Ecuador: una meritocracia nacional y popular
por Pablo Stefanoni
Aunque a menudo el de Rafael
Correa es mencionado como parte de los gobiernos del giro a la izquierda
sudamericanos, la experiencia ecuatoriana es poco conocida en la Argentina, lo
cual choca con el hecho de que el gobierno iniciado en 2006 tiene
características que lo diferencian de los otros “bolivarianos”.
Correa llegó a la presidencia
después de un periodo de profundas inestabilidades que provocaron la caída de
varios presidentes –el último de ellos fue el coronel Lucio Gutiérrez- y tras
media década de la puesta en vigencia de la dolarización, que reemplazó el
Sucre por la divisa norteamericana. Ese periodo de “resistencia heroica” al
neoliberalismo tuvo como uno de sus protagonistas a los indígenas, nucleados en
la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie). Pero la
corta participación de los “indios” en el gobierno de Gutiérrez –quien comenzó
como un “Chávez ecuatoriano” y terminó como un aliado autoritario de EEUU-
debilitó la proyección política del Movimiento de Unidad Plurinacional
Pachakutik y abrió paso a Correa, un economista académico heterodoxo poco
conocido y “antipartido”.
En verdad, Correa adquirió
cierta popularidad con su fugaz paso por el ministerio de Economía durante el
gobierno de Alfredo Palacio y se presentó a las elecciones de 2006 “por fuera”
de la política, con una fuerte dosis de extroversión. Para reforzar esa
posición resignó presentar candidatos a diputados al “congreso corrupto” y
apenas llegó al poder reemplazó al Parlamento por una Asamblea Constituyente,
presidida por el economista ecologista Alberto Acosta, que dictó una
Constitución que reconoce el Estado plurinacional y los “derechos de la naturaleza”.
Hasta hoy Correa mantiene una
mezcla de carisma juvenil, aura de competencia tecnocrática y cierta
prepotencia mesiánica. En cierto sentido, su forma de “autoritarismo” es muy
“ejecutiva”, mezclada con una especie de narcisismo característico de los intelectuales
públicos. En los debates se caracteriza por su gran eficacia para desarmar los
argumentos de sus adversarios (si no vean como vapuleó a Jorge Lanata) : en su
programa de los sábados, donde se presente como el gran profesor de la nación
no duda en lanzar duras acusaciones contra sus contendientes, quienes llaman a
la audición presidencial “la insultadera”.
La principal particularidad de
la experiencia ecuatoriana es su voluntad de poner en pie una meritocracia
capaz de llevar adelante un proceso de refundación del país. El Senplades
(Secretaria Nacional de Planificación y Desarrollo) atrajo a numerosos jóvenes
con doctorados en el exterior. Por otra parte, desde el Consejo de evaluación, acreditación
y aseguramiento
de la calidad de la educación superior, Guillaume
Long promovió el cierre de 14 universidades privadas que no cumplían con los
requisitos de calidad. Para algunos, todo esto refleja una visión tecnocrática
del poder, para otros, la vía para transitar hacia una economía del
conocimiento desde una basada en la explotación de recursos naturales. Ahora,
desde el Ministerio de Conocimiento y Talento Humano, Long impuso la obligación
del doctorado para institucionalizar la carrera académica y su escalafón
universitario, e incentivar la investigación. Frente a los críticos, varios de
ellos desde posiciones poscoloniales, Long argumenta que “el Ph.D. es igual de
occidental que los antibióticos, la cerveza o el fútbol, todos elementos poco
resistidos en el quehacer diario latinoamericano”. Todo ello dicho en una
columna sintomáticamente titulada “La ‘peachedefobia’” (El Telégrafo,
2/4/2013).
Allí agrega que “nuestra
academia poco académica y nuestros ‘doctores’ sin doctorados han estado
dedicados, en el mejor de los casos, a la transferencia –y no a la generación–
de conocimientos. El estado lamentable de la mayoría de las tesis de tercer
nivel, es un resultado evidente de la falta de práctica investigativa de
tutores y profesores, y del sistema universitario en su conjunto. Y esta
ausencia de cultura investigativa responde a un círculo vicioso, íntimamente
ligado a la existencia de un profesorado con título de tercer nivel que no ha
transcurrido aquel lustro de soledad y concentración frente a una pregunta de
investigación”.
La ciudad del Conocimiento
Yachay –concebida con apoyo surcoreano- busca fomentar la economía del talento
en estrecha alianza con varias grandes empresas. De hecho, no son pocos, en el
gobierno, los que imaginan un “jaguar ecuatoriano” que empiece a rugir, en una
poco velada comparación con los tigres asiáticos. Entretanto, la ausencia de
soberanía monetaria generó un curioso nacionalismo dolarizado capaz de cambiar
en muchos sentidos el país.
Correa logró reducir la
pobreza, mejorar las infraestructuras y reformar el sistema impositivo. También
aumentó el consumo popular, y en varias zonas de Quito se reprodujeron
restaurantes sofisticados (aniñados, dicen en Ecuador) y otras expresiones de
“consumismo” posmoderno.
La visión jacobina propia del
correísmo chocó con los movimientos indígenas (especialmente con sus
dirigentes). Hoy muchas críticas se enfocan en la decisión oficial se sacar
petróleo del Yasuní-ITT, luego de un intento frustrado de conseguir
financiamiento internacional para dejar ese petróleo bajo tierra.
Otros cuestionamientos se
enfocan el “autoritarismo benigno” de Correa y en nuevas figuras legales como
el “linchamiento mediático” o la judicialización de la protesta social. Pero
casi todos le reconocen eficiencia en el manejo del Estado. El correísmo es, en
muchos aspectos, una contratara del evismo boliviano: la Revolución ciudadana
es opuesta a las formas corporativas de la representación social que predominan
en Bolivia; también es una contracara del manejo económico desordenado y
derrochón del gobierno venezolano. La revista colombiana Dinero tituló
su portada en enero de 2014 “Milagro ecuatoriano”. “Para Colombia, el modelo de
Correa despierta, sin duda, una enorme envidia. Las carreteras se hacen sin
escándalos de corrupción y sin que haya que esperar años para que se resuelvan
unos alegatos con comunidades. Los intereses particulares no frenan las
iniciativas. Las carreteras no están llenas de huecos. El cambio se ve”, dice
la publicación del país vecino.
Correa repite a “Woody Allen
para afirmar que “no conozco la fórmula del éxito, pero la fórmula del fracaso
es querer contentar a todo el mundo”. De hecho, el mandatario ecuatoriano está
lejos de eso y no ahorra en epítetos para los “ecologistas infantiles”, los
“excesos de la ideología de género” (es un católico militante) y la “prensa
corrupta”. Sus posiciones sobre temas ético-morales son tan conservadores como
los del Papa Francisco.
En 2013, Correa fue reelecto
con el 57% pero las recientes elecciones locales significaron una derrota para
Alianza País (notablemente con la pérdida de Quito y otras grandes ciudades).
Mientras en la capital ganó la derecha, con Mauricio Rodas, en localidades más
pequeñas pareció expresarse un rechazo a la expansión minera. Los resultados en
Quito, a su vez, debilitaron al sector socialista democrático que encabezaba el
alcalde Augusto Barrera.
“De
la lectura respecto a los resultados electorales en los gobiernos provinciales
del Azuay, Morona Santiago y Zamora Chinchipe, cabría deducir que en los
territorios afectados por el ‘planificado’ desarrollo de la minería se estaría
reflejando el rechazo local a las formas y lógicas por las cuales pretenden ser
implementadas las políticas nacionales de perfil extractivista”, escribió el
analista Decio Machado. La defensa del Yasuní es esgrimida hoy por un bloque
ecologista partidario del Buen Vivir, con más fuerza en Ecuador que en naciones
andinas como Bolivia.
Al
mismo tiempo, esta derrota del oficialismo volvió a activar la posibilidad de
reforma constitucional para que Correa –con 51 años recién estrenados- pueda
re-reelegirse en 2017. El argumento será la necesidad de “asegurar la
revolución”. Pero el correísmo como tal vive un momento de tensiones y algunas
reconfiguraciones internas. De hecho, varios de sus líderes, se pronunciaron
contra la reelección inmediata.