Venezuela como dilema
por Pablo Stefanoni
¿Está viviendo
Venezuela un intento de golpe similar al que en 2002 alejó temporalmente a Hugo
Chávez de poder? Eso es lo que dice el gobierno de Nicolás Maduro y repiten
algunos medios bolivarianos. Pero la situación es distinta
a diferentes niveles y presenta varios pliegues superpuestos que hablan de
un agotamiento –lo que no significa necesariamente un fin de ciclo inmediato-
del modelo chavista de gestión -política y económica- del Estado.
Chávez llegó al poder
en 1999 luego de protagonizar un golpe de estado frustrado en 1992, cuando
lanzó su profética frase “Por ahora no
pudimos…”. Por esos años aún sonaban los ecos de la violentísima represión del
Caracazo de 1989, que se cobró centenares de muertes (no hay cifras precisas
confiables) y manchó se sangre a la elogiada democracia venezolana que pervivió
al contexto golpista de los setenta y acogió a numerosos exiliados del Cono
sur. Chávez finalmente ganó las elecciones con un proyecto nacionalista
moderado, que no obstante, tenía entre sus asesores al nacionalista de derecha
argentino Norberto Ceresole. Pero la desconfianza con la que Chávez era visto
por parte de la izquierda latinoamericana nucleada en el Foro Social Mundial se
fue diluyendo y el bolivarianismo fue adquiriendo una identidad de izquierda
antiimperialista, estrechamente cercana a Cuba y sintetizada en la fórmula del
socialismo del siglo XXI.
Son muchos los
balances que se pueden hacer del chavismo en estos 14 años. En el haber, está la inclusión de amplias masas de
excluidos –tanto económica como simbólicamente- y cifras positivas en términos
de reducción de la pobreza y de la desigualdad, sumados a un liderazgo de
Chávez que potenció la integración regional en clave antiimperialista. También
la construcción de una identidad popular que explica los éxitos electorales
chavista más allá de las dificultades económicas. En el debe, el chavismo no pudo superar –ni siquiera
parcialmente- el carácter rentista de la economía –y de la sociedad venezolana-
que el intelectual Fernando Coronil denominó el “Estado mágico”. Sin duda, la
revolución anticapitalista que Chávez imaginó jamás ocurrió –ni ocurrirá-,
Venezuela sigue siendo un país hiperconsumista, y las continuadas iniciativas
de Chavéz sobre el cooperativismo, las comunas, etc. están lejos de tener un
efecto sobre el modelo de acumulación rentista –un “socialismo petrolero” capaz
de redistribuir renta pero incapaz de asegurar la producción de los bienes
básicos, que son importados de Colombia, Brasil, Argentina… o Estados Unidos,
al igual que los de consumo ostentoso como whisky escocés o hummers.
Como el peronismo de
los años 40 y cincuenta en Argentina, el chavismo logró, con su discurso que
enfrenta a la nación contra la antinación cohesionar a sus bases, pero dejó
fuera a un 40% (y coyunturalmente un poco más) de la población, generando una
polarización que aunque eficaz para mantener el poder, dificulta sobremanera
construir un nuevo orden estable. Como ya ocurrió otras veces y en otros lados,
el nacionalismo popular venezolano democratizó –al “nacionalizar a las masas”–
y des-democratizó al subestimar incluso la institucionalidad construida bajo su
régimen. Es la eterna ambivalencia populista que vuelve tan complejos los
análisis y posicionamientos.
Pero si hay “dos
izquierdas”, como suele repetirse, también hay dos derechas y la venezolana
estaría en las “derechas carnívoras” (retomando una expresión de Vargas Llosa
hijo sobre las izquierdas populistas, opuestas a las vegetarianas
socialdemócratas). Una derecha que a menudo no reconoció los resultados
electorales favorables al chavismo e intentó derrocarlos por otras vías.
De esta forma de
generó esa situación de guerra civil de baja intensidad que cada tanto tiempo
vuelve a emerger. El último rebrote combina varios elementos.
Por un lado, una
situación económica cada vez más crítica, con una inflación del 56% anual,
devaluaciones salvajes y desabastecimiento y cortes de luz, con un liderazgo,
el de Maduro, mucho más débil que el de Chávez, que ganó raspando las
elecciones. Por el otro, una fuerte interna opositora por definir una
estrategia para derrotar al chavismo. Si Henrique Capriles –y gran parte
de los grupos empresariales y al parecer de los demócratas estadounidenses-
apuesta por desplazar al bolivarianosmo por la vía electoral, presentándose
como un candidato moderado, Leopoldo López considera que “la calle es la
salida”. Luego de la derrota electoral opositora en las municipales de
diciembre pasado, estos halcones antichavistas se convencieron de que no se le
puede ganar al aparato electoral-estatal-popular “rojo-rojito”, y que es
necesario transformar la crisis en rebelión social. Para ello cuentan con los
estudiantes como una de las bases de apoyo.
Aunque esta estrategia
es minoritaria, la represión a las movilizaciones, con muertos y heridos –y
grupos armados de ambos bandos- volcó a las calles a miles de personas y puso a
Maduro en una situación extremadamente compleja y al tiempo de dejar en
evidencia las aristas militaristas y autoritarias de la construcción chavista.
Es evidente que no
todos los que salen estos días a las calles son “fascistas”. Eso no quiere
decir que “objetivamente” puedan contribuir a la ofensiva de la derecha.
Tampoco significa que no existan las “oscuras” conexiones entre la derecha dura
venezolana, el uribismo y los halcones norteamericanos. Pero es evidente
que a diferencia de Bolivia o Ecuador, donde los gobiernos nacional-populares
construyeron una hegemonía relativamente extendida que legitimó sus gestiones,
en Venezuela se mantuvo siempre un 40% -y más- de la población militante e
irreductiblemente antichavista. La calidad del manejo económico no es ajena a
las diferencias señaladas. Tampoco la forma de gestionar el poder. Basta ver un
rato Venezolana de televisión (la cadena estatal) para sentir el agobio que la
sobreactuación ideológica puede causar. El “populismo” no sólo cosecha la
oposición de quienes se sienten afectados materialmente por sus políticas, sino
por sectores, especialmente medios, sensibles a esas sobreactuaciones y sus
derivas antipluralistas.
Si las revoluciones
del siglo XX mandaban al paredón o al exilio a los contrarrevolucionarios
reales o imaginados, los socialismos del siglo XXI deben gobernar en el marco
de la democracia parlamentaria, y los esfuerzos homogeneizadores chocan contra
una diversidad societal resistente a esas torsiones unificadoras del
cuerpo social. El problema para los partidos que se consideran la expresión
indiscutida de la “sustancia” del pueblo es que “no pueden” perder elecciones
ni siquiera pensar en abandonar transitoriamente el poder. En ese marco,
cualquier restricción institucional parece menor frente a las necesidades del
pueblo o la revolución.
Pero
dado que a menudo las críticas a los “excesos populistas” terminan siendo
llamados a abandonar la perspectiva de los cambios sociales profundos, la
pregunta de la hora para las izquierdas no “populistas” parece ser, cómo
combinar radicalidad con pluralismo social. O dicho con otras palabras,
cómo construir las bases de lo que el canadiense Richard Sandbrook llama
“transiciones socialdemócratas radicales”.