"Para guardar distancia y resistir el engaño, nada como la literatura". Entrevista a Marcelo Cohen.
por Pablo
E. Chacón
En sus Relatos reunidos, el
escritor y traductor atraviesa su propia producción, incluso alguna inédita,
que a la manera de un mosaico hace las veces de testigo de mutaciones técnicas
-y en consecuencia, subjetivas- hasta dejar en el presente un mundo propio con
un pasado, un futuro cercano y un atalaya desde donde reflexionar sobre esos
materiales.
El libro recorre
desde algunos de sus primeros textos a algunos que no se sabrá si serán partes
o todos de ensayos, ensayos de relatos o clásicamente, novelas.
Cohen nació en
Buenos Aires en 1951; vivió en España muchos años y en la actualidad dirige
-junto a Graciela Speranza- la revista de artes y letras Otra Parte (que
también tiene una versión digital). Publicó, entre otros libros, Isomnio, Casa de
Otto, Balada y El fin de lo mismo.
¿Con
qué criterio organizaste la selección de los cuentos?
Bastante
caprichoso. De mis primeros libros dejé de lado algunos que me pareció que no
había que endilgarle al lector. Puse algunos libros completos, añadí inéditos
que habían quedado por el camino y, como todo ese material para mí era pasado,
es decir que en mi alma ya estaba frío, sumé algunos de un libro que estoy
escribiendo ahora en el que un fan del cine, el escritor MC, del Delta
Panorámico, cuenta algunas de sus películas favoritas (desconocidas para
nosotros, claro). Después, como se ve en el libro, lo dividí en historias de
Este Mundo e historias del Delta Panorámico, que es el mundo constantemente en
ampliación y esclarecimiento que es donde transcurre casi todo lo que vengo
escribiendo desde Los
Acuáticos. Dentro de cada
sección hay un mosaico; o sea, un orden no cronológico, porque me gustaría
sabotear un poco la idea de desarrollo, evolución, etcétera. Estoy convencido
de que con los años he aprendido que, para mi gusto, hago mejor las cosas; pero
también sé que en gran medida uno es irremediablemente repetitivo. Trastocando
los tiempos tal vez se note menos.
Los
novelatos de El fin de lo mismo, incluso algunos fragmentos deInsomnio, ¿representan un
espacio narrativo de transición entre tu primera producción y la última, donde
se recorta esa especie de Santa María donde rige una normativa otra, a la
manera de Onetti, por ejemplo?
Sí, son una
transición en ese sentido, pero sobre todo en otros que acusé más a fondo.
Primero, son el primer sondeo a fondo de la posibilidades de modificar las
formas del cuento, prescriptivas, que prevalecían desde hacía tanto tiempo: el
cuento rodaja de vida a lo Chéjov, el cuento de horror metafísico a lo Poe,
sobre todo el cuento cuyo sentido lo da el final inesperado, y presentado con
una retórica de aceleración, inminencia y corte. No sé comprimir, no tengo una
mente sintetizadora y quizá por eso me cuesta dejar pasar un personaje, un
escenario o una situación sin darle las palabras que la atención reclama. De
ese modo la historia se modifica, y con ella el pensamiento y hasta el
sentimiento, una experiencia que espero cuando me pongo a escribir y diría que
es el motivo culminante de que escriba: el hallazgo, la apertura de un panorama
nuevo o el descubrimiento de un error, lo que sea. Por eso ni el ritmo de la
prosa ni la economía son lo que el cuento por así decir perfecto reclaman;
claro que, perdón por decirlo así, uno siempre puede apoyarse en los cuentos de
Kafka, y, por raro que suene, en los de Eduardo Wilde, dos de los muchos
cuentistas que sólo incómodamente encajarían en los parámetros del género tal
como se cultiva en los talleres. En fin: en este libro hay pocas piezas que
respondan al género cuento, y eso empezó a pasar con El fin de lo mismo. Otra
cosa que sucedió en esa época fue el descubrimiento de una manera de escribir
más suelta, más confiada en sí misma; podríamos decir, menos atenazada por el
superyó.
Es
imposible no preguntarte por la importancia de la revolución en la tecnología
(comunicaciones incluidas) sobre tus últimos textos.
Ahí la tecnología
aparece más bien como irrisión, ilusión, disparate, y como constricción de la
realidad. Literariamente, es una invalorable fuente de historias. Soy
impenitente lector del diario, y por poco que uno atienda al diario con cierto
discernimiento no hay
manera de no ver hasta qué punto el círculo finanzas-tecnología-actualización
imperiosa-consumo domina cada vez más horas de la vida. Cada adelanto tecnológico, además, trae aparejado el riesgo
de una nueva clase de catástrofe –ya lo dijo Virilio. Y si a uno, como a mí, le
da por imaginar cómo serán cuando se desarrollen cierto retoños que ve en el
presente -es un modo de la sátira, después de todo-, inevitablemente la
tecnología aparecerá como destino, potencia, farsa o caducidad. Es
dificilísimo, casi imposible, hacer un uso políticamente liberado de las
técnicas; todo
dispositivo, incluso la escritura, es una máquina de asimilación. Sólo que si uno tiene esto en cuenta puede
valerse las necesarias para estar en la comunidad y hacer su trabajo
resistiendo a la vez los aspectos más condicionadores. Y para guardar
distancia, denunciarse como iluso y resistir el engaño, nada como la literatura. Así
que, por mi parte, escribo sobre un mundo donde todo ya sucedió, las
tecnologías se aceleraron y caducaron y volvieron, e incluso la comunicación
suprema, una conciencia global que permite vincularse directamente entre
cerebros (pero aleatoriamente, imposible de dirigir, como es la Panconciencia),
ya es una adquisición humana instalada, incorporada, pero en parte pasada de
moda, un entretenimiento, una experiencia instructiva pero casi ya vulgar,
mersa, como el cine.
Como
sea, en estos textos, la sensación de extrañamiento, inquietud e inminencia (de
algo) es constante, siempre. Además de traducir a Philip Larkin, ¿a qué otro
escritor te has dedicado últimamente?
Poetas: bueno,
traducir, traduje a A R. Ammons, un poeta que escribe una lírica panteísta con
un lenguaje y conceptos de las ciencias; pero leo mucho a Anne Carson, al
australiano Chirs Andrews, al último Leónidas Lamborghini, a José Kozer, a
Cucurto. Narradores: Gene Wolfe, de quien traduje nueve libros y que creo que
es el escritor de literatura fantástica más importante de las últimas décadas y
uno de los más grande escritores vivos sin distinción de género, pero no paro
de leer a Lydia Davis, una cuentista extraordinaria y fuera de toda norma y,
aparte de los que nombro siempre, a Jean Echenoz. Y a veinticinco o treinta
más, claro. Lo más grande de la literatura es su prodigiosa diversidad. De modo
que puedo releer a Cortázar, a Eduardo Wilde, a Walsh, a Felisberto Hernández,
a Juan Bennet y a Aira.
El
proyecto Otra Parte, y sus derivas plásticas, filosóficas, políticas, ¿puede
decirse que representa parte de ese universo que encuentra su forma en la
escritura?
Otra Parte intenta
ser la constancia de que, si no
hay un afuera de lo que nos toca vivir, este régimen tecnofinanciero mundial y
absorbente, este sistema político de oposiciones parlamentarias que asimila
casi todos los discursos y aun el supuestamente extraparlamentario, esta constante desazón por las ilusiones que
nacen y se diría que no prosperan (como nos pasa a tantos con el kirchnerismo), sí se puede abrir
lugares de circulación, espacios de socialización, ámbitos que se imponen
reglas de juego distintas de las jurídicas o parlamentarias y las respetan
hasta que, de común acuerdo, deciden cambiarlas por otras. Ahí se discute, se
intercambia, se estudia, se aprende, hay coincidencias, desencuentros, entradas
y retiradas. En un espacio así la escritura es la
proyección de todo eso, vida conjunta en marcha que una y otra vez cuaja
provisoriamente en artículos. Y cada uno dedica mucho tiempo a escrituras de
otros, sea lectura, comentario o edición, y nadie se echa a perder por haberse
quedado demasiado quieto. Y, además, los directores de OP somos marido y mujer,
como si todo esto que describo fuese, entre otras cosas, un fruto de la
constante conversación que es uno de los dones de la vida matrimonial. Esto
también es política.