lo característico de la cultura burguesa consiste básicamente en esa adecuación que impone a cada recién llegado: hacerse contra sí
mismo, lo que los otros ya son. ¿El tránsito hacia la revolución mantendrá
necesariamente este "contra sí mismo" como irreductible?
Por eso, hablar de "cultura revolucionaria" significa comprender primeramente cuáles
son los caminos que nos permitan desarmar la trampa que la burguesía tendió en nosotros.
Y el obstáculo que descubrimos cuando buscamos la actividad eficaz es el siguiente: los únicos caminos
transitables, inmediatamente dados, por los cuales se nos permite
conducir la actividad de izquierda, son los caminos amojonados por los modelos burgueses de rebeldía. Modelos que circulan
atentos a las luces rojas y verdes, pero que sólo llevan, por último, al fracaso
y a la justificación. Aquí, en estos modelos burgueses de rebeldía
residen los enlaces sociales tolerados
dentro de una congruencia que no
fuimos capaces de deshacer: entre nuestra propia individualidad, nuestra sensibilidad
así conformada, y el orden del mundo del cual
depende. Y si la realidad está ordenada a la derecha
desde dentro de nosotros mismos, puestos que fuimos hecha por ella, ¿cómo
llenar con un contenido de izquierda a la teoría revolucionaria que recibimos con cargo de hacerla pasar a la realidad? ¿Cómo imbricar a la
racionalidad revolucionaria para que anime a esta realidad social si no somos capaces de encarnarla, de situarla en el centro mismo de nuestra individualidad, por ahora
ocupada por los modelos y las
categorías de derecha? Una cosa es al menos cierta: la modificación
no puede ser proyectada sólo a nivel de la objetividad política —que es el plano de la máxima generalidad— sino también
convertir en política la propia subjetividad. Es decir, ser uno mismo el índice, el más cercano, de la imposibilidad de alcanzar la unidad de sí mismo dentro de la racionalidad burguesa, y del requerimiento tenaz de construir otro orden que nos contenga.
Nada más evidente, se dirá. ¿Acaso no estamos todos en esto? ¿Acaso no es ésta la experiencia cotidiana del hombre de izquierda? Me temo que no. La racionalidad burguesa,
dijimos, tendió su trampa en nosotros,
y no es una metáfora: puesto que
aprendimos a pensar sin comprometer nuestro
cuerpo en el proceso, parecería
que el tránsito de la burguesía
a la revolución puede hacerse
siguiendo el mismo esquema escindido
de la burguesía: adaptarse a una idea sin un cuerpo que resuene, que se ordene con ella. Pero este escamoteo es posible:
a nivel de la burguesía
porque la sensibilidad, así desdeñada, sigue aferrada a la tierra firme del mundo burgués que la sostiene: no necesita
hacer el esfuerzo de sentir al mundo de otro modo porque ya, por su propio
surgimiento, está afirmada
sólidamente en la realidad. Los burgueses piensan en un nivel,
pero sienten afectivamente en otro: están bien
instalados en
los dos. Tienen para ello la propiedad
privada de la palabra, que les permite
pensar, y la propiedad privada de las cosas, que les permite sentir, y todo sin mutua
contaminación. Pero en el hombre de izquierda este equívoco, que a los otros aprovecha, no puede correr sin riesgo
para la racionalidad revolucionaria misma. Vamos viendo
por qué. Porque si no asentamos nuestra sensibilidad, nuestro cuerpo, en otro orden material que debemos crear, esta sensibilidad que no puede dejar de sentir como tampoco
de ser material, quedará entonces necesariamente asentada en el orden material
de la derecha.
¿Qué pasa si desconocemos que el primer cuerpo material sobre el cual se asienta
la racionalidad revolucionaria es el "cuerpo propio" del revolucionario que la hace posible? Pasará que esta sensibilidad de derecha será el campo, en tanto que ella se prolonga
en nosotros, sobre
el cual se asentará la pretendida racionalidad de izquierda ¿Quién podrá, ingenuo, creer en
su "verdad"? ¿Qué podría resultar
de este dualismo sino una patraña
más? Ya lo hemos
visto: una racionalidad ascética, pura, incorpórea, inmaculada, que oculta
la trampa que la formó y que en mérito a su permanencia pide que nos cerremos aún más. Lo contrario
de una racionalidad marxista que adhiere a la
"naturaleza" del hombre y
la transforma. ¿No encontramos aquí alguna de las modalidades de la racionalidad vigente en la izquierda?
V- Función del modelo humano revolucionario en el proceso
histórico.
Recapitulemos nuestro trayecto.
Habíamos partido
de la escisión que la burguesía
introducía en el hombre, por lo tanto de la división que
necesariamente formó en cada uno de nosotros.
Pero vimos que esta escisión se prolongaba también en el militante
de la izquierda. Y que la racionalidad que el sujeto adoptaba para leer el sentido del proceso
revolucionario podía corresponder a un ejercicio
de la capacidad de actuar y
de pensar que, viniendo de la derecha
como necesariamente venía, se prolongaba también
en el hombre de izquierda manteniendo
las mismas categorías
adecuadas a la burguesía. Basta para
ello con vivir apoyándose en un dualismo
personal, hecho modo de ser, que a
veces tanto el prensar como el hacer trata de encubrir:
una razón, un modo de ordenar el mundo y la relación con los otros que no se hace cargo de la significación del propio proceso personal;
de su relación con la forma sensible humana que le da sentido, puesto que se aleja del
poder de transformación que reside en
la experiencia, entre dolorosa y gozosa, del propio cuerpo que
encarna las significaciones revolucionarias. Y esta pérdida de sí era posible: porque el hombre de izquierda no había enardecido su
experiencia hasta modificar su sensibilidad que quedaba aferrada así
al peso muerto de nuestra pasividad de derecha.
El problema quedaba restringido en señalar,
para nuestra izquierda, el necesario retorno a un sujeto que colmara ese hiato abierto
en él mismo por la burguesía. Y no por mera retórica intelectual. Este sujeto se revelaba
como
necesario, imprescindible, para poder darse a la tarea de hacer surgir, entre nosotros, una comprensión que adhiere
y abrace la peculiaridad, lo específico, de nuestro propio proceso
histórico. Pero esta comprensión no la agotaba la racionalidad pensante del dualismo burgués: no era un acto que residiera
en ese pensar a
la izquierda que no se hace cargo de la inercia del cuerpo que siente a la derecha.
Para aspirar a expresar la forma de lo leal esta comprensión revolucionaria exigía, hemos visto, que el sujeto reflejara
el mundo en la medida en que, en su vivir sensible
y pensante, se hacía
cargo de él. ¿Qué sucedía entonces? Que esta comprensión, al hacerlo, transgrediera los límites de la pura racionalidad y apareciera ya como un obrar en el acto mismo de pensar. O, dicho de otro modo: la posibilidad de pensar radicalmente la situación en que nos encontramos sumergidos
sólo podía surgir
de la decisión de modificación —de la propia prolongándose hacia el mundo—, pues era la
única que podía mostrarnos
la racionalidad más aproximada al proceso al vivificar
el sujeto su propio "aparato" perceptor
adecuándolo a la tarea: al reconocer la estructura
efectiva de su propio movimiento
enlazado al mundo y a los otros.
Porque si queríamos salir de la cabeza y del cuerpo encallecidos del burgués simiente y pensante ¿habría de serlo para penetrar en
el encanecimiento y en el endurecimiento de ese "militante" o "pensador" de izquierda que dio término a la dialéctica, que pegó el salto y cree estar ya instalado en el orden del
futuro? Entonces, frente a este dogmatismo de su propio
pasaje, nos preguntamos: ¿Para qué habría
de servir el sujeto que necesitamos recuperar
para la revolución si volvemos nuevamente a meternos
en el molde del obrar que conformó en
nosotros el modelo de hombre proporcionado por la división
del trabajo capitalista, por más que esté al servicio, ahora, de la "causa" socialista?
Hablábamos de la modificación del sujeto mismo, y esto no es meramente un esquema ideal: lo encontramos necesariamente —y aquí vemos despuntar
la necesidad histórica no como una causa externa sino a nivel
de la libertad del sujeto—
allí donde todo proceso revolucionario efectivamente se realizó. Si el tránsito de la burguesía a la revolución aparece como una necesidad surgida desde el régimen
capitalista mismo, esa necesidad racional debe ser leída comprendiendo en ella los aspectos humanos sensibles también necesarios que la hicieron posible, y que el dogmatismo y el oportunismo de izquierda abstraen como innecesarios: leen la racionalidad del proceso dejando fuera, como irracional, lo que no son capaces de asumir ni de modificar:
el sujeto mismo, a sí mismos. Son, pese a todo, los que conservan en el interior de la izquierda el pesimismo y la desazón
y la amargura de la derecha. ¿Cómo confiar entonces
en esa racionalidad presuntamente de izquierda
que ellos sostienen desde su propia materialidad
de derecha? ¿Cómo confiar en sus "tácticas" y en sus
"estrategias"? Lo que diferencia la izquierda de la derecha
no es meramente la organización del sistema de producción económica: es el
sistema productor de hombres.
Por eso la organización revolucionaria, su modo de prepararse
y obrar, es ya la prolongación que adquiere la
racionalización revolucionaria, su modo de prepararse y de obrar, es ya la prolongación que adquiere la racionalidad revolucionaria cuando pasa a la realidad. Y decíamos al comienzo que también
la estructura política revolucionaria se verifica a nivel del sujeto, puesto que el "determinismo" del proceso
histórico no puede ser leído como necesario, y se convierte
en irracional, si no integramos aquello que la
racionalidad revolucionaria exige: al hombre revolucionario mismo,
al "modelo" humano de
pasaje de una forma
histórica a otra, sin el cual la nueva forma social no podría anunciarse nunca entre los hombres. Digámoslo de una vez: el proceso revolucionario es necesario
porque el sujeto mismo lo requiere para dar término a sus propios conflictos, para realizar al proceso que la lleve a su coherencia y su unificación. Se va viendo hacia dónde pretendemos ir: cuando hablamos de la "racionalidad revolucionaria" no queremos decir que el obrero se con
vierta en un intelectual, ni el intelectual en un obrero:
con ser sólo lo que son, ninguno
de ellos tiene el privilegio de la verdad.
Nos referimos en cambio a lo que da término a la mera racionalidad del intelectual, o a la sensibilidad del obrero:
al modelo humano en el cual el conflicto que ambos expresan halla su superación.
Nos referimos al modelo
humano
de
racionalidad
hecha
cuerpo,
al
nuevo
ordenamiento hecho proyecto de solución,
de esa organización de la realidad que aparece, como prototipo, en los conductores y dirigentes de los movimientos revolucionarios. ¿Conductores?, se me dirá. ¿Acaso Perón no fue uno de ellos? ¿Acaso no tenía él también su esquema revolucionario, su propia racionalidad? Pero entendámonos: no me refiero a la validez separada ni de la teoría ni de la actividad práctica. La doctrina "justicialista", en tanto abstracción, no tiene validez
en sí misma, como tampoco en sí misma la tiene la teoría marxista. El justicialismo no solamente es una falsa racionalización desde el
ángulo de las ideas revolucionarias; no, aquí no reside la verificación de su
verdad. Es falso, sobre todo, por el modelo de hombres que necesariamente lo encarnaron
en tanto "modelos" que lo hicieron comprensible y en los cuales se encarnó como verdad histórica.
La falsedad de esta teoría aparece ligada necesariamente a la "forma humana"
condenada al fracaso que la produjo
y cuyo sentido, en tanto
actividad, con ser lo que fue, no se inscribió en la dirección de un proceso
de modificación revolucionaria. Desde algunos
ángulos el proceso peronista tuvo su positividad: no lo vamos a discutir
aquí. Pero a nivel de nuestro análisis y de su fracaso
es un buen ejemplo, sin embargo, en
tanto forma humana propuesta,
de eficacia negativa, que linda con la
contrarrevolución.
Modelo de contención burguesa
ese, siguiendo el ejemplo, que les acercó Perón. Modelo de racionalidad adecuada al capitalismo; que al
mismo tiempo que les proporcionaba el sentimiento de su propio poder los sujetaba
a las formas de dominio y de dependencia de los intereses globales
contrarios a su clase. Este ordenamiento hecho sensibilidad en cada peronista, este modelo de humanidad que se les
impuso y que significó el abandono de
la propia autonomía, fue el más tenaz de los dominios. Ya sabemos por qué. Porque surgió de una forma
humana
sensible que al ser aceptada, los
llevó a encontrar su término lógico
en las estructuras del poder burgués
fomentadas y enaltecidas por el modelo. Aquí se ve bien cómo la forma humana es la expresión adecuada
a las formas de las instituciones y de las categorías racionales de una clase determinada. Trampolín que desde el modelo,
a través de su modo de pensar y obrar, lleva a enlazarnos con las estructuras de
producción y dominio, como
vemos,
el
modelo individual que el obrero sintió como propio en Perón, como
adecuado
a la
salida para su propio problema, era una trampa que la misma burguesía decantó en ellos mismos: adherir
desde lo propio,
desde lo más personal, a lo que sintió como homogéneo
consigo mismo. Perón "estaba en el corazón
del pueblo": cada uno lo llevaba latiendo
en sí como su propia forma. Sin darse cuenta sin embargo que esa homogeneidad
sentida entre Perón y ellos, ese margen que la reflexión
no delataba, era lo que tenían,
en tanto obreros,
en común con la burguesía misma: un sentido modo de
adherir a una forma de vida
que mantenía, como inamovible, la estructura global en la que cada cosa y cada acto cobraba su definitivo sentido. Así la conquista
"material", efectiva con
ser tan modesta, no revelaba un
sentido humano: se inscribía con ligeras variantes en un mismo modelo de vida cuyos valores culminantes eran, exaltados para sí mismos ahora, los valores culminantes
de la
burguesía. La materialidad peronista era la misma materialidad abstracta del materialismo individualista burgués.
Por eso el obrero no pudo sentir la
diferencia de clase que Perón, como mediador, borraba. ¿Por qué? Porque esa diferencia
era para ser sabida, racionalizada, no para ser sólo
sentida. Aquí el orden afectivo del
"sentir" permanece sin cobrar conciencia
de la racionalidad muda que lo mueve, sin abrirse a un nuevo y distinto orden, aferrado a
las categorías y
al modelo de ser que la burguesía
necesariamente conforma en todos sus hombres. El obrero sentía con todo lo mejor de sí
mismo, tal vez, pero ese "mejor" sentido
estaba modelado también por la contabilidad valorativa burguesa. De allí que esa complacencia que vivían a través de una imagen de sí mismos devuelta aduladoramente por Perón desde el poder fue una de
las facetas del proceso que más daño le hicieron a la clase
trabajadora: remachar la alienación condenándolos a perseguir la supresión
del dominio capitalista siguiendo el camino que los llevaba de nuevo a su punto de partida.
Dicho de otro modo: no poder hacer el tránsito de la sensibilidad
burguesa a la racionalidad revolucionaria. Con la imagen de Perón adentro
no es muy ancho
el camino de osadía
y de reflexión que se
podía seguir: un militar
burgués que sigue
latiendo adentro
de cada uno señalando
con su sístole y
su diástole los límites de su
irresponsabilidad: un "pobre de
ellos" que se transformó en un "pobre de mí":
el despertar de un sueño ilusorio
del que todavía no se salió. Pero
este recurso a Perón no es más que un
ejemplo en el camino que nos lleva a tratar de comprender
que la racionalidad revolucionaria,
la comprensión intelectual del proceso,
debe encarnarse en la sensibilidad del hombre modelándola frente a estos nuevos objetivos
que el descubrimiento intelectual le señalaba: que no hay cuerpo burgués,
sensibilidad, sentir burgués que pueda proponerse, sin paralela modificación, la racionalidad que buscamos para una transformación radical. Esta síntesis propia delegada en otro, este modelo de salida que fue
Perón, que los llevaba a no desanudar
el lazo de opresión
sino a soslayarlo, fue una forma de tránsito
aparente que contenía el fracaso
como
su límite, y es lo que nos muestra más claramente lo que queremos subrayar:
la necesidad ineludible de la racionalidad también para la clase trabajadora, la ruptura para el oportunismo. Téngase
presente que esta concepción que aquí desarrollamos no excluye
la creación colectiva: sólo analiza uno de sus momentos. Por el contrario: si hay síntesis
colectivas racionales éstas surgen como convergencia de síntesis parciales
individuales que nacen de una acción común. Pero siempre hay alguien que las impulsa,
algunos que la mueven, que las
encarnan con mayor decisión.
Esta síntesis vivida por todos debe verificarse como posible al menos en uno para alcanzar
su dimensión de posibilidad humana: es la figura del héroe, del prototipo, que une en sí mismo lo racional con lo sensible
y lo hace acceder, por su coraje, vividamente para los otros.
Hay uno que emerge haciendo
visible, como forma humana de un tránsito
real de la burguesía a la revolución, el camino hacia la transformación que todos podrán recorrer.
Así adquiere forma humana
sintética lo que hasta entonces era disgregación colectiva, anuncio vago, existencia virtual. El conocimiento, a nivel de la praxis social, siempre tiene "forma hombre" para poder ser vehículo de transforma ción: siempre requiere tomar cuerpo en alguien
para unificarse.
Sólo así se
convierte en acceso a lo real la coherencia racional meramente pensada o sentida. Adquirir forma humana
quiere decir que aquél que pensó y sintió necesariamente obró: que abrió el camino hacia la realidad al menos en su propia persona. Esta garantía mínima es una garantía revolucionaria: aquí no hay privilegios de extraterritorialidad para nadie. Entiéndase: el pensar y el sentir que se hacen obra,
trabajo. Por lo tanto, que en cuanto pensar está ligado al de todos aquellos
que piensan para abrir esta nueva racionalidad. Que en cuanto sentir está ligado a la carne de todos los que sufren el desequilibrio
y fueron producidos por una estructura de dominio semejante. Y que en
cuanto obrar trata de hacerlos acceder a esta dimensión de mundo que
por su propia síntesis vivida prolonga.
Así el modelo de hombre, ese
esfuerzo de unificación de lo sensible y lo racional, significa el intento de abarcar concretamente al mundo: en lo que tiene de materia con sentido, de cuerpo con razón.
Esto es lo que determinará
para los otros el camino humano
de una modificación efectivamente posible,
porque ya está ciertamente hecha al
menos en uno. La realidad tiene ahora su límite preciso; la ensoñación vaga pierde su desborde
y adquiere el contorno que la promoción realizada por el héroe, por el militante creador, le señala.
Y esto se consigue porque
en la figura del hombre que
osó la racionalidad revo
lucionaria se hizo humana, corpórea,
porque emergió desde ellos, desde el sostén de la fuerza en la que el modelo se apoyó para vencer la
fuerza represora de la burguesía
y concebir una posibilidad distinta.
Para vencer hacia afuera una represión efectiva,
hecha prisión o fusil,
es preciso sentir en el proletariado
o en otros hombres esa fuerza que,
disponible y orientada ya desde su
propia necesidad, podrá reconocerse en quien la encarne y la dirija. Un
riesgo, ciertamente, que sólo la fuerza individual
que comunica con esa fuerza contenida logra correr, pero que nunca surge de la sola teoría. Y así se produce este proceso de "masas" que la burguesía
no quiso nunca explicar, pero que siempre utilizó: la síntesis que les alcanza a todos,
por identificación, de forma ajena a forma propia,
de cuerpo a cuerpo,
desde adentro, como adecuada
a cada uno.
De allí la dificultad del tema que desarrollamos.
Tratar el problema de la cultura
revolucionaria encubre una osadía
que sin embargo debemos enfrentar, y es ésta: ¿cómo ayudarle al hombre argentino
a constituir las condiciones de objetividad destruidas, coartadas,
abstraídas en el proceso
de producción de hombres de la burguesía? ¿Cómo devolverles, a través de otra
forma humana, la capacidad de desalienar la
suya propia?
El énfasis
puesto en la idea de alienación, que tantos ahora citan de Marx, significa poner en el centro del análisis algo mucho
más grave: ni más ni menos que la primacía de la forma humana revolucionaria, la destrucción necesaria
del dualismo personal para acceder a la
comprensión del proceso histórico.
La incoherencia en las ideas, a nivel intelectual, no es sino otra modalidad del escamoteo,
a nivel personal. Quiere decir: debemos poner en
el centro del análisis la necesaria modificación del individuo para poder percibir revolucionariamente el
acontecimiento que se quiere
modificar. Pero esto que se produce
a nivel personal tiene
mucha importancia
a nivel político, porque dependerá
de cómo el militante o el dirigente se perciba a sí mismo para que, a su vez, la percepción de los otros, de aquellos con quienes pretende trabajar
para efectuar la revolución, se
modifique. La imagen de esta época de "masas" con la que algunos revolucionarios de izquierda trabajan no difiere mucho, en los hechos, de la imagen de la "masa"
que la burguesía se formó: se la "trabaja" a nivel de lo que se cree son sus "intereses" porque no se tiene el coraje de proyectar sobre ella una posibilidad distinta. Se la percibe
a nivel de las reivindicaciones burguesas,
pero como si ese ser dependiente fuese para ellos una modalidad "natural": como si no hubieran tenido
que realizar el proceso de la autoalienación, de la penetración individual en el ser alienado de la burguesía.
Por eso se es incapaz de
proponerles, desde allí, una alternativa coherente que enlace ese proceso
con una actividad efectivamente revolucionaria que les permite
desandar el camino de la propia
alienación. Así se piensa el
resultado —los obreros— sin el
proceso: la enajenación que llevó a ese resultado. De allí la falsa imagen que se dan: la masa, que no entiende; la masa, que tiene el líder que se merece; la masa, halagable y sensiblera: la masa, que persigue sólo lo útil,
etcétera. Pero esta reducción empirista no es el fruto de una percepción
objetiva de la realidad: es fruto de la propia proyección individual, de la propia pobreza y falta de confianza en los
principios que, sólo racionalmente, se dice
sostener. El desafío personal que lleva implícito pensar a los hombres de otro modo es el que impera allí donde el proceso revolucionario,
ya en camino, ha permanecido
fiel a la forma del hombre. Pienso, por ejemplo —y bastaría
uno solo— en la revolución cubana. Sin excesiva idealización podemos afirmar que allí sus miembros son considerados
como "personas", no son "meloneados" "ni
manejados" por alguien que, más vivo, poseyera
la clave de la inteligibilidad de los demás y, por lo tanto, conociera el "mecanismo" para hacerlos marchar. Pero no porque deje de habérseles,
en grandes concentraciones, en común; tampoco
porque no se los organice colectivamente;
ni siquiera porque no se hagan mitines o reuniones donde, según supone, la burguesía,
el individuo "espiritual" pierde sus condiciones específicas para adquirir caracteres cercanos a la animalidad: el momento propicio en el cual sus bajas pasiones contenidas habrían de desatarse. La fuerza de
la multitud, en efecto, puede ser una fuerza revolucionaria o una fuerza burguesa: puede aullar retornando a la "animalidad" que la burguesía le adjudica como su objetivo,
porque permanecen,
en tanto salen de ella, dentro de los valores
específicos de la burguesía.
Entonces la multitud no hace sino querer unlversalizar de golpe lo que cotidianamente, en la clandestinidad del privilegio, los miembros de la burguesía
quieren. Pero la fuerza de la multitud
que puede desecharlos y
querer objetivos que se le
descubran como propios,
y encontrar en su fuerza
reunida, pero organizada, el descubrimiento
de cómo
alcanzarlos en
la realidad. El
problema de la diferencia
entre
un
modelo revolucionario y un modelo burgués está en lo que se solicita de los hombres, en la imagen que se
les devuelve de sí mismos a través de los
modelos de hombres que los conducen.
Esa fuerza que Fidel Castro suscitó, por ejemplo, le permitió a él llegar a unificar
en su momento lo
disperso y lo posible de la clase trabajadora, que se reconoció en su modelo de modificación, de coraje, de riesgo, de osadía,
de pensamiento: de hombría hecho prototipo de la forma humana necesaria para alcanzar la transformación efectiva de una realidad nacional.
Él hizo con su vida, como ejemplo saliente
de lo que muchos otros hicieron en común, la demostración
de que lo pensado era humanamente posible. Un loco
antes que se convierte, por el trabajo, en el supremamente cuerdo, en el índice de lo que
todos debemos comprender
como real. Y pasemos ahora a lo nuestro: ¿Qué hizo Perón con su vida, qué imagen les devolvió a nuestros trabajadores a través de sí mismo, qué nuevos valores humanos hizo acceder a nuestra realidad, qué nueva
síntesis nos expresó con su existencia
política y su destierro, qué hizo de la fuerza humana sobre la que
se apoyó?
VI-
¿Y nosotros?
En función
de este acceso vivido a la realidad,
de esta síntesis de lo que fue disperso por la incongruencia
de la actividad burguesa,
el mo delo revolucionario procura hacer acceder a la realidad. Una unidad posible que él ya esbozó a partir de sí mismo. Atrevámonos a decirlo:
la izquierda, entre nosotros, no supo suscitar ningún modelo de hombres revolucionarios que contuviera, que constituyera
en síntesis personal, ese ideal por
ahora abstracto de la izquierda. Ni formó
ni ayudó a formar: nuestra izquierda,
desconfiada de sí misma, ni siquiera ha sabido enaltecer a sus
héroes, hacerlos vivir más allá de sus muertes y de sus sacrificios, aunque los valores que crearan fueran, como necesariamente lo son, parciales. Esta mezquindad de nuestra
izquierda, celosa del grupo propio, desconfiada y hostil del ajeno, ¿cómo
podría comprender la realidad si no comprende lo que está más próximo a ella, si un primer acto consiste en endurecerse frente a otro hombre de izquierda, como si ese
acentuamiento de lo propio
significara necesariamente la negación
completa de lo ajeno? Es extraño,
y significativo, que sigamos reservando el proceso
de la síntesis para
los juicios, remitiéndolos al plano de lo conceptual, pero
no nos preocupemos por hacerla
visible a nivel del hombre mismo. Pero esta
síntesis no sólo no se realizó
en un hombre (señal de que sus dirigentes, o cualquiera de nosotros, carecimos hasta ahora
de la fuerza de encarnación, de concreción, como para materializar en una
forma humana la creencia
en los ideales que sostenemos). Tampoco hemos sido capaces de extraer de nuestra dispersión la exacerbación de
esa fuerza que la izquierda podría haber alcanzado —si realmente creyera en lo
que hace—. No hablemos ya de la
desconfianza en nosotros mismos. Si realmente creyéramos en el proletariado, si realmente contáramos con su fuerza y no
fuese la suya sólo una imagen
psicológicamente enardecida para complementar nuestra incongruencia vivida a nivel de
lo real, esa energía que teóricamente le asignamos al proletariado realmente hubiera pasado a nosotros: se hubiera hecho acto político,
se hubiera hecho teoría nacional,
se hubiera hecho literatura revolucionaria. En cambio
hemos hecho de la actividad política
nuestra "obra de arte", quiero decir nuestro complemento imaginario
que compensara así una deficiencia real que no
asumimos fuera de este plano simbólico a pesar de que lo vivimos como si fuese real. Nuestra izquierda, en su mayoría, es expresionista, lo cual es una manera de decir que actuamos, que representamos nuestro propio drama del imposible tránsito de la burguesía a la revolución, tal vez para no reconocerlo, para no enfrentar
las condiciones de la realidad misma
como doloroso y cruel punto de partida.
Dijimos que la falta de percepción de nuestra propia realidad individual necesariamente deforma, al adaptarla a sus propósitos, la realidad
social sobre la que debemos
actuar. ¿Vemos, acaso, realmente al proletariado cómo es? ¿Hasta qué punto no hemos deformado su realidad?
Porque sucede que la fuerza del proletariado,
en la cual apoyarnos, aunque no estuviese
con nosotros pero estuviese en lo suya, podríamos haberla sentido como propia: hubiéramos vivido así, desde
nuestro
marginalismo burgués,
la decisión proletaria. Pero es preciso entenderse: si la clase obrera
está alienada, y nosotros no hemos podido hacer lo nuestro porque no contamos con su fuerza,
más allá de la verdad
de esta afirmación queda algo irreductible: tampoco sin embargo hemos sabido extraer esa fuerza al menos del
ámbito en el cual vivimos
nuestros propios conflictos de clase: de nosotros mismos. ¿Somos una fuerza o no? ¿Qué quiere decir entonces este conglomerado
de izquierda que siempre mira de costado, más allá de sí mismo,
hacia la clase trabajadora pidiéndole que ella sí haga la unidad, que ella sí supere
su alienación, que ella sí realice los
actos de pasar a la realidad, pero que no mira hacia sí mismo para ver nuestra
propia dispersión, nuestra propia incapacidad de reunir
esta energía desperdiciada e impulsar hasta
constituirla en una efectiva fuerza que se juega en actos
propios dentro de la realidad? ¿No jugará en unos y otros la misma represión?
¿No será la misma presencia del poder represivo
que detiene la eficiencia de
nuestros actos, la profundidad de nuestro pensamiento, el reconocimiento de una realidad que no puede ser asumida revolucionariamente sin poner de relieve lo que el poder oculta:
el riesgo de la vida? Pero este riesgo de la vida, ya lo vimos, no es sólo —y especialmente para la izquierda— la presencia
del fusil y la picana: son los límites que la burguesía estableció en nosotros, con
sus categorías mentales
y morales que señalan en cada acto nuestro el desvío sentido como peligroso,
la presencia de lo desconocido que debemos
afrontar: los límites de
realidad que ella nos fijó como
propios.
Y si fuéramos incapaces
de asumir el riesgo, siquiera éste que tiende a
desentrañar el sentido de lo real, entonces ¿para qué simularlo? Y
cuando lo asumimos, la gratuidad misma del resultado
inscripto en una realidad
deformada por el temor, esa gratuidad ¿no nos muestra este
drama del hombre de izquierda
separado que todos alguna vez hemos sentido: el sacrificio estéril cuyo recuerdo se borrará para siempre de
la memoria de los hombres? ¿Y si para no enfrentar aquello
de lo que sí realmente somos capaces estuviésemos acentuando una diferencia
sólo para sentirla, agrandando su imagen —la
imagen de la revolución— pero para no
construirla, paso a paso, en la realidad?
Por eso
decimos que no se trata de crear voluntariamente al héroe: éste surge, y nunca solo, con su propio sacrificio comprometiendo
el nuestro cuando las fuerzas de producción lo citan indirectamente, porque en esas circunstancias alguien gira su propia vida contra el futuro que esa fuerza contiene. Estas fuerzas han creado el lugar humano en el cual logran sintetizarse y aparecer como hombre posible. Por lo
tanto, como aquél hombre que va señalando con su actividad
propia el modelo de un camino transitable, puesto que se evidencia como
humano para todos. Ni la clase trabajadora ni la izquierda supo darse ni reconocerse
en un "modelo" nacional
revolucionario, y si el éxito aquí se confunde con las más profundas ambiciones burguesas
de hacerle trampas a la realidad,
de hacer las cosas como si se las hiciera
verdaderamente, porque otros adquirieron así el poder, esto señala la persistencia entre nosotros de un modelo de tránsito,
confesémoslo o no, burgués pero no revolucionario. Así con el modelo de Perón por ejemplo. La permanencia de la figura
de Perón como modelo de tránsito hacia la clase trabajadora —eslabón hacia la revolución— que muchos utilizan todavía, es una resultante nuestra que querrámoslo
o no, hemos necesariamente interiorizado. Esa imagen quedó entre nosotros
como una imagen de éxito y de eficacia
allí donde toda otra
eficacia de tránsito hacia sus trabajadores, inscripta a nivel de una revolución verdadera, aparece
con el rostro de una muerte posible
que
es necesario eludir.
Por un motivo u otro el modelo de Perón fue nuestro.
¡Generación de Pepsi! ¡Somos la "generación de Perón"! De allí que su imagen sea la seducción inconfesa que
todos, en la izquierda,
hemos por un momento sentido: constituye, la suya, una categoría "nacional" que nos
tenemos merecida. Si esta realidad lo hizo su héroe,
si de su substancia está amasada,
como imagen de triunfo y de eficacia, todo tránsito a la realidad, Perón tiene entonces la sacralidad que une lo finito y lo infinito: tiene para la izquierda la clave de un misterio —el tránsito al proletariado— que no pudimos de otro modo hasta ahora resolver. Porque debemos reconocerlo: algo, tiene Perón que
no tiene la izquierda. Sí, efectivamente, algo tiene, que es necesario que nos lo saquemos definitivamente de la cabeza
para pensar la realidad: la fuerza de la derecha, la no creación
de un pasaje revolucionario
a la realidad, la permanencia
en lo homogéneo de la propia clase. Tiene aquello con lo que nosotros no podemos contar,
a no ser que abandonemos el sentido de nuestros objetivos que contienen la
destrucción de este modelo humano burgués como su necesidad.
Este esfuerzo
de creación no puede sernos ahorrado. Y en última instancia, aunque nada es seguro,
sabemos ya anticipadamente que este camino al menos lleva al fracaso
y a la frustración. Consecuentemente, que sólo
nos queda una salida.
Y esa salida está por ser creada entre nosotros. ¿Seremos capaces de aceptar nuestro destino, de
animar la densidad de la historia con la
fugacidad de una vida?
---
1- Esta referencia a la norma "occidental" en la muerte
burguesa es la que sirve para ocultar
el escándalo cultural de la muerte que llega por la propia mano del hombre. Así como ese infeliz de Guillermo Martínez Márquez,
colaborador naturalmente de La
Prensa, que hace
el siguiente cómputo sobre la muerte de
los norteamericanos en Vietnam: "A
pesar de la intensificación de las operaciones
militares en Vietnam, bastaría
comparar el caso
con otro cualquiera para comprender que
lo que está en juego
no es tan importante desde el punto de
vista material como moral. Por ej., durante el año 1965 los (norte) americanos muertos en accidentes de tránsito
fueron 49000, mientras las víctimas
de Vietnam ascendieron a 1.724. Los heridos en el tránsito llegaron a tres
millones y medio, y en Vietnam a sólo 6.100.
Y el costo de los accidentes llegó a
cerca de 8 mil millones de
dólares". (Z« Prensa,
2/II/66). Naturalmente, este
cubano al servicio de sus amos no integra en sus cómputos de "pérdidas" la vida de
los otros. Sólo se trata
allí de la vida
ajena. Véase cómo se
ejerce
así la destrucción del
sentido cultural: la muerte intencional queda aquí reducida al residuo que deja una mera práctica social:
lo accidental.