Ignacio Lewkowicz: remembranza
por Andrés Pezzola
Fui discípulo de Ignacio
entre 1999 y 2004. Entrar en una relación maestro-discípulo no es común,
ni necesario. Podemos pasar por la vida sin nunca haber conocido ese
vínculo. Es intenso, de apego mayúsculo. Cuando comencé a escribir este texto
tenía la intención de hacer una revisión teórica de las ideas principales que
había desarrollado Nacho. Pretendía ordenar los recuerdos, tamizar las
emociones, clarificar los conceptos; presentar la teoría que vi gestar. Pero
una mezcla de no quiero y no puedo me disuadió.
Hace
un tiempo leí sobre Macedonio Fernández algo que puede servir de analogía.
Macedonio escribió mucho, algunas cosas geniales; pero parece que lo
extraordinario era su presencia; la palabra dicha, el tono de su voz, los
silencios, los gestos. Eso hacía pensar a los que asistían, a verlo, al famoso
bar, en el barrio de Once. Con Ignacio, al menos desde mi experiencia, sucedía
algo similar. Están los textos que dejó esa máquina potente que fue el Estudio.
Y están los recuerdos que quedaron del recorrido. Lo escrito guarda la traza de
aquella voz. Pero hay que hurgar, buscar, desmontar, para rememorar la voz; que
hacía pensar. Los textos firmados por Lewkowicz son interesantes,
potentes, novedosos; pero su voz, el recuerdo, es más. Definitivamente no tengo
la distancia afectiva para teorizarlos. Prefiero recordar el intenso vínculo
con mi maestro.
Multiplicación
del convite
La
primera vez que escuche hablar de Nacho fue en 1998. Una amiga, con la que publicábamos
una revista, me contó que había conocido a un historiador con el cual se
juntaban los jueves por la tardenoche a pensar. Me dijo: tenés que venir a
conocerlo, te va a interesar mucho. Eso fue a finales de 1998, no lo conocí
hasta 1999.
Una
noche estábamos cenando temprano en mi casa, en el barrio de Once, con otra
amiga. Me avisa que 21:30 tenía que irse al estudio de este historiador.
Enseguida nos convida, vengan, les va a gustar mucho. Esta vez fuimos.
Cuando llegamos nos abre la puerta un tipo alto y flaco, de barba prolija,
camisa blanca arremangada. No puso buena cara; no le gustó la visita sin aviso.
En el lugar, muy pequeño, había un pizarrón, una biblioteca, una mesa larga y
un reloj antiguo de madera, tipo carrillón, con péndulo. Sobre la mesa había un
termo, un mate a punto de arrancar, un grabador de casete, en pausa. Había
otros a la mesa. Creo que eran todos psicólogos o estudiantes de psicología.
No
recuerdo sobre qué hablamos esa noche, pero salimos cansados, exhaustos de pensar,
de escuchar, de conversar. Ese recuerdo lo tengo de cada noche post estudio;
uno salía cansado. En esas reuniones constatamos que el pensamiento no es,
únicamente, una actividad psicológica. Pensar tensiona tanto como correr, o
hacer gimnasia.
Las
dos veces, mis dos amigas, con una diferencia de tiempo menor, me
comentan del historiador y acto seguido me convidan con ir a ese lugar. Me
pregunto, ¿cuántas veces se debe haber replicado esa escena? Los que conocieron
a Ignacio querían convidarlo, no abusivamente. Tampoco a cualquiera. Pero
cuando uno se daba cuenta que cierta persona querida podía valorar aquello, lo
convidaba, lo invitaba, compartía el lugar.
Calculo
yo que entre 1998 y 2000 hubo algo así como una precipitación de invitaciones.
Una multiplicación de convites. El Estudio se convirtió en un nodo por donde
pasaba cada vez más gente. Imagínense, un departamento de dos ambientes, más
bien chico, al cual asistían cien, o doscientas, personas semanalmente. Nos
juntabamos a pensar, a escribir, a leer. Potente usina de ideas, afectos
y proyectos.
Un
lustro formativo
Conocí
a Ignacio a mediados de 1999. Un año después, en el 2000, ya iba dos
veces por semana al Estudio. En realidad iba cada vez que podía. Al
tiempo que dejaba materias en la facultad, me anotaba en los grupos. Empecé en
dos: el de los jueves y el de los martes. En uno veíamos las transformaciones
de la subjetividad contemporánea y en el otro, el libro de Alain Badiou, el
ser y el acontecimiento.
En
2001, a los dos de estudio, le sumamos un tercero. Ignacio me ofrece a mí y a
Pablo Hupert un espacio que llamamos: taller de cómo hacer un taller.
Allí se formalizó la relación discípulo-maestro. Era un espacio donde Nacho nos
transmitía su saber relacionado con la dirección de grupos de estudio. Los
consejos eran de todo tipo; podía sugerirnos algo respecto al precio, o el modo
de cobrar la actividad. O si convenía pava eléctrica, o pava común, para
calentar el agua con la que invitábamos un té, café o mate. Acto seguido
nos recomendaba un autor, un libro o una revista que podía servirnos. De lo
simple a los sublime, cambiaba de frente, como un relámpago.
El
primer taller que armamos con Pablo Hupert fue sobre San Pablo apóstol. Sí, un
apóstol, el más reaccionario de todos, según el saber establecido. Alain
Badiou escribió un libro: San Pablo, la fundación del universalismo. El
taller técnicamente era grupo de lectura.
Nacho
nos asistía en la elaboración del mismo. Nos contaba sobre Historia del primer
cristianismo, cómo había mutado la figura del tesorero de la iglesia y
cómo se había opacado la del orador. Nos contó sobre el Imperio Romano de
entonces, su relación con la religión judía y las peripecias de esa pseudo
secta judía llamada cristianismo.
Ignacio
nos ayudaba con la teoría, pero lo hacía con todo lo que estaba a su alcance.
Las fuentes donde se apoya el libro de Alain Badiou son las epístolas de San
Pablo. Se trata de una serie de cartas que escribió San Pablo en sus años
de frenética militancia religiosa. Constan en la biblia. Una tarde nos recibe
en el Estudio y arriba de la mesa tenía una pila de ellas. ¡¿Qué hacia Nacho
con esos libritos?! Nos cuenta que justo ese mediodía había en la esquina uno
grupo mormones regalándolas. Cuando pasó por allí, les pidió una; camino
dos veredas, dio la vuelta y pidió otra; camino dos veredas y volvió a pasar. Y
así hasta quedarse con unas cuantas. ¡Qué caradura hermoso!
El
vínculo con el Estudio, con Nacho y con los que ahí encontraba era muy fuerte.
Tanto que en 2002, cuando me mudé a la ciudad de La Plata, seguí viajando
a Capital Federal sólo para verlos. A esa altura, aparte de asistir a grupos de
estudio, y al taller cómo hacer talleres; escribíamos un libro, junto a
Ignacio y Pablo Hupert, sobre la toma universitaria de mayo de 1999. Y,
también, colaboraba en la redacción de otro libro sobre los Espartanos de la
Grecia Antigua. Ya ni iba a la facultad.
Cinco
años entre 1999 y 2004. Un lustro que fue formativo. Cuando llegué la única
experiencia de lectura que poseía era escolar. En la facultad cuando leía
textos lo hacía como estudiante. Freud, Marx, Foucault no era insumo de
pensamiento, era bolilla para el final. En el Estudio perdí la ingenuidad
lectora del estudiante. Perdí el respeto solemne por el autor. Leer para pensar
no es igual que leer para estudiar. Cuando uno vuelve a leer un apunte,
pensando, encuentra cosas que no había visto cuando estudiaba.
El oficio de pensar
Respecto
del pensamiento pude ver en el Estudio tres cosas. 1) Todo puede ser pensado,
2) todo puede servir para pensar y 3) el pensamiento no es un artículo de
lujo.
Allí
descubrimos que se puede pensar todo; que no existe en las cosas, en los
hechos, en las relaciones, nada que impida que se lo pueda pensar. Nacho citaba
a Kant: no podemos saber de Dios, el Mundo o la Libertad, pero nada impide
que lo podamos pensar. No había vacas sagradas. Los autores, los libros,
los temas no tenían a priori ninguna regla prescriptiva respecto de si podíamos
o no, o hasta donde. Por ello todo servía
para pensar. Muchas veces lo hacíamos a partir de textos eruditos, clásicos,
Paul Valery, Alejo Carpentier, Althusser, Marx, Spinoza, Deleuze, Castoriadis,
Kristeva, Bajtin, Lacan, Foucault, Descartes, Pichon Riviere, Godelier,
etc... Pero también usábamos materiales de lo más variado: una charla entre un
vendedor ambulante y un colectivero, una discusión de pareja, la interrupción
de una clase en la facultad por un militante.
Si decidíamos darle
estatuto de pensable a un episodio, no importaba lo mundano, o minúsculo
que sea; lo pensábamos efectivamente. Recuerdo que en el taller de hacer
talleres estábamos viendo el aspecto comercial y Nacho trajo el caso del
vendedor ambulante en el trasporte público. El vendedor había logrado por su
oficio un nivel de tolerancia a la frustración, descomunal. Acostumbrado
a que le digan que no treinta veces cada media de hora, el tipo volvía a subir
sonriente al próximo colectivo como si nada. Sus ventas dependían de no haber
sido afectado por la negativa anterior. Nosotros no tolerábamos ni el diez por
ciento de la frustración de aquel.
Todo sirve para pensar, un
libro, por supuesto; un episodio del mundo ordinario, ya vimos que sí; pero
también situaciones que el sentido común intelectual desecharía. Cierta vez
estábamos trabajando un texto titulado posdata de la sociedad de control.
Supuestamente era una traducción de Caparros, de un texto de Deleuze. Alguien
en la sala advirtió que probablemente fuera apócrifo; que Deleuze nunca
escribió posdata, que estábamos frente a un fake. Pero ya lo
habíamos leído, comentado, anotado; algo de la legitimidad estaba resuelto por
una vía distinta de la cita de autoridad. Podía haber sido escrito por el
vecino de la vuelta. Decidimos pensarlo, no había vuelta a
atrás.
Pensar no es un
artículo de lujo: antes de conocer el Estudio estaba acostumbrado a creer que
el pensamiento era necesario, pero secundario en orden de importancia. Me
imagino a alguien que lo echan del laburo, y se acerca otro y le dice: pensemos.
La respuesta podría ser: ¿¡pensemos!? ¡Tomátela, tengo que pagar el
alquiler, pasarle alimentos a mi ex, pagar la tarjeta y vos me venís con
“pensemos”! Podría ser la reacción esperada. Pero teníamos un axioma
fundamental. En los últimos años, (los últimos de entonces, 1999) las cosas
habían cambiado tanto y a un ritmo tan acelerado que los saberes disponibles no
habían llegado a cubrir la brecha. Lo que sabíamos había sido pensado para otra
situación, no la que vivíamos. El cambio había sido tan radical, que lo único
que podía sacarnos del padecimiento sin fondo, era el pensamiento[1].
Ya no era posible decir, no puedo pensar porque tengo un problema anterior
que resolver. Ahora era preciso pensar porque se tenía un problema. Incluso
tener un problema era la condición necesaria y suficiente para largarse a
pensar.
Bach,
Walter Olmos y Lenin.
En el año 2001 lo acompañé
a dar una charla en Rosario. Yo venía con la ventana del auto baja, jugando con
mi mano en el viento; tratando de darle perfiles aerodinámicos y cambiando
bruscamente la posición para sentir la resistencia, la fuerza del aire. Le
comento: ¿viste la consistencia, el cuerpo, que tiene el aire? y me
responde: ahí se apoyan los aviones. Genial, los aviones se poyan en
algo. No vuelan, se apoyan. No sé cuál es el valor de ese momento. Seguro es
uno personalísimo y emotivo; o algo de otro orden, no lo sé. Pero me encantó la
observación. Era nimia, mínima, ordinaria, cotidiana. El viaje por la ruta era
somnoliento. El sol fajaba. Veníamos callados. Y esas palabras absolutamente
extrañas a todo. Quizás esto dice más de la fascinación hacia un maestro
que la brillantez de una idea, no sé; o las dos cosas.
Luego fuimos a su casa y
compramos una ginebra para brindar. Nos servimos con gajos de limón para hacer
el trago más amable. Cuando íbamos adelantados en el asunto me contó que estaba
escuchando música con un solo instrumento: violonchelo; que había sabido tocar
de joven. La idea era que con un solo instrumento podía escuchar los silencios
dentro de la obra. La verdad es que musicalmente soy una especie de analfabeto,
y en ese entonces, año 2001, mucho más. Lo único que escuchaba desde los
quince años era punk rock. Puso la suite nro. 1 para chelo de J. S. Bach. y me
pareció increíble; no solo la música, sino la advertencia inicial: escuchá
los silencios. La Bols ya estaba flaqueando.
El tipo escuchaba Bach,
pero era muy amplio en su gusto. Un domingo de septiembre de 2002, me
escribe temprano un mail. Estaba triste, Walter Olmos se había suicidado en un
hotel de Constitución. Sí, de Bach, a Walter Olmos; a Nacho le encantaba el
cuarteto que hacía ese pibe. Me acuerdo que me mando algo que había escrito,
decía que entre la voz de Olmos y la banda no había relación alguna, que la
primera se apoyaba sobre un fondo festivo, pero nada le indicaba al cantante
por dónde ir.
Una tarde, llegaba yo al
Estudio, y lo cruzo en el hall de planta baja; andaba apurado y me pide que
suba, que ya me veía. Lo espere unos quince minutos. A la vuelta llega con dos
tomos de las obras completas de Lenin en sus manos. Le pregunto qué hacía
con ellos, de dónde venía, y me dice: Acabo de darle la obra completa de
Lenin a un cartonero. Le dije: ¡¿Qué, porqué tiraste las obras
completas de Lenin?! ¿Por qué no la regalaste? ¡¡¡O si no venderla!!! Las
Obras completas ocupaban un tercio de un estante de la biblioteca, era una masa
de libros importante; ahora había un hueco allí. ¿Por qué? La cosa fue así:
discutió con alguien que lo corrió por izquierda, pero burdamente.
Nacho creía que cuando
alguien llegaba al Estudio y veía las obras completas de Lenin recibía una
imagen de él. En un tiempo había sido militante del Partido Comunista; en él
supo dar cursos de lectura y estudio del Capital de Marx. Supongo que en algún
momento, la colección de Lenin, le debe haber dado orgullo; pero ya no.
Caliente con la discusión, cansado de dar ese perfil, bajó a la Avenida
Rivadavia y detuvo al primer cartonero que se cruzó. Le dio los libros y subió.
Cuando llegó al 17 c pensó que había querido guardar dos tomos de la colección
y bajó rápidamente; ahí lo cruce, tratando de rescatar los tomos; tratando de
no tirar al niño con el agua sucia.
Nacho iba muy rápido con la
cabeza. Cuando comenzaba a asociar ideas era fulminante. Primero te escuchaba
largo; miraba el mate, cebaba; te pedía disculpas, iba a la cocina, volvía y
asentía con la mirada para continuar escuchando; se sentaba y de pronto decía: aaah,
afirmando con un gesto de su mano, la que asía el fibrón. Ahí
largaba, en un tono suave, sin atropellar palabras, con dicción muy buena,
todo un pensamiento estimulante.
No escribía en la
computadora porque la cabeza le iba más rápido que los dedos. Solía
pedirte que vayas al Estudio, para escucharlo, mientras hablaba en voz alta a
un grabador. Iba rápido hilando ideas, armando paños extensos de pensamientos
novedosos; con hebras eruditas, a veces, y otras simples, llanas, de todos los
días. Me hablaba mientras grababa en casete.
Cinco años es mucho, y es
poco. Mantuvimos un vínculo discípulo-maestro entre 1999 y el 4 de abril de
2004, cuando ocurrió el accidente. A veces sueño que nada de eso pasó,
que Nacho y Cristina están vivos, escondidos en algún lugar; y me avisan. Hasta
el día de hoy no he vuelto a tener un maestro.
[1] Un par
de imágenes que repetía Nacho para entender el tipo de cambio sufrido
eran: imagina un queso con agujeros, bueno ahora imagina que uno de los
agujeros creció más que el queso entero. La otra era: tenemos un territorio,
una masa de tierra, un continente, en cuyo interior hay lagunas; ahora las
lagunas desbordan al punto de dejar al continente bajo el agua. Técnicamente se
refería a la categoría de catástrofe.