El obediente Lionel Messi...
por Ernesto Morales
La única vez que vi a Lionel
Messi en persona, delante de mí, dos cosas me llamaron poderosamente la
atención. Primero: era mucho más frágil de lo que imaginaba. Exceptuando sus
piernas, desde luego, todo en él me recordaba a un niño. Si su estatura es 8 centímetros
más baja que la mía, su torso es la mitad de estrecho que el de un adulto
promedio, como si se tratara de un adolescente cuyo tórax no se terminó de
desarrollar.
Segundo: Lionel Messi no
disfrutaba aquel espectáculo de luces y flashes y autógrafos pedidos y cámaras
de televisión con reporteros que, como yo, intentaban obtener una reveladora
entrevista suya. Recuerdo haber pensado: este chico, solo quería jugar. Y lo
han traído de la mano a esto.
Era el año 2012, acababa de
ganar su tercer Balón de Oro, y estaba en Miami como parte de esa gira
esperpéntica llamada “Messi & Friends”, organizada por la fundación que
lleva su nombre, donde se desarrollaban partidos entre dos equipos-frankenstein,
armados a como diera lugar con jugadores estelares, para exhibición y
recaudaciones benéficas.
La lectura del marketing podría
ser esta: “El mejor jugador del mundo dedica sus vacaciones a jugar fútbol para
recaudar dinero con fines benéficos”. La lectura un poco más profunda sería
otra: “Un chico que solo quería jugar al fútbol, debe cumplir también en sus
vacaciones con obligaciones, sin descanso, porque la maquinaria de dinero, de
publicidad, exige fundaciones como la suya, benéficas, para paliar los impuestos
millonarios a sus ingresos”.
De repente debía ganar más
dinero para que le quitaran menos de su dinero. Y del dinero de su padre. Y del
dinero que le generan Adidas, y Head & Shoulders y Doritos y la retahíla de
transnacionales que pagan por su imagen. Y Leo Messi, cuando empezó todo esto,
con cinco añitos, solo quería jugar al fútbol. Esa linda y sobrecogedora
palabra: jugar.
Cuando Lionel Messi me firmó el
tennis que guardo en una vitrina de mi casa, apenas me miró, aquella tarde en
los vestuarios del Sun Life Stadium. No miraba a nadie. No podía. Sus pupilas
no tenían forma de fijarse en ningún punto concreto: tenía cien flashes encima,
ocho cámaras de televisión, y un cordón de guardaespaldas liderado por su tío
que no por ser su tío tenía la complexión del sobrino. Es bajo como él, pero es
un pequeño Neandertal con brazos de orangután. Tengo el recuerdo grabado en la
memoria con espantosa fijación: aquel chico, tres años menor que yo,
literalmente no podía dar un paso con libertad. Su cara era una forma de la
angustia sobrellevada.
En los vestuarios del stadium
de Miami conversaban y se cambiaban esa tarde, con total naturalidad,
futbolistas de élite como Radamel Falcao, Didier Drogba, Fabio Cannavaro y
Diego Forlán. Ellos podían, aunque fuera a trompicones, tener una vida normal.
Se tomaban un par de fotos, hablaban entre ellos, socializaban incluso con
nosotros los periodistas. Lionel Messi no. Adidas exigía, como parte de los
acuerdos contractuales de esta gira benéfica, seguridad personalizada a toda
hora y en todo sitio. Y a toda hora y en todo sitio incluía también las duchas.
Messi no podía bañarse y cambiarse en el mismo vestuario que el resto.
Y todo esto había empezado en
un barriecito de Rosario, Argentina, veinte años atrás, con un chiquillo que
solo quería jugar al fútbol.
Messi no nació normal. Además
de la deficiencia hormonal que le obligó a mudarse a Barcelona en su infancia
para recibir tratamiento durante años, nació con una forma leve de autismo
descubierta por el psiquiatra y pediatra austríaco Hans Asperger.
Cuando en este 2014 Messi dijo
que no sabía nada de sus cuentas bancarias y deudas con Hacienda, que todo eso
lo llevaba su padre, difícilmente no estuviera diciendo la verdad. No solo
porque su genio es para el fútbol, no para la economía y la mercadotecnia, sino
porque él solo ponía las piernas. Su síndrome de Asperger da para una
concentración extraordinaria en un asunto (en su caso el fútbol), y para nada
más. Los cerebros que controlan los hilos de su nombre y su marca y su
cotización, empiezan en su padre y terminan, quién sabe, en una red de abogados
y firmas donde cada cual saca su apetitosa tajada.
A Messi, su padre le decía: “Tú
juega al fútbol. Déjame el resto a mí”. El chico al que ni la escuela, ni otros
deportes, ni la televisión ni los viajes le interesaban, el rosarino pequeñito
de 10 años, al que solo le interesaba inyectarse los muslos para poder jugar al
fútbol, de repente se descubrió debiéndole 35 millones de euros a Hacienda.
Cuando Lionel ganó su primer
Balón de Oro, en 2009, el escritor uruguayo Eduardo Galeano dijo que a Messi
deslumbraba verlo porque no había dejado de jugar como un chiquilín de barrio.
Era verdad. Así jugaba Lionel. Y así no juega ya. Por el camino, en esa línea
que debía ser recta entre un deportista fascinantemente talentoso y el deporte
que solo quiere practicar, han entrado a jugar otras demasiadas variables que
en nada son poéticas ni ingenuas como la palabra jugar.
De repente Messi se vió con un
peso sobre sus hombros: ser el sustituto de Maradona. Él no lo pidió. El solo
pidió jugar al fútbol. Pero su país y nosotros, los hinchas, le otorgamos esa
empresa como quien envuelve el mapa del tesoro en la piel de un animal, y lo
pone en manos de un héroe que debe partir.
De repente se vio, además, como
una industria de hacer euros. Lo mismo posando en calzoncillos, que vistiendo
los carnavalescos trajes de Dolce & Gabbanna, que lavándose la cabeza con
champú que de seguro ni usa. Pero eso le decían sus asesores, sus familiares, sus
abogados, que debía hacer. Un rasgo distintivo de los síndromes de Asperger es
su noble capacidad para obedecer. Messi terminó siendo como todos quisieron que
fuera.
Y después vinieron los Balones
de Oro. No importaba que él solo balbuceara una y otra vez que solo quería
jugar al fútbol. Nada de eso. Tenía que ser la estrella del circo. Tenía que
exhibirse como el principal gladiador del coliseo romano. Uno tras otro los
Balones de Oro que la FIFA le arrebató a una revista francesa, madre de la
iniciativa. Toma. Ahí los tienes. Eres el mejor del mundo. No nos basta con tu
juego hermoso, divertido, de fantasía. No es suficiente con que hagas más bello
este deporte todavía. Tienes que ser nuestra cabeza de turco. Nuestro fantoche.
Algo que vender, porque te van a comprar: eres demasiado bueno.
¿Porque él los quería? No, casi
de seguro: porque nosotros los queríamos. Nosotros, los consumidores adictos al
fútbol. Los que exigimos cada vez más torneos, aunque los futbolistas tengan
cada vez menos piernas. Y nosotros pagamos por eso. Pagamos por camisetas, por
membresías de clubes, entradas a stadiums, juegos de Playstation, posters.
Nosotros pagamos, la industria pone luces, cámaras y acción; los futbolistas,
llámense Messi, o Cristiano, que pongan sus muslos y sonrían.
Y uno termina preguntándose si
aquel chico se acordará, entre tanta vorágine y tanta podredumbre, de que él
solo quería jugar al fútbol. Como otros queríamos ganarnos la vida escribiendo,
otros bailando, y otros pintando cuadros. Divertirnos, solo eso.
El primer gran enemigo de la
FIFA, casualidad macabra, es el hombre cuya Historia ha atormentado al rosarino
Messi, sin ninguno de los dos quererlo. Es un atorrante incontenible, un
comunista vomitivo y futbolista sin comparación posible, llamado Diego Armando
Maradona.
Maradona se ganó la animosidad
de la FIFA por hacer algo impensable, digamos: denunciar a los cuatro vientos
que esa banda de rufianes que había organizado al fútbol alrededor de cuatro
letras, se comportaba como una mafia sonriente con todo el poder del mundo, sin
oposición o control posible.
Muchos se preguntan, de no
haber sido Maradona el enemigo declarado de la FIFA si su carrera habría sido
truncada de forma tan escandalosa por aquel positivo a la endorfina, en 1994.
No era el primero, no sería el último en dar alterado en un test de doping. Con
Maradona, el bocón, el bastardo, no hubo atenuante posible. La FIFA sonreía.
Hoy, rebelarse contra la FIFA
es prácticamente imposible si quieres patear balones de manera profesional. El
organismo tiene impunidad para, por ejemplo, no pagar impuestos y derogar leyes
vigentes en los países donde celebra sus torneos si estas afectan sus intereses
económicos. Y está dirigida por un señor mayor llamado Joseph Blatter desde
hace 16 años. Blatter es solo 10 años más joven que Fidel Castro, y para mí,
oriundo de un país donde las entronizaciones del poder han sido cosa de más de
medio siglo, me aterra cualquier mandato demasiado extenso. Más, si el
organismo dirigido se autodefine como sin fines de lucro y tiene fondos de
reserva en bancos suizos (la casa natal de Blatter) por mil millones de
dólares.
Y esa es la organización que
decide las vidas de chicos como Lionel, como James, como Suárez, como
Cristiano. Jóvenes de entre 20 y 28 años que comenzaron viendo el fútbol no
como un empleo, no como una forma de hacer dinero, no como mira un lobo de Wall
Street los indicadores del Dow Jones: apenas niños que querían divertirse
jugando al fútbol.
Las lágrimas de Cristiano
Ronaldo al recoger su segundo Balón de Oro, no tienen falla: eran lágrimas de
presión. Lágrimas de tensión acumulada. De miedos impuestos por una industria
donde todos, sus seguidores y detractores, le exigimos cada vez más, cada vez
mejor, cada vez más espectacular. El colmo de lo grotesco: Cristiano Ronaldo
debió jugar la final de la Champions League con una orden comercial en su
cabeza: “Si marcas un gol, te quitas la camisa, vas hacia el corner, y gritas y
sacas músculos, lo más fuertemente que puedas”. ¡Filmaban una película sobre
él! ¡Había que lanzar más carne al hambre del espectáculo!
Cristiano, como Messi, solo
quería en un principio jugar al fútbol. Hoy, ambos, son los gladiadores que
ganan millones despedazándose en medio del coliseo, mientras nosotros
decidimos, en las gradas, si con un pulgar arriba o un pulgar abajo, se les
perdonan o si se les salvan sus vidas. Nosotros los hemos puesto a pelear entre
sí. Probablemente sin nosotros, sin la industria que nos satisface el morbo de
la rivalidad malsana, ellos serían amigos o poco menos.
Admitámoslo: esto es grotesco.
Esto es una mierda.
Alguien depositó en las
neuronas de Lionel Messi una responsabilidad: tienes que ser el mejor de todos
los tiempos. No basta con que juegues maravilloso. Tienes que ganar el Mundial,
de lo contrario, no serás el mejor de todos los tiempos. Así llegó este chico a
Brasil. No como quien viene a una fiesta, lo que debería ser. No como se va a
competir con dedicación, pero con disfrute. No. A él se le exigía golear,
correr, y ganar.
Se lo exigía Adidas. Se lo
exigía el contrato de mejor pagado del mundo que firmó con Barcelona. Se lo
exigía su mercantil padre. Se lo exigía la separatista Catalunya. Se lo exigía
una Argentina donde ni siquiera tuvieron a bien ponerle inyecciones de
crecimiento cuando chico. Se lo exigía una legión de detractores que, crueles
como somos los hinchas futboleros, emplea adjetivos mordaces y destructivos,
adjetivos que vendrían bien a asesinos seriales o dictadores de pueblos, no a
jóvenes que corren detrás de un balón. Se lo exigía yo. Sí: también se lo
exigía yo mientras veía hoy el partido con mi hijo de seis meses sobre mis
piernas.
Messi ha fallado. Messi miraba
al cielo en el momento de mandar ese tiro libre a las nubes. El mismo que otras
veces se clavó en la red, hoy fue a parar al cielo de Río a donde doscientos
mil argentinos ponían sus rezos para que el equipo no se fuera así, sin más. Y
Messi era el culpable. Era culpable de no estar ya a su mejor y más rutilante
nivel, y, oh pecado, era culpable de no ser ya el mejor de la Historia.
De repente lo recordé caminando
delante de mí, dos años atrás, firmándome aquel zapato con las pupilas
dilatadas por tanto bullicio y luces alrededor de él. Recordé su cara de
angustia, de quien quiere desaparecer y tumbarse en el sofá a ser un tipo
simplemente normal: la misma cara con la que recogió, en el sopor de la máxima
humillación, el último premio que todavía hoy le tenía la FIFA listo, contra
toda lógica y toda comprensión.
Yo vi a Messi esta tarde y de
repente sentí lástima por él, y por la tragedia silenciosa que es toda esta
profesionalización, esta industria de circo, descarnada, indoliente, donde
tantos futbolistas se han suicidado y a otros tantos les ha explotado en la
cancha el corazón; esta industria donde se coronan a héroes y se desguazan a
derrotados; esta cultura despiadada donde miles de periodistas como yo
escribirán hoy sus crónicas de la derrota y con un dedo señalarán, señalaremos,
todos a Lionel Andrés, un muchachito de un metro sesenta y nueve centímetros,
medio autista y medio genio, que no pidió ser el mejor de nada, que no soñaba
con Balones de Oro ni cláusulas de 250 millones en Barcelona, y al que solo, en
realidad, le interesaba poder divertirse un poco jugando al fútbol.