Foucault
por Pablo E. Rodríguez
Existe algo así como
una ‘moda Foucault’ que sirve alternativamente o bien para adoptar una jerga presuntamente
à la page, o bien para desestimar las producciones del intelectual francés tras
la denuncia facilista de europeísmo que cíclicamente se derramaría sobre
nuestro subdesarrollo filosófico”. “¿Pero cuándo es el tiempo de un autor? No
necesariamente cuando se disfruta de ediciones a granel y lectores entusiastas,
ni cuando el mundillo intelectual parece venir al pie de página”.
Parecen citas de un
mismo artículo, reciente. La primera es de uno de los libros pioneros que se
publicaron sobre Foucault en nuestro país, El discurso del poder (1983), y
pertenece a Oscar Terán en 1983. El pensador francés, entonces, seguía vivo. La
segunda es de Christian Ferrer, y se encuentra en la introducción a La vida de
los hombres infames (1996), publicado 12 años después de su muerte.
Vivo o muerto,
Foucault nunca dejó de estar de moda, a pesar de que muchos de sus temas son
densos, enmarañados y en ocasiones, inaccesibles. El 25 de junio pasado se
cumplieron treinta años de su fallecimiento: una ocasión propicia para seguir
hablando de su figura. Así ocurrió en junio, cuando la editorial Siglo XXI y la
embajada francesa organizaron diversas charlas en la Biblioteca Nacional en las
que participaron Tomás Abraham, Mariana Canavese, Edgardo Castro, Esther Díaz,
Horacio González, Eduardo Grüner y Hugo Vezzetti. Así ocurrirá el miércoles,
jueves y viernes próximos en el Coloquio Internacional “Michel Foucault y
América Latina”, organizado por el Programa de Estudios Latinoamericanos
Contemporáneos y Comparados de la Universidad Nacional de Tres de Febrero, que
repetirá parte del mismo plantel al que se sumará su principal biógrafo, Didier
Eribon, y el juez de la Corte Suprema Eugenio Zaffaroni, entre otras figuras. Y
también pasará en septiembre, cuando la editorial Cactus publique el segundo
tomo de los cursos de Gilles Deleuze sobre Foucault en la Universidad de Paris
VIII, dedicado a la cuestión del poder.
¿Es posible decir
algo nuevo sobre Foucault? Quizás, si en lugar de seguir repitiendo sus
conceptos, se lo sitúa aquí y ahora.
Aquí pero no ahora.
Para ser justos, antes de estar de moda hizo falta que Foucault fuera un autor
conocido. Entre los 60 y principios de los 70, contó Vezzetti en su
presentación en la Biblioteca Nacional, Foucault llegó a estas latitudes a la
sombra de Althusser, Lévi-Strauss y Lacan; eran los tiempos del
estructuralismo, y Las palabras y las cosas (1966) se adaptaba bien al
contexto, aunque no como texto central, salvo por la curiosidad que generó,
dicen González y Grüner, esa mención inicial a El idioma analítico de John
Wilkins, de Jorge Luis Borges. Es curioso que Foucault se refiriera a Borges
con tanta familiaridad, la misma que el francés tiene hoy para el panorama
cultural argentino.
Foucault empieza a
tener un nombre propio en Argentina durante la dictadura, con la lectura febril
en grupos de estudios de Vigilar y castigar (1975), quizás su obra emblemática.
La coincidencia era notable: encierro, vigilancia, disciplina, cárcel, tales
los temas de superficie del libro. Claro que aun en esos tiempos aciagos muchos
se las arreglaban para leer a Foucault casi en simultáneo a la publicación de
sus libros en Francia. Así le ocurrió a Enrique Marí, dijo Esther Díaz, cuando
en 1978 dictó en la Alianza Francesa una conferencia sobre Historia de la
sexualidad, cuyo primer tomo aún no estaba traducido al castellano. Por la
noche, al llegar a su casa, Marí se vio obligado precisamente a traducir: el
“servicio” que había ido a vigilar la conferencia, dado el inquietante tema, lo
había llamado por teléfono para pedirle gentilmente que le explicara de qué
había hablado y así informar a sus superiores.
Vezzetti, Terán,
Díaz, Marí y Abraham, quien supo seguir los cursos de Foucault en Francia,
pasaron de las catacumbas de la dictadura a la universidad de la primavera
alfonsinista. No sin rispideces, especialmente en el campo académico, Foucault
comenzó a instalarse en las revistas y suplementos culturales, y su nombre ya
tenía relieve propio junto a quienes antes simplemente escoltaba. Sus
traducciones eran tan necesarias que ciertas editoriales, como la madrileña De
La Piqueta o la argentina Altamira, las publicaban en esos libros que hoy,
ajados, desarmados, amarillentos y subrayados, pueblan tantas bibliotecas
públicas y privadas.
Entre sus teorías del
poder, de la sexualidad y de la ética, Foucault supo ser en esos tiempos un
campo fértil para los interrogantes de la democracia y también para cierta
vertiente libertaria. Ya en los 90, durante el período de supuesto oscurantismo
neoliberal, las experiencias de lectura y de militancia argentinas y
latinoamericanas empezaban a combinarse con las interpretaciones provenientes
de las universidades norteamericanas, sobre todo en lo concerniente a teorías
de género. Foucault crecía en la academia, en los grupos de estudio, en las
discusiones políticas. Llegando a 2001, Foucault volvía con nuevos bríos
gracias a esa otra moda que fue la obra de Toni Negri y de algunos de sus
discípulos y compañeros de ruta, que lo reinterpretaron vía Gilles Deleuze en
una convergencia con alguna variante del marxismo.
Ahora, pero no sólo
aquí. En la última década el panorama respecto de Foucault en nuestro espacio y
tiempo es muy diferente. Ante todo se produjo algo que podría ser un llamado al
orden bajo un proceso de institucionalización. La editorial Gallimard tomó las
riendas de una de sus gallinas de los huevos de oro. Una vez zanjadas algunas
disputas en torno a la herencia de sus escritos y al ordenamiento general de su
obra, cerró el chorro de las traducciones libres sin pago de derechos. Y para
eso abrió otra canilla: la de los cursos que dictó en los 70 y 80 en el Collège
de France, desde Los anormales (1974) hasta los dos tomos de El gobierno de sí
y de los otros (1982-1984). Esa serie, que aún no está terminada, está
escoltada por la aparición regular, primero por Paidós española y luego, ahora
mismo, por Siglo XXI de Argentina, de varios escritos contenidos en los
voluminosos Dits et écrits, que recoge toda su obra fuera de los libros
publicados. Y a todo esto hay que agregar la aparición de otros cursos dictados
fuera de Francia, como el flamante Obrar mal, decir la verdad.
Tratándose de
Foucault, un autor que saltaba por temas diferentes cambiando siempre de
enfoque, esta explosión editorial se traduce en el estudio de una obra
diferente. Y también cambia el contexto de interpretación. Ya no sólo en
Argentina, sino también en Brasil, Chile, Colombia, por nombrar sólo algunos
países, surgen redes universitarias de investigación, libros de autores nuevos
junto a los tradicionales, congresos consagrados ya no al autor, sino tan sólo
a uno de sus conceptos (como el de la biopolítica, de singular fortuna; ver en
este sentido www.biopolitica.cl), y ascensos de nuevas camadas de intérpretes
foucaultianos traídos de otras latitudes. Otra vez Foucault es objeto de una
fiebre, más prolija y menos polémica en el campo intelectual, quizás porque
tantos años en el candelero lo transformaron en un auténtico clásico. No sería
exagerado decir que sigue siendo el autor más leído en las disciplinas
humanísticas.
Aquí, allá y en todas
partes.Conviene reformular entonces la pregunta: ¿es posible decir algo nuevo
sobre Foucault que no sea lo que él mismo dice de nuevo en este boom editorial,
que lo tiene más vivo que cuando estaba vivo? ¿Se han generado nuevas teorías,
nuevas aplicaciones de sus conceptos? En las charlas de la Biblioteca Nacional,
Abraham desconfiaba de la manía por “bajar” Foucault a cualquier cosa, pero a
la vez admitía que “está sujeto a la interpretación infinita porque siempre
tiene ideas renovadas para procesos de transformación histórica”.
Uno de los autores
que más y mejor han interpretado a Foucault es su amigo Gilles Deleuze. Hoy es
algo común hablar de su texto sobre las “sociedades de control” que estarían
desbancando a la lógica del poder disciplinario: tecnologías de información,
crisis de las instituciones de encierro, emergencia de la formación permanente
y de la comunicación incesante, nuevos modelos de subjetivación basados en la
modulación y no el moldeado disciplinario, etc. Menos conocido y citado es el
anexo a su libro Foucault, donde Deleuze proponía otro upload de Foucault en el
terreno de las ciencias, esto es, que ese mismo mundo de información de las
sociedades de control obligaba a preguntarse si el fin del hombre anunciado en
Las palabras y las cosas no pasaba por las fábricas automatizadas, la genética
y la literatura agramatical; en foucaultiano, si las nuevas relaciones de poder
no estarían acompañadas de nuevas grillas de saber científicas y artísticas.
Para quienes quieran
más desarrollo de estas ideas que Deleuze lanzó en muy pocas páginas, la
editorial Cactus lanzará el mes que viene El poder, segundo tomo de sus clases
sobre Foucault (el primero es El saber, publicado el año pasado). Allí Deleuze,
quizás el otro gran pensador francés que nunca pasa de moda y que aún así
renace por la publicación de sus cursos, despliega los puntos de contacto entre
saber y poder siguiendo su particular interpretación de las zonas clave de los
escritos de Foucault. Es algo nuevo, dicho hace casi tres décadas, a la espera
de que la novedad se presente históricamente, pues fue pensado sin siquiera la
existencia de internet.
Foucault seguiría
siendo, entonces y al decir de Terán, “uno de los escasos focos de pensamiento
estimulante dentro de una época francamente devastada por la crisis y la
autocomplacencia teórica”. Y sin embargo queda flotando la advertencia de
Ferrer: “Un autor se prueba y nos prueba justamente cuando nuevas agendas
pretenden descartarlo o cuando la posteridad no le es favorable. Entonces
comienza su tiempo”. Quizás, en el fondo, detrás de tanta fanfarria Foucault
tenga que esperar 200 años para ser cabalmente comprendido, como vaticinaba su
amado Friedrich Nietzsche acerca de su propio pensamiento. Si fuera así, apenas
pasaron treinta.