Elogio del cuidado

por Diego Tatián



La convocatoria del último texto de Carta Abierta a una amplia “confluencia de fuerzas” populares y políticas, capaces de enfrentar las oscuras embestidas de poderes financieros y mediáticos contra las conquistas sociales más sensibles del pueblo argentino, tiene su motivación profunda en la urgencia de un cuidado. Esta palabra ha adquirido una intensa circulación pública a partir de una tarea común por cumplir en lugares tan desangelados como supermercados y gasolineras, y tal vez puede ser tomada como el comienzo de una exploración colectiva más vasta; una exploración y una práctica orientadas por los significados que aloja, y que es necesario deslindar de cualquier sesgo conservador.
Los trayectos emancipatorios parciales que recorre la vida de los pueblos no son parte del “torrente inexorable de la historia”, sino singularidades irrepetibles y frágiles, siempre amenazadas por su destrucción. Una práctica y una conciencia colectivas del cuidado consolida las transformaciones realizadas y precipita las que quedan por hacer, manteniéndolas a resguardo de restauraciones reaccionarias animadas por anhelos predemocráticos.
Sabemos que la política nunca se agota en una pura contradicción de intereses materiales, también se revela como el lugar de inscripción de un conjunto de representaciones y conductas vinculadas con una trama pasional muy compleja, irreductible a cualquier comprensión en términos de beneficios y perjuicios. En esa trama, la avidez de ganancia de los que más tienen y la aspiración de los más desfavorecidos a mejorar su condición social y económica es muy importante pero no necesariamente determinante. En otros términos, la política no ha sido nunca exclusivamente el reino del autointerés razonable, la decisión argumentada o el cálculo lineal de las ventajas, sino el imprevisible dinamismo animado por un régimen de pasiones públicas que es necesario comprender en su constitución, sin moralizar, para que la intervención militante y en este caso también gubernamental resulten eficaces.
Decodificar un momento social en términos de pasiones procura una perspectiva diferente de la que permite su comprensión a partir de la historia en tanto contradicciones de fuerzas que dotarían al todo de una inteligibilidad de conjunto y permitirían explicar cada hecho particular que se produce en ella. La ambición de poder y dominación, el miedo, la envidia, el odio, el desprecio, el desdén, el deseo de superioridad, el resentimiento, la indiferencia o la crueldad, pero también el reconocimiento, la solidaridad, la confianza, la gratitud, la curiosidad, la indignación por la injusticia y la simpatía por el desconocido (estas últimas las principales pasiones que permiten la construcción democrática) establecen los caracteres en los que se escribe el texto social bajo composiciones siempre nuevas que es necesario aprender a leer una y otra vez.
Las pasiones pueden ser inducidas y promovidas por una representación de las cosas (desde los medios de comunicación o por la propaganda) que no necesariamente se corresponde con las mismas cosas. Además, sabemos que los seres humanos pueden desarrollar afectos serviles con quienes los explotan y dominan, o ser hostiles con quienes toman partido por su causa. Muchas veces, “luchan por su esclavitud como si lo estuvieran haciendo por su libertad”. Pero según creo, esto no es general ni necesariamente así, y su episódica constatación no alienta ninguna misantropía, ningún retiro de la acción común y ninguna ruptura reaccionaria con la vida colectiva como se manifiesta, sino al contrario. A partir de un registro de las dificultades inherentes a la contienda por la que toda sociedad se halla dividida, motiva la disputa por el lenguaje, la lucidez de lo concreto, la destitución de la hegemonía dominante y la constitución de un imaginario social orientado por la desalienación. Motiva la política.
Esa disputa cultural –por naturaleza interminable– es un litigio ideológico por la inteligencia de las cosas que en última instancia puede ser concebido como una tensión entre derechos y privilegios, cuya confusión es necesario evitar. Si los derechos se definen por una lógica de la extensión, son universales y se incrementan mientras más sean los que gozan de ellos, los privilegios son a costa de otros o contra otros y se definen por una lógica de la excepción. La creación de una cultura de los derechos es la vía maestra de construcción democrática, pero no neutraliza la inestabilidad de los humores sociales ni evita la irrupción de malestares públicos ni la manifestación de insatisfacciones que se renuevan una y otra vez, y con los que una sociedad deberá lidiar indefinidamente. Por ello la principal virtud democrática es la capacidad de no sucumbir al cansancio y mantener abierta una potencia inventiva frente a lo real. Y también la decisión de hacer de la ley un instrumento de resguardo de las instituciones contra las corporaciones y un poder de los que no tienen poder.
Los enormes avances sociales en términos de libertades, derechos e igualdades de la última década no procuran por sí mismos ninguna garantía de continuidad (aunque sí proporcionan una acumulación de experiencia); su protección y su incremento dependerá de lo que los ciudadanos argentinos seamos capaces de hacer y de ninguna otra cosa exterior a esa capacidad. Todo puede perderse de un momento a otro si sólo nos proponemos conservar, si no somos capaces de radicalizar, que en este momento es la mejor y tal vez la única manera de “cuidar”.
Una política del cuidado aloja el sentido de prudencia, que es una de sus acepciones inmediatas, pero también la necesidad de radicalizar y sostener una atención profunda bajo el modo de una alerta democrática. Todo ello puede expresarse con el término ciudadanía, a condición de concebirla como acción con otros, intervención militante, constitución de una red heterogénea capaz de sostener socialmente medidas de gobierno que han sido muy osadas y que han afectado intereses muy grandes. Ciudadanía como ejercicio de una potencia democrática colectiva y plural.
La inclusión de vastos sectores populares en circuitos de consumo a los que nunca habían tenido acceso trajo consigo una reparación histórica muy importante. Tal vez esa reparación ahora abre la posibilidad –en mi opinión la necesidad– de un tránsito cultural que puede ser pensado como una forma nueva y necesaria de la radicalización y del cuidado: el tránsito de una sociedad de consumo a una sociedad de la abundancia; de un imaginario social cuyo criterio orientador es el incremento de la producción y el consumo a otro que se propone la plenitud del buen vivir y se orienta por obtener lo suficiente para todos, el cuidado del otro y el cuidado de un mundo cada vez más frágil, amenazado de irreparable pérdida.