La anomalía japonesa
por Jun Fujita Hirose
(publicado en la revista Crisis Nº
12, enero de 2013)
El extraordinario accidente que tuvo lugar hace un año y
medio en la isla más desarrollada del mundo sigue esparciendo su virus a la
sociedad y el sistema político nipón. Las movilizaciones contra el programa
nuclear son imponentes, pero a nivel de gobierno no hay visos de reacción. Un
filósofo nacido y criado en Tokio explica por qué los manifestantes no están ni
indignados ni resignados, y parecen más bien curados de espanto.
El
viernes 14 de septiembre el gobierno japonés publicó su nuevo Plan Energético,
que consiste esencialmente en «tomar todas las medidas necesarias para llevar a
cero la producción nuclear en el año 2030». Esa misma tarde, a las 18, decenas
de miles de personas se manifestaron frente a la sede del gobierno en Tokio,
tal como lo hacen cada viernes desde abril de 2012. El anuncio del ejecutivo
nipón sobre una salida gradual del escenario nuclear no disipó la desconfianza
profunda en la clase política.
La
primera movilización realizada después del accidente de la central de Fukushima
I, fue el 10 de abril del pasado año: más de 20 mil personas se echaron a la
calle en la capital. Las manifestaciones se multiplicaron de inmediato por todo
el territorio nacional, abriendo una fase «excepcional» en un país que no tenía
registro de protestas de esta envergadura desde fines de la década del sesenta.
No hace falta subrayar la «horizontalidad», «multiplicidad» y «espontaneidad»
de estas expresiones de masas, ya que se trata de aspectos comunes a las protestas
que han tenido lugar últimamente en todo el planeta.
El
movimiento antinuclear japonés tuvo un giro decisivo en junio de 2012, cuando
el Primer Ministro Yoshihiko Noda tomó la decisión de volver a activar dos
reactores de la central de Ohi que habían sido cerrados como medida de
seguridad (al igual que los otros 48 reactores que hay en el archipiélago). Fue
aquella una resolución realmente «inesperada», «inimaginable» o «imposible»
para la mayor parte de la población japonesa. ¿Cómo un mandatario osaba reanimar
la producción nuclear siendo que el accidente de Fukushima permanece activo y
nadie sabe todavía la verdadera dimensión de sus efectos en el largo (y ni siquiera
en el corto) plazo? ¿Cómo se atrevía a actuar en contra del sentimiento tan
claramente manifestado por la sociedad durante un año?
A
partir del viernes siguiente al anuncio de Noda, el número de personas que se
reunían frente a la sede gubernamental explotó. En julio llegaron a juntarse
200 mil personas, sin contar los innumerables manifestantes «virtuales» que
participan del cortejo a través de internet, como muchas mamás obligadas a
quedarse en casa para preparar la cena.
¿No
hay, sin embargo, algo de paradojal, e incluso de perverso, en el hecho de que cuando más aumentó el número de manifestantes
fue cuando la gente pudo percatarse de la impotencia efectiva de las protestas
populares? La decisión de reavivar los reactores mostró de manera transparente al
menos dos cosas fundamentales: en primer lugar, que la alianza Estado-Capital
es lo suficientemente sólida como para que nadie pueda intervenir, excepto
ellos; en segunda instancia nos dimos cuenta que los malhechores son tan
indomables, que no hay quien pueda persuadirlos de ser menos malvados. Y estos
dos aprendizajes no son apenas factores coyunturales o pasajeros, sino que
configuran prácticamente una verdad eterna. En síntesis, hemos aprendido definitivamente que «otro mundo no es
posible». Lo cual modificó radicalmente la naturaleza misma del movimiento de
resistencia.
Antes
de aquel fallo de junio, creíamos enfáticamente que «otro mundo era posible».
Esta hipótesis aparecía reforzada por el hecho de que Naoto Kan, el Primer Ministro
anterior, se manifestó de acuerdo con abandonar el paradigma energético
nuclear, y había ordenado en mayo de 2011 –a pesar de la fuertísima oposición
de los empresarios- la suspensión de los reactores de la central de Hamaoka,
colocados en una zona considerada de «riesgo sismológico alto». Aún cuando Kan
se vio de facto obligado a dimitir en
septiembre de 2011 por su posición «demasiado izquierdista», no dejamos de
creer en la capacidad de nuestras fuerzas democráticas para cambiar el mundo.
Desde
hace cinco meses vivimos en la paradójica situación de reivindicar la clausura
inmediata de las centrales nucleares, como siempre, pero a sabiendas de que
nuestra voz no tiene ningún poder para quebrar la alianza estatal-capitalista,
ni para purgar el mundo de aquellos maleantes que no cesarán de hacer su voluntad
sin el más mínimo pudor.
Cabe,
entonces, la pregunta: ¿por qué la gente, cada vez en mayor cantidad, sigue
yendo a la plaza si está al tanto de la imposibilidad de transformar el mundo? ¿Será
porque cada uno de ellos busca transformarse a sí mismo, y devenir otra cosa, para
volverse capaz de vivir en este mundo, un mundo que aparece insoportable,
dominado por las clases dirigentes que portan una nocividad que se torna
imposible de neutralizar? Si hoy sentimos más que nunca la necesidad de
juntarnos, no es tanto para darnos a entender con una fuerza numérica, sino
ante todo para producir una nueva subjetividad, autónoma, excedente, a través
de un agenciamiento colectivo hecho de afectividades que resuenan entre sí
internamente.
Todo
lo cual nos lleva a un pasaje del filósofo Gilles Deleuze, quien afirma: «Necesitamos
una ética o una fe, y esto hace reír a los idiotas; no es una necesidad de
creer en otra cosa, sino una necesidad de creer en este mundo, del que los
idiotas forman parte». No se trata ya de hacer un mundo digno de nuestra vida,
sino de hacernos nosotros dignos de este mundo tal cual es. Es esto lo que el pensador
francés entiende por «devenir revolucionario». Los manifestantes antinucleares
japoneses no son «indignados»: no le gritan ya a una sociedad injusta que creen
no merecer; su voluntad no es subvertirla para convertirla en “otro mundo”. En
lugar de revolucionar al planeta lo que ellos procuran es devenir revolucionarios
en el seno de este mundo. Buscan asegurarse una libertad, una independencia, no
exactamente respecto al destino sino respecto a la necesidad que debería
resultar del destino, como dice también Deleuze a propósito de la moral
estoica.
El
mundo desborda siempre su carrera actual, insoportable. Si la antigua creencia
consistía en aferrar el mundo en su capacidad imaginaria de alcanzar un futuro menos insoportable, hoy se trata
de aferrar cada instante mundano en su desdoblamiento real entre la actualidad y sus virtualidades, el «accidente» y su
potencia. Lo cual nos permite romper la relación de causalidad necesaria con
cada accidente que nos afecta, y trazar líneas de fuga dando con la cabeza en
el muro de las imposibilidades. Esa es la perversión dis-utopista que
constituye una anomalía japonesa en la época donde parece reinar, como siempre,
la antigua perspectiva, subversiva y utópica, tal como la constatamos en el
caso de los altermundistas, los indignados, los occupy.
El
accidente de Fukushima está ahí. Sus efectos ya están inscriptos en nuestros
respectivos cuerpos, se salga o no del escenario nuclear. Y tal vez sea por eso
que, en el fondo, estamos a la vanguardia de una nueva modalidad de lucha,
des-utópica y perversa.