Entrevista a Christian Ferrer: “La maquinaria social está construida en torno de ambiciones al eros universal, que es el dinero”
por Sonia Santoro
“Las
personas confían en que la técnica va a resolver el viejo problema del
sufrimiento humano, no dándose cuenta de que lo que les cuesta vital y
económicamente pagar por esas comodidades se paga en términos temporales, ya
que se tiene que dedicar muchísimo tiempo a conseguir el dinero para pagar por
esas comodidades. Y se paga en términos vitales en tanto y en cuanto ya la
persona no puede imaginarse otras alternativas en donde pueda vivir más en paz
o más suavemente”, dice Christian Ferrer, pensador que aborda con mirada
crítica, ácida muchas veces, los modos en que nuestra sociedad nos forma como
“consumidores”. Partiendo desde la educación que recibimos –“el saber
desangelado, transmitido sin corazón, presuponiendo además que esos conocimientos
explican oscuridades o misterios que siempre han preocupado a los seres
humanos, es un error”–, en esta entrevista Ferrer volverá a las preguntas por
el origen o los orígenes de los seres humanos: el dolor, el amor, la felicidad,
la amistad, el deseo. Preguntas que abren cabezas. Preguntas para las que no
tiene las respuestas. A veces, incluso –dice–, las soluciones empeoran los
problemas.
–¿De dónde
viene, Ferrer?
–Qué pregunta. Yo creo que soy una
consecuencia de la escuela tradicional argentina en la cual estudiar era una
obligación, no un gusto, no un despertar de la curiosidad. Lo que esa escuela
ofrecía a los alumnos era un saber enciclopedista. Esa escuela probablemente
haya desaparecido como ideal, pero a mí me parecía un modo, un tipo de alimento,
típicamente moderno, por otra parte, que me convenía. Saber mucho de distintos
campos posibles que tenían que ver con lo humano.
–¿Le gustaba
ir a la escuela?
–No. A un niño, alguien que va a la escuela
durante años, años y años, todos los meses, todas las semanas, todos los días,
por horas y horas se le están restando distintas posibilidades vitales en
función de saberes que le son transmitidos que no necesariamente le van a
servir para la vida. Creo que soluciona más las necesidades de realización de
los padres que otras cosas. Tampoco la idea de alfabetización de por sí me
parece necesariamente buena. De hecho la mayor parte de las culturas que han
existido en el mundo tuvieron transmisión de conocimiento de tipo oral y sin
estos lugares, que son fábricas de títulos y de supuestas... personas aptas
para seguir una especie de camino dentro de una máquina general a la cual la
educación no le interesa, salvo en relación con los saberes de eficacia que
pueden aplicarse en distintas industrias, en distintos servicios, en
universidades. La alfabetización actual no implica formación del carácter de la
persona sino sólo transmisión de conocimientos, además de las funciones que
tienen que ver con la sociabilidad.
–Y en tanto
padre, ¿cómo ve a la escuela?
–Como te decía, es transmisión de
conocimiento camada tras camada, tras camada. No es lo que uno llamaría
educación. Además las jornadas escolares se han alargado mucho. Hasta la década
de 1960 no era habitual enviar a niños a jardines de infantes y hoy una persona
puede pasar no sólo los años de formación escolar secundaria y universitaria en
estas instituciones, sino que a veces está encerrado ahí hasta que se jubila
como alumno. No necesariamente eso redunda en mayor sabiduría ni en mayor
acumulación de saber ni en beneficios que puedan estar asociados a la formación
de la conciencia. Por lo tanto, el problema del niño, que es tener aceptación y
amor, como bases para su propia formación personal, no necesariamente está
resuelto por las horas y horas y horas que pasa en una escuela. El saber
desangelado, transmitido sin corazón, presuponiendo además que esos
conocimientos explican oscuridades o misterios que siempre han preocupado a los
seres humanos, es un error.
–La Iglesia
ha intentado en sus colegios en la formación de carácter, pero muchas veces eso
es un problema.
–¿Por qué?
–Porque no
todos tienen por qué creer en los valores que transmite la Iglesia. Y el
monopolio...
–Sería monopolio contra monopolio. El
monopolio del Estado y el monopolio eclesiástico. Son dos monopolios.
–¿Ninguno es
mejor?
–Me parece que lo que los padres esperan de
la educación no es que los niños salgan mejor formados o que sean receptáculos
de saber de los cuales puedan enorgullecerse. Lo que la sociedad espera de la
educación es que los niños tengan el formateo suficiente como para poder
ganarse el pan de ahí en adelante, es decir, ganarse la vida, como dice la
metáfora tradicional, metáfora, por otra parte, que es espantosa en sí misma.
Con lo cual, lo que se espera entonces es que la escuela los domestique lo
suficiente y al mismo tiempo los vuelva lo suficientemente agresivos como para
que cuando llegue el momento de ingresar a los campos de trabajo esa persona
esté en disposición de aceptar las normas y obligaciones que eso trae
aparejado, tanto en un rol de sometimiento como en un rol de agresión: jefes y
empleados, eso es lo que se espera de la educación.
Por supuesto, de vez en cuando ocurren otras
cosas que se cruzan con demandas generacionales, o bien por lo que ocurre en el
aula misma. De repente alguna maestra, algún profesor, enseña en esa aula como
si estuviera en una isla desierta, como si estuviera con unos pocos náufragos,
niños. Y les da lo mejor, lo que él puede dar. Y entonces no hay muros ni hay
aulas ni hay pizarrones ni hay notas ni hay títulos. Pero esas situaciones de
naufragios son escasas.
–¿Y por qué
da clases? Quienes han pasado por sus clases pueden sentir ese naufragio...
–En las clases se dialoga con los muertos y
con los que todavía no han nacido.
–¿Cómo es
eso?
–Se habla de autores, algunos antiguos o
antiquísimos, con quienes uno puede sentirse más a gusto que con los
contemporáneos. De manera tal que los autores antiguos pasan a ser
contemporáneos. Y se habla sobre un mundo del cual nada sabemos todavía. No
porque se lo pueda planificar, no porque pueda ser mejor con algún tipo de
programa político supuestamente superador, no. Sino porque los niños van a seguir
naciendo. Entonces, la clase ideal sería aquella que está en ese momento muerta
y viva. Es decir, suspendida de todas sus obligaciones con respecto a la
actualidad y sólo conectada con ese río perdido donde han ido a parar todos los
muertos y al mismo tiempo conectada con el deseo de la especie de no perecer y
por lo tanto de traer nuevos niños al mundo con la esperanza de que no hereden
este mundo. Me parece que eso es lo que ocurre en la clase. A mí todos los
discursos sobre la educación pública, el sistema pedagógico nacional y la
modernización y la actualización no me dicen nada. A mí lo que me dice algo es
lo que ocurre en una clase en especial. Lo que le pasó al alumno, lo que le
pasó al profesor.
–Le
interesan las biografías de personajes extravagantes o exóticos, ¿cómo surge la
idea del libro Camafeos?
–Algunos de esos textos están escritos para
que ciertas personas no sean olvidadas. Personas que yo conocí y que no quería
que fueran olvidadas por mí y por todo aquel que por leer un pequeño esbozo de
una vida pueda conectarse con esa historia y con sus avatares. Lo cual no
quiere decir que todos los personajes me caigan simpáticos, por otra parte.
–Pero le
interesó registrar algo de esas historias.
–Uno escribe por gusto, quiero decir, escribe
por el simple gusto de hacerlo. En algunos casos fueron pedidos y me interesó
responder a esos pedidos, tal es el caso de (Ignacio) Anzoátegui o de Marta
Minujin. En otros casos no, son autores que me conmueven o me resultan
imprescindibles a mí únicamente. Hay un hilo conductor. Por ejemplo, algunas
figuras tienen que creer mucho en sí mismas para hacer lo que hacen: Minujín
dice “yo soy una enviada”; Orélie Antoine se nombra “rey de la Araucanía”. Pero
también al revés: “Soy una madriguera de complejos”, dice Ezequiel Martínez
Estrada.
–¿Qué define
a los excéntricos?
–No sé si hay algo que los vincule, pero sí
podría decirte que hay autores que piensan por afirmación de sí mismos, que por
otra parte son la mayoría. Es decir, gente que cree en lo que dice, gente que
cree en lo que escribe. Gente que cree en la batalla de ideas y cómo en toda
batalla cada cual se posiciona, cada cual saca su arsenal teórico o ideológico
o analítico y lucha contra otros. Mientras que hay otros autores que, por el
contrario, piensan y escriben en forma autodestructiva. (Héctor) Murena es un
caso, Martínez Estrada es otro caso. Es decir, pensar significa autodestruir el
objeto sobre el cual se piensa y al cual no se le concede ningún derecho a
existir pero al mismo tiempo se autodestruye el autor, éstos son autores más
raros. La mayor parte de las personas, sobre todo en el mundo intelectual y
universitario, típico del intelectual que toma partido, cree que sabe y además
cree que es bueno, necesariamente: si el otro es malo yo soy bueno. Es como una
lógica infantil pero que funciona. Funciona en la política, en las empresas, en
las universidades. Esa mezcla de supuesto saber y superioridad moral con
respecto al contrincante. A mí me interesan mucho más los autores que, por el
contrario, saben que pensar implica el riesgo de fundirse, de autodestruirse.
Están en lucha también, pero es otro tipo de lucha, es una lucha demoníaca; la
otra es de angelitos, no importa si esos angelitos a veces usan revólveres. Me
parece a mí.
–Dice de
Martínez Estrada que diagnostica, como un radiólogo, pero no cura.
–No todos los problemas tienen solución. Y
por lo general, las soluciones agravan los problemas. Quiero decir, el hecho de
que no haya solución a ciertos problemas no quiere decir que no sigan estando
ahí los problemas. Y, por otro lado, las soluciones, me refiero a soluciones de
índole política o técnica, por lo general son reajustes que permiten a una gran
maquinaria seguir funcionando. De alguna forma, los peores defensores de un
sistema defectuoso son aquellos que buscan solucionar sus aristas más
impresentables pero dejando latente el funcionamiento de todo el sistema. Eso
se hace notorio después de un cierto tiempo. Todo sistema social, toda máquina,
necesita de un service. Pero las soluciones que sólo proceden por reajustes son
falsas soluciones y tarde o temprano una época se ocupa de deshacerse de todas
ellas para refundarse sobre otras bases. Justamente no porque no funcionara la
anterior sino porque la acumulación de falsas soluciones tarde o temprano hace
estallar todo el mecanismo.
–¿Las
soluciones a los problemas técnicos son siempre técnicas?
–Ese es el ideal de la sociedad tecnocrática.
Es un típico pensamiento. Por ejemplo, se extiende la frontera agrícola a
lugares donde antes había bosques y esos bosques desaparecen, de manera tal que
desaparecen las especies animales que allí también vivían. Entonces, la
solución técnica es tomar muestras de ADN de los últimos ejemplares vivos para
una eventual clonación en el futuro para que los niños escolares sigan viendo
animales en el zoológico. Ante un problema creado por el ser humano se le busca
una solución técnica. La cuestión aquí no es tanto elegir expansión agrícola o
mantenimiento del paisaje, sino preguntarse si esa expansión agrícola
contribuye a eliminar el hambre en el mundo o sólo a enriquecer las arcas de
los propietarios y del Estado. Que yo sepa, no se ha eliminado el hambre en el
mundo.
–¿Cómo se
relaciona la técnica con el ideal actual de felicidad? Dice en el libro El
entramado que hay una exigencia de felicidad en la sociedad actual.
–En nuestra época, donde hay vacunas,
antibióticos, medicamentos que intiman con el dolor psíquico, afectivo; donde
hay compañías de seguros, sistemas de intercomunicación y sincronización
continua e instantánea; donde las distancias se han acortado; donde hay
televisión, Internet, en fin, no es seguro que no se sufra más que antes. Es
decir, todos esos artilugios técnicos a mí me parecen amortiguadores
psicofísicos de la personalidad. Tienen funciones de amortiguación del dolor.
Como si los seres humanos necesitaran de ellos inmunización, seguridad. Sin esa
vida en una cápsula protegida –y de alguna forma el hogar burgués fue eso desde
el siglo XIX en adelante: un estuche–, sin esa posibilidad de establecer aunque
sea contactos mínimos por día a través de redes de comunicación, las personas
se hundirían en la desesperación porque sus vidas reales son vidas que se
juegan en el mundo del trabajo. Es decir, esto significa que el hombre ha sido
construido como hombre económico; productor y consumidor a la vez. Por lo tanto
se ve a sí mismo como trabajador. En la antigüedad un trabajador no era alguien
bien considerado. Los que hacían el trabajo duro eran los esclavos. Sólo en la
época moderna, cuando se decide que existe igualdad democrática entre todos,
aparece el problema de quién va a trabajar. Si antes lo hacían los esclavos y
ahora somos todos libres e iguales, quién trabaja. Es decir, quién hace la
tarea que desde siempre ha sido considerada una condena. La única solución
lógica era decir que el trabajo es algo muy lindo. Que el trabajador es alguien
lindo. Y su salario tiene que ser más o menos lógico. Eso es todo.
–Hoy se
soporta menos el dolor que antes.
–Si uno presta atención a la importancia que
adquirió la farmacéutica, la evaluación médica constante, la cantidad de
medicamentos que intiman con los estados de ánimo, desde los viejos
barbitúricos, pasando por los ansiolíticos, hasta llegar hoy a los
desactivadores de estados de pánico, y si uno atiende a la imaginación actual
que espera de la técnica ya no una cura de enfermedades o dolores sino una cura
de enfermedades emocionales: que se descubra el medicamento que al fin reduce
la gordura en un instante, o que te implanta cinco tetas a la vez sin el menor
riesgo... En otras palabras las personas confían en que la técnica va a
resolver el viejo problema del sufrimiento humano, no dándose cuenta de lo que
les cuesta vital y económicamente pagar por esas comodidades. Se paga en
términos temporales, ya que se tiene que dedicar muchísimo tiempo a conseguir
el dinero para pagar por esas comodidades. Y se paga en términos vitales en
tanto y en cuanto ya la persona no puede imaginarse otras alternativas en donde
pueda vivir más en paz o más suavemente. Y no las puede imaginar a esas
alternativas, no porque no las conozca sino porque le parecen poco erógenas. En
otras palabras, porque la maquinaria social está construida en torno de
ambiciones, del eros universal que es el dinero y de pensar a la máquina como
un principio de orden y de poder. Eso les satisface a todos. De manera tal que
cualquier otra alternativa que suponga más mansedumbre y más felicidad les
resulta problemática para sus propios instintos agresivos.
–¿Por qué el
cuerpo de las mujeres es el más exigido?
–Es relativo, pero es bastante evidente una
presión social que cae sobre el cuerpo femenino. Yo creo que en parte es un
efecto impensado y no querido de la lucha por la liberación de la mujer de los
últimos 100 años, y de los últimos 50 años en particular. Es decir, una vez que
se produce la liberación del viejo harén patriarcal, o al menos de sus formas
más rígidas, hay todo tipo de riesgos afectivos que vienen después. Estar
emancipada no quiere decir estar a salvo. Esos riesgos afectivos no se
resuelven con leyes, no se puede legislar sobre ellos. Por otra parte, creo que
hay una conciencia cada vez mayor de que el cuerpo es un valor en sí mismo. Que
la apariencia corporal permite o posibilita, en tanto eso supone diferencias
sociales entre jóvenes y no jóvenes o apariencias destacables y no destacables.
Me parece que hay una creciente conciencia de que el cuerpo como valor en sí
mismo permite el ascenso social hacia el otro gran diferenciador social que es
la riqueza, o bien los mercados de la vanidad. A eso hay que agregar que los
llamados “mercados del deseo” –y toda sociedad tiene un mercado del deseo– se
han ampliado considerablemente desde hace 50 años. Antes las personas, hombres
y mujeres, establecían muy jóvenes un camino afectivo que los llevaba al
matrimonio, a la consecución de una familia y no mucho más. Hoy en cambio el
mercado del deseo se ha vuelto barroco. Hay todo tipo de personas de toda edad
intentando posicionarse en ese mercado, lo cual hace que las angustias, los
malestares en torno de la imperfección corporal se vuelvan mucho más intensos.
Eso toca particularmente a las mujeres, pero a todos en realidad. Y la técnica
se ofrece a compensar la posición desfavorecida de todos los que no den la talla
o el aspecto más presentable posible.
–¿Cuál es el
rol de la pornografía en la sociedad actual? Usted la compara con algunos
programas de televisión como el de Tinelli. ¿Puede explicarlo?
–Es difícil saber cuál es la causa de la
expansión rampante de esta industria, pero difícilmente esté asociada con una
mayor “libertad de expresión”. Es decir, al fin de la censura. Es posible que
la pornografía prospere allí donde falla la monogamia, porque el contrato
implícito es el de la imaginación de harén, no el del hogar. Puede sumarse a
ello la cruza entre el desenfado de los medios de comunicación y variados
efectos inesperados o no queridos de la revolución sexual iniciada en la década
de 1960. Lo cierto es que cuando los matrimonios languidecen en frialdad, las
personas se ponen a soñar con lejanías de todo tipo. La cuestión es que por
todos lados se promueven epifanías de la carne, pero la experiencia habitual es
la de estar encorsetados. Además, la ampliación del “mercado del deseo”
conlleva la necesidad de presentar al otro una imagen de cuerpo altamente
sexualizada. Quizá la pornografía tanto como las telenovelas sean modos de
sublimación de la alienación cotidiana. ¿El programa de Tinelli? No sé, su
centro de gravedad es la humillación consentida, con algunos toques de
sensualidad pornográfica socialmente aceptable, para toda la familia.
–En un
artículo sobre donación de órganos dice que la obligación de donar por ley
sanciona el fracaso emocional de una comunidad.
–Por lo general, cuando hay leyes es porque
han fracasado las reglas de buena vecindad. La donación de órganos debería ser
un gesto de desprendimiento amoroso, no una obligación. Es decir, un gesto de
“amor anónimo”, una efusión de bondad y solidaridad hacia la comunidad, a todos
y a nadie en particular. De otro modo se consumaría la posible paradoja de que
un misántropo, o un egoísta en grado sumo, o una persona abrasada por el odio a
la humanidad, sean “donantes presuntos”, tal como lo indica la ley. En fin,
este tipo de cuestiones aparece cuando los “avances” técnicos son mucho más
veloces que la capacidad de una sociedad para procesarlos, y entonces se
establece un desarrollo desigual y combinado entre tecnología y ética.
–En un
capítulo sobre la tecnología y la escritura plantea que es una falacia pensar
que la tecnología ahorra tiempo, ¿por qué?
–Hasta donde sé, por más que las redes de
computadora permitan mayor velocidad y prolijidad y sincronicidad e
interconexión, nadie sale antes de cumplir el mismo horario de siempre ya
estipulado en fábricas y oficinas. ¿A quiénes les ahorra tiempo entonces? A los
dueños de las empresas, que ven de este modo multiplicada la productividad de
los trabajadores sin que ello redunde necesariamente en aumento del salario.
Las tecnologías ni son neutras ni son de por sí “benefactoras”, ingresan en
instituciones que determinan sus usos y, que yo sepa, vivimos en una sociedad
industrialista, productivista y con poderes y jerarquías bien conocidos. Por el
mismo andarivel, lo mismo que permite la interconexión también lo hace con la
vigilancia, y eso no se le escapa a nadie, como a nadie le está permitido
escaparse de ese destino. La llave maestra de la “libertad” también lo es del
control.