Proyecto: A degustar catacumbas. ¡Y que viva la literatura!
(sobre Alguien camina sobre tu tumba: mis viajes a
cementerios, de Mariana Enriquez)
Por Juan K. Cinelli
Génova, Trevelin, Guadalajara, la Isla Martín García, Ohio, Lima, Australia
Occidental, Frankfurt, Louisiana, Carhué, La Habana, Basavilbaso, París, La
Reja, particular cartografía la que traza
Mariana Enriquez sobre su territorio, los cementerios . Cámara en mano, es
evidente que se mueve a gusto por sus pasillos a la caza de relatos e imágenes sobre
los que allí moran. Se regocija entre panteones y bóvedas, busca muertes
tempranas, injustas, misteriosas o famosas. Pone su propia vida en juego (su literatura,
su sensibilidad erótico-estética, su imaginación, su memoria).
Por eso es doblemente inspiradora la idea de catadora de cementerios. Porque, por un lado, pone en primer plano
la expertiz de alguien sobre las reglas que gobiernan una porción de mundo –el
ritual de despojarse del cuero deshabitado por la vida–; por el otro –y
recuperando aquella raíz que en tiempos inmemoriales unía catar a captar y a dar caza– señala una disposición
semiótica, el elemental esfuerzo por leer los signos que permiten asumir las
cosas de ese mundo en su compleja materialidad, es decir, como objeto ético, estético,
erótico.
Pero: ¿qué abre un cementerio? ¿Qué imágenes ofrece? ¿Qué tipos de
experiencias habilita? ¿Es posible desarrollar una sensibilidad capaz de
descifrar –entre piedras agrisadas y flores marchitas– las singularidades de
una época, sus claves culturales, los modos en los que la subjetividad
fragilizada canalizar sus ilusiones, perdidas demasiado pronto y para siempre?
Un cementerio, en principio, aproxima a la muerte, permite hablar de ella.
La muerte como elemento central. No hay allí originalidad alguna: la muerte es estrella codiciada de los noticieros y
elemento central del sistema de gobernabilidad política (“Faire vivre ou
laissez mourir”). El miedo a la muerte como gran maquinaria de disciplinamiento
social. Y, es sabido, un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte.
Pero aquí la muerte está desenfocada, se la alude más que lo que se la
nombra. No hay dramatismo, sobreactuación ni escándalo. Una referencia despojada,
vaciada de tragicidad, de toda (estúpida) heroicidad. La muerte es materia
prima de historias menores, complejo artefacto cultural o disparador fortuito
de alguna anécdota personal. La muerte no es más que una excusa para que la
escritura fluya.
Es esa, entonces, la fortaleza más evidente de Alguien camina sobre tu tumba: su capacidad de neutralizar las
pasiones tristes naturalmente asociadas a la muerte (la impotencia, la soledad,
el dolor) hasta “desterritorializar” el cementerio, volverlo curioso punto
turístico, objeto de un hobby banal (más no banalizado) que funge de combustible
para la máquina de escribir. La necrópolis, paradójicamente, alumbra palabras.
Los afectos a las clasificaciones situarán a Alguien camina sobre… en el vasto
y difuso campo de las crónicas, de la no
ficción; escrituras disímiles que desbordan el esquema novela/cuento, incluso
cuando, como en este diario de viaje, se admite lo fantasioso de los hechos
narrados. Importa mucho menos la verdad, parece, que lo verosímil. Realficción, como quien dice. El punto es
volverse insumo de una experiencia vital de escritura. Fábrica de
autobiografías mayormente imaginadas. Deriva precarizada del self made man no inmune a cierta
exigencia social pseudofascista a movilizarse, a construirse a sí mismo como
fuerza de trabajo y consumo. Pero, también, literatura propia del momento en
que las redes sociales reorganizan los vínculos y los modos de circulación de
la producción. Máxima tensión entre autoconstrucción y exhibicionismo: lo
personal se vuelve literario en condición de hipnosis digital.
Proyecto literario y autoconstrucción, dos caras de la misma moneda. Un
relato por cada cementerio visitado como proyecto de escritura. Y un olfato
semiótico dispuesto a respirar en los camposantos el aire de la ciudad que los
alberga, a nutrirse, no ya de los cuerpos extintos, sino de los signos que
producen sus historias de vida. Languidece, así, la novela moderna, burguesa.
Máxima cercanía entre el arte y la vida. Socializados los medios de producción
y estallada la figura del autor y el campo literario (o cultural), todos pueden
escribir todo. Debilitados los criterios de valoración y las reglas de
reconocimiento, emerge una desbordante potencia de autoconstrucción como
intento de orden en el desmadre, ese razonable
legado de las vanguardias.
Henos aquí, entonces, sobre
el fin del recorrido por este proyecto filo-turístico-literario: las ciudades y
las tumbas disparan la narración. La estadía fugaz. El intercambio con amigos.
Las indagaciones, las palabras y los archivos. Las situaciones históricas
repuestas. Experiencias propias y leyendas populares. En el fondo, el viaje, el
cementerio e, incluso, su propia vida se disponen solícitos para que la
escritura acontezca y fluya. La literatura ha muerto: ¡qué viva la literatura!