Los intelectuales argentinos después del 2001 y el fin de la crítica
por Antonio Grosso Machado
La penosa conversación publicada el último domingo en diario Perfil entre Horacio González y Beatriz Sarlo, los dos intelectuales de referencia del país, me
decidieron a compartir este resumen del estudio que vengo haciendo sobre el
desarrollo del estado intelectual en la argentina.
I. Tres fuentes
Si un
país resulta difícil de comprender –al menos desde el punto de vista de sus
“ideas”– para un extranjero (en este caso, mexicano, un servidor que conoce del
tema): ese es la Argentina.
Desafiado,
me propongo narrar un panorama de la actualidad (¿“filosófica”?) de una
intelectualidad que, tras el exilio –muy mexicano, por cierto y por suerte– se
ha ido agrietando, y reagrupando, según clivajes que, después de todo, resultan
bastantes tradicionales, aun si las circunstancias se pretenden
nuevas.
En
efecto, en mi tesis he intentado formular la pregunta sobre el modo en que la
crisis social de los años 2001-2002 modificó –si es que lo hizo– los cimientos en
torno a los cuales se estructura el campo intelectual argentino a partir de sus
grandes tradiciones. Fundamentalmente, la nacional popular, la liberal democrática
y la izquierda marxista.
No puedo
aquí sino proceder de manera sucinta, exponiendo en el comienzo algunas
consideraciones generales para enumerar, luego, en la segunda parte del
trabajo, las principales líneas de agrupamiento de las principales tribus que
pueblan el panorama argentino.
II. El intelectual y las clases
sociales
Bajo la
categoría de “intelectuales” podemos agrupar a aquellos que Hegel llamo “la
clase universal”. Claro que el autor de Principios de filosofía del derecho identificaba esa clase con la moderna
burocracia de estado. Pero incluía junto a ellos a los filósofos, en la medida
en que, de una manera u otra, dependían del erario público.
Los
intelectuales –en efecto- son expresión de aquellas capas de las clases medias
que no cumplen ningún papel efectivo en la producción de valor. Como clase
ociosa, que no trabaja (que trabaja precisamente de lo que trabaja); como masa
eximida de los dos grandes atributos productivos de la reproducción social
(posesión de capital y la venta de la fuerza de trabajo productivo), toca a los
intelectuales el papel específico y a la vez general de “reflexionar” en torno
de la situación social en su conjunto.
Siguiendo
a mi maestra, Dora Khanusi –que introdujo en México desde hace ya décadas la
noción clave de “revolución pasiva”, de Gramsci– creo que para comprender
el mundo de los intelectuales con relación al estado es de enorme utilidad el
concepto llave de “transformismo”. A partir de él podemos comprender la manera
en la que los intelectuales gustan de sentirse artífices de revoluciones cuyo
destino suele ser la restauración del orden jurídico, económico y político.
III. Durante el 2001
Mi
hipótesis de trabajo es que durante la crisis del 2001 la única clase social
que realmente se sintió amenazada en su existencia fue, precisamente, esta
categoría de los intelectuales que –extendida sobre la escolar, docente,
universitaria, científico técnica, eclesial, periodística y burocrática–
constituye una zona de influencia social apreciable dentro de las célebres
clases medias argentinas.
Son estas
capas las que fueron realmente atacadas por el menemismo y que recuperaron su
poder durante esta última década. Ellas son, a su vez, las que comprimen y
difunden discursos e imágenes globales sobre la situación y la marcha del país.
Ellas son las que los últimos años se han visto rehabilitados en su dignidad
histórica y en su materialidad institucional y económica gracias al aumento del
presupuesto en educación y cultura (aparato escolar, universitario;
reactivación de la industria editorial; nueva tecnología para producción de TV,
publicidad) y sobre todo por la vigorosa reconstitución del aparato estatal,
impensable sin una nueva burocracia proveniente de los hogares frustrados de
las clases medias ilustradas. A esta capa intelectual que emerge estratégica en
el país quiero referirme brevemente esbozando un cuadro de sus tendencias
generales actuales a partir de la descripción de sus referentes
fundamentales.
Voy a
escoger, para esta primera aproximación dos grandes clivajes analíticos: el de
la generación y el posicionamiento en torno a la grieta que opone políticamente,
al menos en la superficie visible de las cosas, a los grupos intelectuales
argentinos.
No es de
extrañar que los intelectuales devengan tendencialmente los interesados (aunque
casi siempre resulten ineptos para ello) en lo que hace casi doscientos años
Hegel llamaba “política de la coyuntura”. Sus disputas se dan por matices que
el viejo filósofo expresaba en 1821 como la tendencia a la libertad en y de la
sociedad civil, y la insistencia en procurar una regulación superior (estatal).
Los primeros no abjuran de tal regulación, pero desean restringirla, en lo
económico como en lo propiamente cultural. Los segundos –que ahora se
autodenominan, en general, “populistas” (palabra que funcionaba hasta no hace
tanto como insulto) – no reniegan de la libertad que en su actividad es
absolutamente vital, aunque consideran imprescindible compensar desigualdades y
evitar convulsiones. En la disputa entre estas tendencias (en la que los
economistas e intelectuales empresarios juegan su papel) se determina, en cada
coyuntura, el alcance del gobierno de lo social.
IV. Las tribus
En la Argentina los
intelectuales públicos siguen siendo preponderantemente de formación de
izquierda. Claro que la noción de “intelectual” es suficientemente amplia
y Bergoglio es una muestra de la importancia de una intelectualidad cristiana,
no precisamente de izquierda.
Entre
las tribus más consolidadas destaco tres, de larga tradición. Una, que podemos
llamar “populista”. Otra “demócrata liberal”. Y una de “izquierda marxista”.
Ninguna tradición es pura y solo voy a mencionar a los referentes principales
de cada una de estas tradiciones, en la medida en que las tres permanecen vivas
y producen cuadros intelectuales.
La
“escuela populista” se referencia, sobre todo en Ernesto Laclau, Horacio
González y José Pablo Feinmann. De entre los tres, el primero, procedente de la
izquierda nacional, es el único que ha triunfado en las universidades
europeas. José Pablo Feinmann y Horacio González, los dos peronistas, acaban de
publicar un libro de conversaciones explicitando unas “vidas paralelas”
comenzadas en los años ‘60 en la revista Envido,
en la Universidad
de Buenos Aires. Célebre sartreano uno e inspirado cookista el otro,
ambos animan la versión local de la izquierda peronista de la que Laclau es
embajador ilustrado.
La línea
“liberal”, por su parte, tiene como emblema a Beatriz Sarlo: nueva Victoria
Ocampo pero proveniente del maoísmo, se ha convertido en la más deliciosa
pluma del diario de la derecha tradicional, La Nación. Rigurosa
traductora de Raymond Williams a la cultura porteña, Sarlo es un cuadro
universitario y jefa de grupo que luego de dirigir durante décadas Punto de
Vista se fue convirtiendo en
un fuerte referente de la constitución de una alternativa liberal también en
política.
La
marxista es más débil y su representación está mas dispersa. Tal vez pudiera
nombrarse como principal heredero de José Arico a Horacio Tarcus (Paglione) y,
más “contornista”, a Eduardo Grüner. De origen común en el trotskismo local –el
primero en las filas del hoy emergente Partido Obrero, el segundo del
declinante “morenismo” –, Tarcus se decantó por el archivo (Cedinci) y la
historia erudita del marxismo en la Argentina , mientras Grüner es un cuadro
universitario ligado al Frente de izquierda y los trabajadores.
Hay,
claro, mucho más bajo el sol. Finos contertulios de lo teológico político
como Santiago Kovadloff; investigadores célebres del revivido Conicet, como
Maristella Svampa; exiliados notables del mundo descolonial como Walter Mignolo
o Enrique Dussel; segundas líneas en ascenso mediático (quizás los más destacado
sean el militante de rabínica retórica, Ricardo Forster, y el talentoso
divulgador de filosofía Darío Sztajnszrajber); jubilados en vida como Juan José
Sebreli (o Emilio de Ipola); místicos como el ya mítico Oscar del Barco;
repatriados de los departamentos de literatura del norte, como Josefina Ludmer;
adolescentes veleidosos –y enfadados- como Martín Caparrós y “reventados”
de blog y novelas, como Jorge Asís, además de una innumerable tribu de
heterodoxos que pueblan la ciudad de Buenos Aires bajo la influencia de
maestros del margen, como los “privados” Tomás Abraham y Raúl Cerdeiras.
En la
argentina se trabaja mucho y se produce poco. Hay más dinero del que se puede
gastar y muchos cuadros jóvenes en formación. Los grandes maestros se han ido
(Tomas Eloy Martínez, Nicolás Casullo, David Viñas) y los grandes escritores
son objeto de reconocimiento mundial (como Piglia).
V. Conclusiones
Si una
novedad específica puede destacarse, a la luz de la década 2003/2013, es lo que
podríamos llamar el “fin de las revistas”, entendidas éstas como órgano
organizador de la cultura, tradicional en la cultural nacional. El fin
del intelectual orgánico se despliega, no por casualidad, en épocas de
consagración mediática de la enunciación del intelectual y en el contexto de
una fuerte politización del espacio enunciativo (ilustrado, sobre todo, por el
colectivo Carta Abierta).
Mi hipótesis
es que esta disyunción entre exacerbación del discurso público y ausencia de
colectivos ideológicos orgánicos (función que en otro tiempo ocupaban las
revistas más clásicas como Contorno, La Rosa Blindada o Pasado
y Presente, o más recientes, Punto de Vista, El ojo Mocho o El Rodaballo) a cargo de una
critica sistemática del presente obedece a un desplazamiento del intelectual
analítico y anticipador hacia la dimensión teológica, o teológica política,
como instancia identitaria y de resguardo de valores conservadores que cada vez
más se hacen fuerte en la sociedad argentina. Sobre esta hipótesis volveremos
en próximos textos.