El uno ha muerto: ¿ha muerto el Uno?
por Diego Sztulwark
Una década es un tiempo
apreciable en el escueto tiempo de una vida para considerar lo que solemos
llamar “perspectiva histórica”. La década 2004-2014 hace coincidir un lapso
consistente de la historia política del presente con el aniversario de la
muerte de Ignacio Lewkowicz (IL) con quien atravesamos, discutiendo, la crisis
del 2001. ¿Qué plusvalía de sentido podemos arrancar a la coincidencia de estas
dos temporalidades –una de presencia y otra de aparente ausencia– que nada
parece relacionar de modo directo, salvo nuestra necesidad de examinar qué debe
la una a la otra, dado que para muchos de nosotros se hace literalmente
imposible comprender la una sin la otra?
Ni una apreciación del
ciclo político que según parece pierde intensidad, ni una evaluación del
pensamiento o la obra de IL son necesarios (ni humanamente posibles) en este
ejercicio. A lo sumo podemos afrontar escuetamente una serie de preguntas
ineludibles. ¿Confirmó la década kirchnerista las reflexiones sobre la “era de
la fluidez” que anunciaba IL en su última obra –Pensar sin Estado-? Y si la corroboración fuera posible: ¿qué
mecanismos de la argumentación debemos emplear, en la línea del pensar de IL, para
plantear lo que él, por razones históricas y biográficas evidentes, no llegó a
plantear? Y al mismo tiempo la contraparte: ¿qué nos dice esta década del modo
de pensar de IL, tan decisivo en su momento para reconstituir nuestras imágenes
durante la crisis?
Sin dudas IL fue quien
mejor vio entre nosotros que la crisis no era mero descarrilamiento, sino
replanteo y movimiento de recomposición del dispositivo general de
gubernamentalidad. Para pensar una trasmutación de dispositivo es preciso un
enorme sentido del humor ya que en los intersticios de todo orden el pensamiento bordea la locura y
solo quien quiere la crisis puede entregarse a la delicada tarea de pensarla a
fondo. Pensar sin estado es, en este
sentido, un trabajo que supera -en el sentido de que permite comprender mejor
nuestro presente- aquello que hay de novedad y hasta de valores positivos en el
discurso de la gubernamentalidad vigente. En la decisión de penetrar en lo
oscuro del salvajismo de la crisis se pone en juego algo más que la pasión por
la dominación o el deseo de mejoramiento del mundo. Se asiste a un impulso extraordinario
y riesgoso de afrontar aquellas zonas de penumbra en las que se desarrollan problemas
que vale la pena asumir para toda una época histórica. O mejor dicho, que nos
fuerzan –incluso violentamente- a tomarlos en cuenta.
La década que se nos
escurre valió lo que valió en la medida en que sus costuras debieron zurcirse descendiendo
a estas profundidades en las que se roza el caos, y se entra en contacto con el
desborde. Operaciones, éstas, de fundación de un orden existencial y político
allí donde se lo requería, al precio de un nuevo desafío al pensamiento[1].
En efecto, lo que IL
llamaba “fluido” era más interesante que las banales formulaciones de lo líquido
en los libros de Baumann. Los flujos fueron noción fetiche de los pensadores
del capital. De Marx a Deleuze. E incluso de Nietzsche a Bersgon. Si las
estructuras fallan al dotar de consistencia al caos, constituir dispositivos
provisorios supone un activismo desfalleciente. En un pantano tal, ni las
propias premisas de constitución subjetiva nos vienen dadas. IL introdujo este
saber de la contingencia entre nosotros, y esa luz sigue siendo un poderoso
aviso para desmitificar las narraciones del presente, labor de historiador que
IL no dejó nunca de desplegar.
IL vio en 2001 un cambio de
época. Como un talismán del que no será fácil escapar, esa cifra amenaza con
sobrevivir al calendario oficial. 2001 es el umbral a partir del cual no podremos
sino saber que todo esfuerzo de constitución será precario e insatisfactorio. Y
aun así será esa la condición de posibilidad de todo proyecto. Incluido el
esfuerzo de producción de estatalidad. En “condiciones de fluidez” (la
expresión es suya) el orden y la subversión se parecen en este punto definitorio.
Ese suelo resbaladizo, que arribó de la mano del neoliberalismo y la hegemonía
del mundo de las finanzas, persiste entre nosotros aun cuando las políticas que
se intenten se inspiren en otros ideales y deseen otra ontología. 2001 activa
el eterno retorno: el Uno ha muerto.
¿Ha
muerto? Imposible responder de modo conclusivo. Si 2001 activó las fuerzas de
la diferencia cabe reflexionar sobre quién resultó a fin de cuentas capaz de
capitalizar la lección.
¿Cómo se proyectan estas
líneas hacia el futuro? No me atrevería a penetrar en el porvenir sin un fuerte
apego a aquella ductilidad, a ese desprejuicio: es posible que el devenir
histórico tienda a cerrar la imaginación sobre un vaciamiento de posibles a
todos los niveles. El contacto con IL nos ofrece un insumo subjetivo
fundamental para este tipo de situaciones sin salida: el gusto por la
perplejidad y por el matiz como modo de entroncar con la diferencia viva, esa
que nace camuflada bajo los colores del paisaje dominante hasta que alcanza una
intensidad de tonalidad capaz de mostrar que el cierre no era tal, que tal cosa
no es posible. ¿Una ética del pensamiento? Demasiado ampuloso para ser cierto.
Una compulsión a pensar, a “incompletar” el mundo, a vaciarlo de sus vacíos a
ver qué ocurre: este es el gesto.
[1] Pablo Hupert,
autor de otro texto en este dossier, dedico un ensayo a comprender estas
operaciones de reconstitución de la gubernamentalidad inspirado en el concepto
de postestatalidad, presente ya en Pensar
sin estado.