Ecuador: ¿la revolución ciudadana tiene quien la defienda?
(Video: En defensa de la selva ecuatoriana, de Silvia Rivera Cusicanqui)
Los intelectuales de América Latina, entre los que me considero
por adopción, han cometido dos tipos de errores en sus análisis de los procesos
políticos de los últimos cien años, sobre todo cuando contienen elementos
nuevos, ya sean ideales de desarrollo, alianzas para construir el bloque
hegemónico, instituciones, formas de lucha, estilos de hacer política. Por
supuesto, los intelectuales de derecha también han cometido muchos errores,
pero aquí no me ocuparé de ellos.
El primer error ha consistido en no hacer un esfuerzo serio para
comprender los procesos políticos de izquierda que no encajan fácilmente en las
teorías marxistas y no marxistas heredadas. Las primeras reacciones a la Revolución cubana son
un buen ejemplo. El segundo tipo de error ha consistido en silenciar, por
complacencia o temor de favorecer a la derecha, las críticas de los errores,
desviaciones y hasta perversiones por las que han pasado estos procesos,
perdiendo así la oportunidad de transformar la solidaridad crítica en
instrumento de lucha.
Desde 1998, con la llegada de Hugo Chávez al poder, la izquierda
latinoamericana ha vivido el período más brillante de su historia y tal vez uno
de los más brillantes de la izquierda mundial. Obviamente, no podemos olvidar
los primeros momentos de las revoluciones rusa, china y cubana, ni tampoco los
éxitos de la socialdemocracia europea durante la posguerra. Pero los gobiernos
progresistas de los últimos quince años son particularmente notables por varias
razones: se producen en un momento de gran expansión del capitalismo neoliberal
ferozmente hostil a proyectos nacionales en divergencia con él; son
internamente muy diferentes, dando cuenta de una diversidad de la izquierda
hasta entonces desconocida; nacen de procesos democráticos con una elevada participación
popular, ya sea institucional o no institucional; no exigen sacrificios a las
mayorías en nombre de un futuro glorioso, sino que tratan, por el contrario, de
transformar el presente de quienes nunca tuvieron acceso a un futuro mejor.
Escribo este texto siendo muy consciente de la existencia de los
errores mencionados y sin saber si tendré éxito en evitarlos. Además, me centro
en el caso más complejo de todos los que constituyen el nuevo período de la
izquierda latinoamericana. Me refiero a los gobiernos de Rafael Correa en Ecuador, en el poder desde
2006. Para empezar, algunos puntos de partida. En primer lugar, se puede
discutir si los gobiernos Correa son de izquierda o de centroizquierda, pero me
parece absurdo considerarlos de derecha, como pretenden algunos de sus
opositores de izquierda. Dada la polarización instalada, creo que estos últimos
sólo reconocerán que Correa fue en última instancia de izquierda o
centroizquierda en los meses (o días) siguientes a la eventual elección de un
gobierno de derecha. En segundo lugar, es opinión ampliamente compartida que
Correa ha sido, “a pesar de todo”, el mejor presidente que Ecuador ha tenido en las últimas décadas y el
que ha garantizado mayor estabilidad política después de muchos años de caos. En
tercer lugar, no cabe duda de que Correa ha emprendido la mayor redistribución
de la renta de la historia de Ecuador,
contribuyendo a la reducción de la pobreza y al fortalecimiento de las clases
medias. Nunca tantos hijos de las clases trabajadoras llegaron a la
universidad. ¿Pero por qué todo esto, que es mucho, no es suficiente para
tranquilizar al “oficialismo” y convencerlo de que el proyecto de Correa, con o
sin él, proseguirá después de 2017 (próximas elecciones presidenciales)?
Aunque Ecuador vivió en el pasado algunos momentos de
modernización, Correa es el gran modernizador del capitalismo ecuatoriano. Por
su amplitud y ambición, el programa de Correa tiene algunas similitudes con el
de Kemal Atatürk en la Turquía
de las primeras décadas del siglo XX. Ambos están presididos por el
nacionalismo, el populismo y el estatismo. El programa de Correa se basa en
tres ideas principales. La primera es la centralidad del Estado como conductor
del proceso de modernización y, vinculada a ella, la idea de soberanía
nacional, el antiimperialismo estadounidense (cierre de la base militar de
Manta; expulsión de personal militar de la embajada de Estados Unidos; lucha
agresiva contra Chevron y la destrucción ambiental que ha causado en la Amazonia ) y la necesidad
de mejorar la eficiencia de los servicios públicos. “Sin perjudicar a los
ricos”, es decir, sin alterar el modelo de acumulación capitalista, la segunda
idea consiste en generar con urgencia recursos que permitan llevar a cabo
políticas sociales (compensatorias, en el caso de la redistribución de la
renta, y potencialmente universales, en el caso de la salud, la educación y la
seguridad social) y construir infraestructuras (carreteras, puertos,
electricidad, etc.) con el fin de volver a la sociedad más moderna y
equitativa. La tercera idea implica que, por estar todavía subdesarrollada, la
sociedad no está preparada para altos niveles de participación democrática y
ciudadanía activa, que pueden resultar disfuncionales para el ritmo y la
eficacia de las políticas en curso. Para que esto no ocurra, hay que invertir
mucho en educación y desarrollo. Hasta entonces, el mejor ciudadano es aquel
que confía en el Estado, porque éste sabe mejor que él cuál es su verdadero
interés.
¿Este vasto programa choca o no con la Constitución de 2008,
considerada una de las más progresistas y revolucionarias de América Latina?
Veámoslo. La Constitución
apunta a un modelo alternativo de desarrollo (e incluso a una alternativa al
desarrollo) fundada en la idea del buen vivir, una idea tan nueva que sólo
puede formularse correctamente en una lengua no colonial, el quechua: sumak
kawsay. Esta idea presenta desdoblamientos muy interesantes: la naturaleza como
ser vivo y, por tanto, limitado, sujeto y objeto de cuidado, y nunca como recurso
natural inagotable (los derechos de la naturaleza); la economía y la sociedad
intensamente pluralistas, orientadas por la reciprocidad, la solidaridad, la
interculturalidad y la plurinacionalidad; Estado y política con un carácter
altamente participativos, involucrando diferentes formas de ejercicio
democrático y de control ciudadano del Estado.
Para Correa (casi) todo esto es importante, pero se trata de un
objetivo a largo plazo. A corto plazo, y de manera urgente, es necesario crear
riqueza para redistribuir los ingresos, realizar políticas sociales e
infraestructuras esenciales para el desarrollo del país. La política tiene que
asumir un carácter sacrificial, dejando de lado lo que más valora para que un
día pueda rescatarlo. Así, es necesario intensificar la explotación de recursos
naturales (minería, petróleo, agricultura industrial) antes de que sea posible
depender menos de ellos. Para ello, es preciso llevar a cabo una agresiva
reforma de la educación superior y una vasta revolución científica basada en la
biotecnología y la nanotecnología para crear una economía del conocimiento a
medida de la riqueza de la biodiversidad del país. Todo esto sólo dará frutos
(que se dan por ciertos) dentro de muchos años.
A la luz de esto, el Parque Nacional Yasuní, tal vez el más rico
en biodiversidad del mundo, tiene que ser sacrificado y la explotación
petrolera realizada, a pesar de las promesas iniciales de no hacerlo, no sólo
porque la comunidad internacional no colaboró en la propuesta de no
explotación, sino sobre todo porque los ingresos previstos
derivados de la explotación están vinculados a inversiones en curso y su
financiación por países extranjeros (China) tiene como garantía la explotación
petrolera. En esta línea, los pueblos indígenas que se han opuesto a la
explotación son vistos como obstáculos al desarrollo, víctimas de la
manipulación de dirigentes corruptos, políticos oportunistas, ONG al servicio
del imperialismo o jóvenes ecologistas de clase media, ellos mismos manipulados
o simplemente inconsecuentes.
La eficiencia exigida para llevar a cabo tan amplio proceso de
modernización no puede verse comprometida por el disenso democrático. La
participación ciudadana es bienvenida, pero sólo si es funcional y eso, de
momento, sólo puede garantizarse si recibe una mayor orientación del Estado, es
decir, del Gobierno. Con razón, Correa se siente víctima de los medios de
comunicación que, como ocurre en otros países del continente, están al servicio
del capital y la derecha. Trata de regular los medios de comunicación y la
regulación propuesta tiene aspectos muy positivos, pero a la vez tensa la
cuerda y polariza las posiciones de tal modo que de ahí a la demonización de la
política en general hay un corto paso. Periodistas son intimidados, activistas
de movimientos sociales (algunos con una larga tradición en el país) son
acusados de terrorismo y la consecuente criminalización de la protesta social
parece cada vez más agresiva. El riesgo de transformar adversarios políticos,
con los que se discute, en enemigos que es necesario eliminar, es grande. En
estas condiciones, el mejor ejercicio democrático es el que permite el contacto
directo de Correa con el pueblo, una democracia plebiscitaria de nuevo tipo. Al
igual que Chávez, Correa es un comunicador brillante y sus habituales
apariciones semanales en los programas de radio y televisión de los sábados
(“sabatinas”) son un ejercicio político de gran complejidad. El contacto
directo con los ciudadanos no tiene como objetivo que estos participen en las
decisiones, sino más bien que las ratifiquen mediante una socialización
seductora que se presenta desprovista de contradicción.
Con razón, Correa considera que las instituciones del Estado nunca
han sido social o políticamente neutrales, pero es incapaz de distinguir entre
neutralidad y objetividad en base a procedimientos. Por el contrario, piensa
que las instituciones estatales deben involucrarse activamente en las políticas
del Gobierno. Por eso es natural que el sistema judicial sea demonizado si toma
alguna decisión hostil al Gobierno y celebrado como independiente en caso
contrario; que la
Corte Constitucional se abstenga de decidir sobre cuestiones polémicas (como en el caso
de la comunidad de La Cocha
en materia de justicia indígena) si las decisiones pueden perjudicar lo que se
juzga el interés superior del Estado; que un dirigente del Consejo Nacional
Electoral, encargado de verificar las firmas para una consulta popular sobre la no explotación de petróleo en
Yasuní, promovida por el movimiento Yasunidos, se pronuncie públicamente contra
la consulta antes de efectuar la verificación. La erosión de las instituciones,
típica del populismo, es peligrosa sobre todo cuando estas no son fuertes desde
el principio debido a los privilegios oligárquicos de siempre. Y es que cuando
el líder carismático abandona la escena (como ocurrió trágicamente con Hugo
Chávez), el vacío político alcanza proporciones incontrolables debido a la
falta de mediaciones institucionales.
Y esto resulta aún más trágico en cuanto es cierto que Correa ve
su papel histórico como la construcción del Estado-nación. En tiempos de
neoliberalismo global, el objetivo es importante e incluso decisivo. No
obstante, se le escapa la posibilidad de que este nuevo Estado-nación sea
institucionalmente muy diferente del modelo de Estado colonial o Estado criollo
y mestizo precedente. Por eso, la reivindicación indígena de la
plurinacionalidad, en vez de ser manejada con el cuidado que la Constitución
recomienda, es demonizada como peligro para la unidad (es decir, la
centralidad) del Estado. En lugar de diálogos creativos entre la nación cívica,
que consensualmente es la patria de todos, y las naciones étnico-culturales,
que exigen respeto por la diferencia y autonomía relativa, se fragmenta el
tejido social, centrándose más en los derechos individuales que en los
colectivos. Los indígenas son ciudadanos activos en construcción, pero las
organizaciones indígenas independientes son corporativas y hostiles al proceso.
La sociedad civil es buena siempre que no esté organizada. ¿Una insidiosa
presencia neoliberal dentro del postneoliberalismo?
Se trata, por tanto, del capitalismo del siglo XXI. Hablar del
socialismo del siglo XXI es, por el momento, y en el mejor de los casos, un
objetivo lejano. A la luz de estas características y contradicciones dinámicas
que el proceso dirigido por Correa contiene, centroizquierda es quizá la mejor
manera de definirlo políticamente. Tal vez el problema resida menos en el
Gobierno que en el capitalismo que él promueve. Paradójicamente, parece
componer una versión postneoliberal del neoliberalismo. Cada remodelación
ministerial ha producido el fortalecimiento de las élites empresariales
vinculadas a la derecha. ¿Será que el destino inexorable del centroizquierda es
deslizarse lentamente hacia la derecha, tal y como ha sucedido con la
socialdemocracia europea? Si esto ocurriese, sería una tragedia para el país y
el continente. Correa generó una megaexpectativa, pero perversamente la manera
en que pretende que no se convierta en una megafrustración corre el riesgo de
apartar a los ciudadanos, como quedó demostrado en las elecciones locales del
pasado 23 de febrero, en las que el movimiento Alianza País, que lo apoya,
sufrió un fuerte revés. Cuesta creer que el peor enemigo de Correa es el propio
Correa. Al pensar que tiene que defender la Revolución ciudadana de
ciudadanos poco esclarecidos, malintencionados, infantiles, ignorantes,
fácilmente manipulables por políticos oportunistas o enemigos procedentes de la
derecha, Correa corre el riesgo de querer hacer la revolución ciudadana sin
ciudadanos, o lo que es lo mismo, con ciudadanos sumisos. Los ciudadanos
sumisos no luchan por aquello a lo que tienen derecho, sólo aceptan lo que les
es dado. ¿Puede aún Correa rescatar la gran oportunidad histórica de llevar a
cabo la Revolución
ciudadana que se propuso? Pienso que sí, pero el margen de maniobra es cada vez
más reducido y los verdaderos enemigos de la Revolución ciudadana
parecen estar cada vez más cerca del Presidente. Para evitar esto, y en
solidaridad con la
Revolución ciudadana, todos debemos contribuir a impulsarla.
A tal efecto, identifico tres tareas básicas. En primer lugar, hay
que democratizar la propia democracia, combinando democracia representativa con
verdadera democracia participativa. La democracia que se construye únicamente
desde arriba siempre corre el riesgo de convertirse en autoritarismo en
relación con los de abajo. Por mucho que le cueste, Correa tendrá que sentirse
suficientemente seguro de sí mismo para, en lugar de criminalizar el disenso
(siempre fácil para quien tiene el poder), dialogar con los movimientos, las
organizaciones sociales y con los jóvenes yasunidos, aunque los considere
“ecologistas infantiles”. Los jóvenes son los aliados naturales de la Revolución ciudadana,
de la reforma de la educación superior y de la política científica, si ésta se
lleva a cabo con sensatez. Alienar a los jóvenes parece un suicidio político.
En segundo lugar, hay que desmercantilizar la vida social, no sólo
a través de políticas sociales, sino también a través de la promoción de
economías no capitalistas, campesinas, indígenas, urbanas, asociativas.
Ciertamente, no está en consonancia con el buen vivir entregar bonos a las
clases populares para que se envenenen con la comida basura que inunda los
centros comerciales. La transición al postextractivismo se hace con cierto
postextractivismo y no con la intensificación del extractivismo. El
capitalismo, abandonado a sí mismo, sólo conduce a más capitalismo, por
trágicas que sean las consecuencias.
En tercer lugar, hay que compatibilizar la eficiencia de los
servicios públicos con su democratización y descolonización. En una sociedad
tan heterogénea como la ecuatoriana, hay que reconocer que el Estado, para ser
legítimo y eficaz, tiene que ser un Estado heterogéneo, conviviendo con la
interculturalidad y, de manera gradual, con la propia plurinacionalidad,
siempre en el marco de la unidad del Estado garantizada por la Constitución. La
patria es de todos, pero no tiene que ser de todos de la misma manera. Las
sociedades que fueron colonizadas todavía hoy están divididas en dos grupos de
poblaciones: los que no pueden olvidar y los que no quieren recordar. Los que
no pueden olvidar son aquellos que tuvieron que construir como suya la patria
que comenzó siéndoles impuesta por extranjeros; los que no quieren recordar son
aquellos a los que les cuesta reconocer que la patria de todos tiene en sus
raíces una injusticia histórica que está lejos de ser eliminada y que es
trabajo de todos eliminarla gradualmente.