¿Cómo no temblar?
por Jacques Derrida
Hace veinte años en Jerusalén, que en la
actualidad sigue siendo uno de los epicentros de los seísmos que sacuden a todo
el mundo, había comenzado una conferencia con una frase en la que la sintaxis
era más o menos la misma, y decía, para comenzar, “¿cómo no hablar”.[i]
Hoy digo: cómo no temblar.
Aún antes de comenzar, y para ya no hablarles de
mí, querría relatar dos pequeñas anécdotas, dos pequeñas cosas que me
sucedieron (arrivées[ii])
—y lo que sucede, si algo sucede, sucede imprevisiblemente, ya que un
acontecimiento, lo que sucede, o quien llega, es siempre imprevisto—, dos
acontecimientos relacionados con el temblor: un temblor de miedo y el miedo del
temblor.
Durante la guerra, en 1942-1943, por única vez
en mi vida, sentí lo que llamamos físicamente, literalmente, propiamente, un
temblor del cuerpo. Fue durante los bombardeos. En Argelia había bombardeos
todas las noches, a menudo de aviones italianos; nos refugiábamos en casa de un
vecino, y un día, recuerdo que tenía exactamente doce años, mis rodillas se
pusieron a temblar de manera incontenible. Temblaba de miedo. Y después, este
verano y, como se dice, por el efecto secundario de una quimioterapia, me di
cuenta un día que mi mano temblaba y que no podía continuar escribiendo, ya no
lograba firmar y era aterrador, en particular para alguien que consagra su vida
a escribir. No temblaba de miedo, pero tenía miedo de temblar, de ese temblor
que me sucedía. Entonces, se puede temblar de miedo y se puede tener miedo de
temblar.
¿Cómo no temblar?
¿Cómo hacer para no temblar? Literalmente o como
figura, porque esta cuestión, en apariencia estrictamente retórica, no es
secundaria. Hay que explicar a la vez la posibilidad y justificación del uso
(metafórico o no, catacrético o no —y la metáfora y la catacresis permiten
también la comparación con los desplazamientos tectónicos, con las sorpresas
que puede reservar un terreno que se desliza o un terremoto); hay que explicar,
entonces, a la vez, esa posibilidad y justificación del uso (metafórico o no, catacrético
o no) del sustantivo “tremor”, del verbo “temblar”, del adjetivo o del
atributo, es decir, del sustantivo tremor,[iii] a saber, del trazo trazado por una
mano temblorosa, del trémolo que la mano del instrumentista imprime
intencionalmente, activamente, temblando sobre la cuerda del violín o del
órgano, es decir, del trémolo de la voz por la cual el cantante, el orador, el
sacerdote, el cantor o el rabino revelan la emoción, o aún más, en el código de
la tipografía, de esa línea sinuosa que alterna lo grueso y lo delgado, o aún
más, el nombre del árbol que llamamos “álamo temblón” (Zitterpappel en alemán), ese álamo de corteza lisa,
de tronco recto cuyas hojas provistas de delgados pecíolos se estremecen con el
más leve soplo; hay que, entonces, decía, explicar la posibilidad y justificar
el uso de todas esas figuras más allá de su literalidad física o, más
precisamente, corporal, ya sea que se trate del propio cuerpo del viviente
humano o no, animal, vegetal o divino o del cuerpo o de la corteza terrestre;
este último ejemplo, el del terremoto, no se reduce, trataré de mostrarlo, a un
ejemplo en una serie, ya que una cierta excepcionalidad le confiere un
privilegio paradójico en esta retórica embrollada.
El terremoto, el seísmo, la sacudida sísmica y
sus réplicas pueden convertirse en metáforas para designar toda mutación
perturbadora (social, psíquica, política, geopolítica, poética, artística) que
obliga a cambiar de terreno brutalmente, es decir, imprevisiblemente. Si yo
mismo he usado y abusado a menudo de esta figura o de ese léxico sísmico, lo
que veo en éste, y trataré de explicarme, es algo más o distinto que una salida
fácil o que una aproximación retórica.
No podemos no temblar en el momento de pensar,
de escribir y, sobre todo, de tomar la palabra, en particular cuando a falta de
fuerza y de tiempo, lo hacemos de manera más o menos improvisada; y sobre todo
cuando se trata de interrogarse, como a menudo estuve tentado a hacerlo en el
pasado, explícitamente, literalmente, y de manera sistemática, sobre el
sentido, los sentidos, los diferentes sentidos, a veces heterogéneos, así como
sobre la esencia del temblor, sobre lo que quiere decir temblar.
Acabo de decir “¿cómo no temblar?” y después “no
podemos no temblar”. Preciso: parece que fuera
preciso temblar. Se debe en
el doble sentido de la necesidad o de la obligación irresistible, pero hay que
hacerlo, también, en el sentido del deber, del pudor, de la decencia y de la
modestia, también del valor, incluso ahí donde se tiembla de miedo. El “hay
que” del deber, el “hay que deber y temblar”: comprendo por ello que se debe
aceptar la falla, el fracaso, el desfallecimiento, la “fault line” como
se diría en inglés, para nombrar la línea del terreno amenazado por el
terremoto —y falter[iv] significa dudar, tartamudear, hablar
con voz entrecortada—. Parece entonces que fuera preciso temblar, no escoger
temblar, como por deber, sino ceder ante la necesidad del desfallecimiento, de
la debilidad, abandonando toda complacencia o todo sentimiento ingenuo o
inocente de tener una firme capacidad, o el dogmatismo de saber dónde se está
parado, toda presunción segura acerca del temblor; no hay que hacer como si se
supiera lo que quiere decir temblar, o saber lo que es verdaderamente temblar,
en verdad, ya que el temblor se mantendrá siempre heterogéneo al saber, es el
único saber posible al respecto. Sabemos que no sabremos jamás nada esencial al
respecto, incluso si sabemos algo, incluso si podemos parlotear, discutir al
respecto. El pensamiento del temblor es una experiencia singular del no-saber;
y preciso aún más, después de haber dicho: “hay que temblar, no temblamos jamás
lo suficiente cuando proponemos un discurso, una filosofía o una política del
temblor”, agrego que el temblor, si es que existe, excede todo “hay que”, toda
decisión voluntaria y organizada, todo deber bajo la forma de la ética, del
derecho y de la política. La experiencia del temblor es siempre la experiencia
de una pasividad absoluta, absolutamente expuesta, absolutamente vulnerable,
pasiva ante un pasado irreversible así como ante un porvenir imprevisible.
Tiemblo entonces, pero yo mismo no estoy seguro
de tener el derecho de decir y de pensar “yo tiemblo”. Ni siquiera estoy seguro
de que este enunciado no sea ya una falta o un desconocimiento de lo que un
temblor digno de ese nombre desestabiliza, corroe desde una falla subterránea a
la autoridad, corroe la continuidad, la identidad del “yo” y sobre todo del
“yo” como sujeto, como sustancia o soporte, sostén, sustrato, fundación
subterránea de una experiencia en la que el temblor no sería más que un
accidente, un atributo, un momento pasajero. “Yo tiemblo” debe en principio
querer decir que el “yo” mismo ya no está seguro de ser lo que es, como un
cogito que acompañaría a todas mis representaciones (dirían aquí al unísono
Descartes y Kant). El temblor digno de ese nombre hace temblar a un “yo” al
punto en que ya no puede plantearse como el sujeto (activo o pasivo) de un
temblor violento que le sucede, de un acontecimiento que lo priva de su
dominio, de su voluntad, de su libertad, por lo tanto, de su derecho a la
ipseidad, ya sea al poder de pensar o de decirse autoafectivamente “yo” y, como
lo significa toda ipseidad, el poder a secas, al “yo puedo” a secas o al “yo
puedo saber”, “yo puedo decidir”, “yo puedo asumir una responsabilidad que sea
solamente mía y no la de otro”. Temblar hace temblar la autonomía del yo, lo
instala bajo la ley del otro —heterológicamente. Reconocer, como lo hago aquí,
que “tiemblo”, es admitir que el ego mismo no resiste a lo que lo sacude así y
lo amenaza en su facultad de decir legítimamente “yo”.
Es como si “yo” se pusiera a balbucir, a hablar
atropelladamente, a ya no encontrar ni formar sus palabras, como si el “yo”
tartamudeara, incapaz de terminar la frase autoposicional que justamente
interrumpe el temblor. Entonces, lo que sucede al “yo”, lo que me sucede cuando
tiemblo, es que yo no tengo, ni de hecho ni por derecho, el poder de decir o de
pensar “yo” o la ipseidad del “yo”. Si como acabo de hacerlo, a manera de
ejemplo, dijera “yo tiemblo”, sería una suerte de mistificación o de ilusión trascendental,
una gran estupidez, incluso si, respetando el carácter específicamente
intransitivo del verbo “temblar”, yo lo completara, lo determinara con la ayuda
de complementos que no serían los complementos de objeto directo de un verbo
transitivo. Nuestra gramática nos permite decir, en rigor, “hago temblar a
alguien”, o aún más, “alguien o alguna cosa me hace temblar” (solamente en este
sentido puedo entonces ser, en efecto, sujeto, pero no en el sentido de un
sujeto dueño de sí mismo, sino de sujeto sometido al temblor). Pero la
gramática francesa priva al “temblar” de toda transitividad: el verbo temblar
es intransitivo. No nos autoriza decir “tiemblo a alguna cosa” o “tiemblo a
alguien”, aunque la ley de la lengua francesa nos permita decir (complemento
directo) “tiemblo de frío”, “tiemblo de miedo”, “tiemblo ante la catástrofe que
se anuncia” o aún más y sobre todo, “tiemblo ante el otro, ante aquélla o
aquél”, por ejemplo: tiemblo de miedo o de temor frente a mi padre, frente a mi
maestro o frente a Dios —que no está aquí, regresaré a eso. Un ejemplo entre
otros, otro entre otros—. Trataré de sugerir ahora, y hasta demostrar que más
allá de la tradición abrahámica que nos lega, al menos desde san Pablo a
Kierkegaard, el temor o el temblor ante Dios, una suerte de quakerismo
universal (el quaker es alguien que tiembla ante la palabra de Dios), sugerir
pues que todo temblor de manera literal o metonímica, tiembla ante Dios, o más
aún: Dios es en principio el nombre que nombra aquello ante lo que siempre
temblamos, lo sepamos o no. O más aún, Dios es el nombre de todo otro que, como
todo otro, y como todo otro es todo otro, hace temblar.
Desde que me enteré que nuestro amigo Édouard
Glissant nos había propuesto este tema temible (que hace temblar) y que me
invitaba a hablar de ello en Italia, es decir, en italiano, en todo caso por
referencia a una lengua o a una poética de tradición italiana, y a hacerlo, más
precisamente, en una institución italo-europea de diseño donde no se impedía
jamás asociar la música y la escritura, la pintura y la poesía, tanto artes que
requieren el uso de los dedos y de la mano como artes que piensan y se piensan
como una cierta experiencia de la mano; ¿me equivoqué entonces al suponer que
detrás de este tema, el Paraíso no estaba lejos? (en Italia, pues, repito, y en
estos lugares consagrados por nuestros amigos, el diseñador y pintor, Valerio y
Camilla —que aúnan el diseño y la música). Quiero decir el Paraíso de Dante y
esos versos del libro XIII (76-78), conocidos por todos:
Ma la natura la dà sempre scena,
Símilmente operando a l’artista
Ch’ a l’abito de l’arte ha man ché trema.[v]
No puedo reconstruir aquí el contexto inmediato
de estos versos, ni la filosofía en general, ni la filosofía del arte o la
poética, ni la onto-teología implicadas por Dante en esta aserción sobre el
necesario temblor de la mano de un artista que tiene, sin embargo, el hábito y
la experiencia de su arte. Pero yo diría que la verdad profunda que se dice a
través de estos versos de Dante es que el artista es alguien que se convierte
en artista ahí donde la mano tiembla, es decir, donde él no sabe en el fondo lo
que va a suceder o que aquello que va a suceder le es dictado por el otro. El
momento propiamente artístico de la obra de arte es el momento en que la mano
tiembla porque el artista ya no tiene el dominio, porque lo que le sucede y le
sorprende como verticalmente le viene del otro. El artista no es responsable.
Puede ser responsable de su saber, de su técnica, no es responsable de aquello
que es lo más irreductible de su arte y que viene del otro y que hace temblar
su mano. Y entonces, hay ahí, en ese temblor, una alianza de responsabilidad y
de irresponsabilidad: porque el artista sabe que va a tener que asumir la
responsabilidad, es decir, firmar aquello mismo de lo que no es responsable,
que le viene del otro.
Temblar. ¿Qué hacemos cuando temblamos? ¿Qué es
lo que hace temblar?
Un secreto siempre hace temblar. No solamente
estremecerse o sentir escalofríos, cosa que sucede también alguna vez, sino
temblar. El estremecimiento puede ciertamente manifestar el miedo, la angustia,
la aprehensión ante la muerte, cuando nos estremecemos con anticipación frente
al anuncio de lo que va a venir. Pero puede ser ligero, a flor de piel, cuando
el estremecimiento anuncia el placer o el goce. Momento de pasaje, tiempo
suspendido de la seducción. Un estremecimiento no es siempre muy grave, a veces
es discreto, apenas sensible, un poco epifenomenal. Prepara más bien que seguir
al acontecimiento. El agua, decimos, se estremece antes de hervir; es lo que
llamamos la seducción: una pre-ebullición superficial, una agitación preliminar
y visible.
Como en el terremoto o cuando uno tiembla con
todos sus miembros, el temblor, al menos en tanto que señal o síntoma, ya tuvo
lugar. Ya no es preliminar, incluso si al estremecer el cuerpo violentamente e
imprimirle una tremulación incontrolable, el acontecimiento que hace temblar
anuncia y amenaza de nuevo. La violencia va a desencadenarse otra vez, un
traumatismo podría continuar repitiéndose. A pesar de lo diferentes que son
entre ellos, el temor, el miedo, la ansiedad, el terror, el pánico o la
angustia ya han comenzado en el temblor, y lo que los ha provocado continúa o
amenaza con continuar haciéndonos temblar. La mayoría de las veces no sabemos y
no vemos el origen —por tanto, secreto— de lo que cae sobre nosotros. Tenemos
miedo del miedo, estamos angustiados por la angustia —y temblamos—. Temblamos
en esta extraña repetición que une un pasado innegable. Un golpe tuvo lugar, un
traumatismo nos ha afectado ya en un futuro no anticipable, anticipado pero no
anticipable,aprehendido pero
justamente, y por ello existe el futuro, aprehendido como imprevisible, impredecible, tan
cercano comoinaccesible.
Incluso si creemos saber lo que va a suceder, el nuevo instante, el
acontecimiento de esta llegada permanece virgen, aún inaccesible, en el fondo,
invivible. En la repetición de lo que permanece impredecible, al principio
temblamos por no saber de dónde ha venido ya el golpe, desde dónde fue dado (el
buen o mal golpe, a veces el bueno al
igual que el malo) y de no
saber, un secreto duplicado, y de no saber si va a continuar, recomenzar,
insistir, repetirse: si, cómo, dónde, cuándo. Y cuál es la razón de este golpe.
Tiemblo entonces de tener aún miedo de aquello que ya me da miedo y que no veo
ni preveo. Tiemblo ante lo que excede mi ver y mi saber mientras que eso me
concierne hasta lo más profundo, hasta el alma y, como se dice, hasta los
huesos. Dirigido hacia lo que engaña tanto el ver como el saber, el temblor es
realmente una experiencia del secreto o del misterio, pero otro secreto, otro
enigma u otro misterio viene a sellar la experiencia invivible agregando un
sello o un ocultamiento de más altremor (la palabra latina para temblor, de tremo, que en griego como en
latín quiere decir tiemblo, estoy agitado por temblores; en griego también
existe troméô: tiemblo, me estremezco, temo; y trómos, es el temblor, el
temor, el terror. Tremendus,tremendum,
como en el mysterium tremendum,
en latín [adjetivo verbal de tremo]
lo que hace temblar, lo aterrador, lo angustiante, lo terrorífico).
¿De dónde viene el sello suplementario? No se
sabe por qué temblamos. El límite del saber ya no concierne
solamente a la causa o al acontecimiento, a lo desconocido, lo invisible o
ignorado que nos hace temblar. No sabemos tampoco por qué eso produce este
síntoma, una cierta agitación irreprimible del cuerpo, la inestabilidad
incontrolable de los miembros, este tremor de la piel o de los músculos. ¿Por
qué lo incoercible toma esta forma? ¿Por qué el terror hace temblar mientras
que podemos también temblar de frío, y por qué estas manifestaciones
fisiológicas análogas traducen experiencias y afectos que no tienen,
aparentemente al menos, nada en común? Esta sintomatología es tan enigmática
como la de las lágrimas. Incluso si supiéramos por qué lloramos, en qué
situación y para significar qué (lloro porque he perdido a uno de los míos, el
niño llora porque le han pegado o porque no lo quieren: se acongoja, se queja,
pide o se deja consolar), eso no explicaría sin embargo que las glándulas
lagrimales comiencen a secretar esas gotas de agua que asoman a los ojos y no
en otro lugar, la boca o las orejas. Habría entonces que abrir nuevas vías en
el pensamiento del cuerpo, sin disociar los registros del discurso (del
pensamiento, la filosofía, las ciencias bio-genético-psicoanalíticas, la filo
—y la ontogénesis) para acercarse un día a lo que hace temblar o a lo que hace
llorar, a esta causa que no es la causa última, que podemos
llamar Dios o la muerte (Dios es la causa del mysterium
tremendum, y la muerte dada es siempre lo que hace temblar o también lo que
hace llorar), pero la causa más cercana, no la causa cercana, es decir, el
accidente o la circunstancia, sino la causa más cercana a nuestro cuerpo, eso
mismo que hace que en ese momento temblemos o lloremos en lugar de hacer otra
cosa. ¿Qué es lo que se metaforiza o se figura entonces? ¿Qué quiere decir el cuerpo,
suponiendo que pudiéramos aún hablar aquí de cuerpo, de decir y de retórica?
¿Qué es lo que hace temblar en el mysterium tremendum? Es el don
del amor infinito, la disimetría entre la mirada divina que me ve y yo mismo
que no veo aquello mismo que me mira, es la muerte de lo irremplazable dada y
sobrellevada, es la desproporción entre el don infinito y mi finitud, la
responsabilidad como culpabilidad, el pecado, la salvación, el arrepentimiento
y el sacrificio. Al igual que el título de Kierkegaard, Temor y temblor, el mysterium tremendum comporta una referencia al menos
indirecta e implícita a san Pablo.
Ahora, para ganar tiempo, paso a san Pablo.
En la epístola a los Filipenses (2:12), se pide
a los discípulos que trabajen por su salvación en el temor y en el temblor.
Deberán obrar para su salvación sabiendo que Dios decide: el Otro no tiene
ninguna razón para darnos y ninguna cuenta que rendirnos, ni razones que
compartir con nosotros. Tememos y temblamos porque estamos ya en las manos de
Dios, libres sin embargo de trabajar, pero en las manos y bajo la mirada de
Dios a quien no vemos, y de quien no conocemos ni las voluntades ni las
decisiones por venir, ni las razones de querer esto o lo otro; nuestra vida o
nuestra muerte, nuestra perdición o nuestra salvación. Tememos y temblamos ante
el secreto inaccesible de un Dios que decide por nosotros, mientras que
nosotros somos sin embargo responsables, es decir, libres de decidir, de
trabajar, de asumir nuestra vida y nuestra muerte.
Pablo dice, y éste es uno de sus “adioses” de
los que hablábamos:
Así pues, queridos míos, de la misma manera que
habéis obedecido siempre, no sólo cuando estaba presente sino mucho más ahora
que estoy ausente [non ut in praesentia mei tantum, sed multo magis nunc in
absentia mea; mè hos en tê parousía mou mónon allà nûn pollô mâllon en tê
apousía mou], trabajad con temor y temblor [cum metu et tremore; metà
phóbou kaì trómou] por vuestra salvación (Flp. 2:12).
Primera explicación del temor y del temblor, de
ese “temor y temblor”: se pide a los discípulos trabajar por su salvación no en
presencia (parousía) sino en ausencia (apousía) del maestro: sin
ver ni saber, sin comprender la ley o las razones de la ley. Sin saber de dónde
viene todo ello y lo que nos espera, estamos abandonados a la soledad absoluta.
Nadie puede hablar con nosotros, nadie puede hablar por nosotros, debemos
hacernos cargo de nosotros, cada uno debe encargarse (auf sich nehmen[tomar
a su cargo], decía Heidegger respecto de la muerte, de nuestra muerte, de lo
que es siempre “mi muerte” y de la cual nadie puede hacerse cargo en mi lugar).
Pero hay algo aún más grave en el origen de este temblor: si Pablo dice “adiós”
y se ausenta demandando obedecer, al ordenar en verdad obedecer (ya que no se
pide obedecer, se ordena), es porque Dios mismo está ausente, oculto y
silencioso, separado, secreto —en el momento en que hay que obedecerlo—. Dios
no da sus razones, actúa como él lo entiende, no tiene que dar sus razones ni
compartir nada con nosotros: ni sus motivos, si es que existen, ni sus
deliberaciones, ni siquiera sus decisiones. Él no sería Dios de otra manera, no
tendríamos nada que ver con el Otro como Dios o con Dios como todo otro. Si el otro
compartiera con nosotros sus razones explicándonoslas, si nos hablara todo el
tiempo sin ningún secreto, no sería el otro, estaríamos en un elemento de
homogeneidad: en la homología, es decir, en lo monológico. El discurso es
también un elemento de lo Mismo. No hablamos con Dios ni a Dios; no hablamos
con Dios ni a Dios como con los hombres o con nuestros semejantes. Pablo
continúa, en efecto: “Pues Dios es quien obra en vosotros el querer y el obrar,
como bien le parece” (Flp. 2:13).
Comprendemos que Kierkegaard eligiera, para su
título, el discurso de un gran judío convertido, Pablo, en el momento de
meditar sobre una experiencia también judía del Dios oculto, secreto, separado,
ausente o misterioso, el mismo que, sin revelar sus razones, decide exigir de
Abraham el gesto más cruel y el más imposible, el más insostenible: ofrecer a
su hijo Isaac en sacrificio. Todo eso sucede en secreto. Dios guarda silencio
sobre sus razones, Abraham también, y el libro no está firmado por Kierkegaard,
sino por Johannes de Silentio.
Quiero una vez más hacer el salto hacia este
extraño funcionamiento de la figura y de la cosa llamada terremoto. Sabemos lo
que es el terremoto en sentido literal; y luego, hay un terremoto figural, por
ejemplo, como lo que sucede ahora en el mundo, el seísmo que sacude la fundación
misma del orden internacional, del derecho internacional, todo el mundo sufre
un terremoto en la actualidad, por lo tanto el terremoto es ahí una figura.
Pero lo que querría mostrar para terminar es que
el terremoto como figura no es una figura, y dice algo esencial con respecto
del temblor. El terremoto como figura no es una figura entre otras. ¿Qué quiere
decir esto?
Hay un texto de Celan, un poema de Celan que
recientemente me interesó mucho,[vi] que dice “Die Welt ist fort, ich
muss dich tragen”: “El mundo ha partido, yo debo cargarte”[vii].
Cuando he tratado de interpretar este verso que desde hace años me fascina, he
insistido, por una parte, en el hecho de que en el momento en el que ya no
existe el mundo, o que el mundo pierde su fundamento, donde ya no hay suelo —en
el terremoto ya no hay suelo ni fundamento que nos sostenga—, ahí donde ya no
hay mundo ni suelo, debo cargarte, tengo la responsabilidad de cargarte porque
ya no tenemos apoyo, ya no puedes pisar un suelo confiable y por lo tanto tengo
la responsabilidad de cargarte. O bien, cuando ya estás muerto —y es pues un
pensamiento del duelo, otra interpretación—, cuando ya no hay mundo porque el
otro está muerto, y la muerte es cada vez el fin del mundo, cuando el otro está
muerto, debo cargarlo según la lógica clásica de Freud según la cual el llamado
trabajo de duelo consiste en cargar consigo, en ingerir, en comer y en beber al
muerto, para llevarlo dentro de uno. Cuando el mundo ya no existe debo
cargarte, es mi responsabilidad ante ti: es pues una declaración de responsabilidad
hacia el otro amado.
Pero tragen pertenece también al vocabulario de la
gestación (la madre que carga en su vientre a un niño): para el niño que aún no
ha nacido no existe el mundo, aún no existe mundo, y ahí, donde no hay mundo,
debo cargarte. Lo que quiere decir es que ya sea que se trate de la relación de
la madre con el niño o que se trate de uno al otro, de quien sea a quien sea,
la responsabilidad del debo cargarte supone la desaparición, el alejamiento, el
fin del mundo. No existe más responsabilidad que ahí donde se halla el fin del
mundo, ahí donde ya no hay suelo, ni tierra, ni fundamento. Para ser
responsable es necesario que ya no exista mundo. Entonces se puede decir: ahí
donde ya no hay mundo, soy responsable de ti; o bien, desde que soy responsable
de ti, y te cargo, en ese mismo momento aniquilo al mundo, ya no hay mundo; en
el momento en que soy responsable ante ti, el mundo desaparece. Para ser
verdaderamente, singularmente responsable ante la singularidad del otro es
necesario que ya no haya mundo.
[ii] No obstante la cantidad de significados que implica el verbo arriver, (llegar, lograr,
alcanzar, pasar, suceder, acontecer), he optado por traducirlo en la mayoría de
los casos por “suceder”. El autor juega con estos múltiples significados, pero
después de una lectura atenta, considero que lo que destaca Derrida en el caso
del temblor es su característica de pasividad frente al acontecimiento del
temblor, del pensamiento y de la muerte.
[v] “Pero la naturaleza es siempre imperfecta, operando a semejanza del
artista que posee su arte, pero le tiembla la mano”.