“La literatura pertenece al tacho de basura cultural”. Entrevista a Pablo Farrés
por Leticia Martin (para Tónica)
En El desmadre, la novela recientemente publicada de Pablo Farrés (Ramos Mejía, 1974) nadie puede hablar. Hay silbidos, chasquidos, pensamientos, pero no existe la posibilidad de la comunicación, no se puede ⎯pese a los intentos⎯ narrar los hechos, incluido ese informe que la Asociación Madres de la Memoria le encarga a la protagonista de esta historia imposible, incatalogable. Farrés despliega así un espacio inexistente, Mailán, que se parece mucho a nuestro país pero no lo es. ¿Se trata de una excusa para narrar por afuera del canon, de la historia y del lugar común?
¿Cómo surge la idea de El Desmadre? ¿Qué te empuja a escribirla? ¿Un hecho? ¿Una idea? ¿Dónde ubicás la textura de “lo literario” para considerarlo digno de ser narrado?
Para responder sigo un poco el planteo de la narradora.
1. Por un lado, ella sostiene que la idea de “madre” se relaciona necesariamente con la escena del parto; pero el parto en sí mismo es una escena imposible. El momento en que la mujer se parte para dar vida -al costo de ya no estar allí- es transformando en una mitología personal y en una ficción comunitaria.
2. La muerte de un hijo significa la imposibilidad lógica de seguir siendo madre. De ahí su desmadre en relación al concepto.
3. La narradora no sólo se desmadra a nivel conceptualmente sino también físicamente, hasta el punto de tener que asumir la novedad de un pene que ha surgido entre sus piernas. Lo que tiene que sostener ese travesti desde entonces es su mitología: ser la madre de un hijo desaparecido, haciéndose cargo, a la vez, del pene que la ha desmadrado y desconchado.
No sé entonces si se trata de una historia digna de ser narrada. La condición de madre es imposible en sí misma, es una ficción y por lo tanto: literatura. La noción de ficción no necesariamente remite la narración de una mentira, sino que -aún siendo verdadero- el hecho narrado no puede sino existir en el lenguaje.
¿Pero cómo resuena el uso del término “madre” en esta época y en nuestro país?
En Argentina no podemos hablar de “madres” sino de “Las Madres”. Las mayúsculas implican una dimensión política y comunitaria de la que nadie puede estar ajeno. En el imaginario cultural, los que nacimos en los setenta nos definimos como hijos sustitutos de unas Madres que nunca nos acunaron. Pero el problema que a mí más me interesa es el de cómo el discurso de la memoria redujo la narración a su imposibilidad: “verdad, memoria y justicia”, haciéndole el juego a las estructuras más conservadoras de nuestra sociedad. Eso mismo explica la apropiación política que el kirchnerismo hizo de la memoria y de las Madres. Hubiese estado bueno que el discurso de la memoria explicitara sus desplazamientos desmadrados –Freud lo sabía: superposición, travestismo, desplazamiento, etc. Pero eso no ocurrió. Y entonces fuimos educados y sometidos a la búsqueda interminable de la verdad y la justicia: neuróticos palurdos (yo entre otros).
¿Y qué efectos tuvo esa educación a que fuimos “sometidos”?
El resultado no puede ser otro que el de ocupar constantemente el lugar de la demanda y la queja infantil. Somos una cultura del resentimiento. De todos modos, lo que está fuera de la cultura –o que por lo menos debería estarlo- es la literatura. Y en este sentido no está mal que sea la literatura la que invite a la ficción, a la desmemoria y a la fiesta, en lugar de invitar a la verdad, la memoria clasificatoria y la justicia.
¿Podemos decir que El Desmadre es una metáfora del modo en que el autodenominado Proceso de Reorganización Nacional operó sobre las psiquis y los cuerpos de sus víctimas?
Entiendo que no. No hay metáfora. A la narradora le sale en serio un pene. Las metáforas no me gustan mucho. Me gusta en cambio hacer la narración de una experiencia imposible. Con respecto al Proceso, me encuentro con un límite propio. Acerca de las Madres se puede hacer literatura porque su condición es la de la narración, viven en el lenguaje y en este sentido nos incumben en la dimensión humana del lenguaje. Los milicos no laburaban en el lenguaje –o lo hacían, pero mal, tan mal que la batalla cultural la perdieron en lo discursivo (no sólo fueron hijos de puta sino que también eran tarados comunicacionales). Intervenían sobre los cuerpos. Ahí hay un afuera de la ficción, del lenguaje y de lo humano. Ese ámbito del desastre físico, de la destrucción corpórea, de los cuerpos arruinándose, es lo inenarrable, lo indecible. Pero que los milicos sean el afuera del lenguaje y de la ficción no significa un borramiento del horror, sino la insistencia muda del horror en la lengua y en la ficción.
¿Qué hay del discurso contra los milicos? ¿Qué encontrás condensado ahí?
Cuando alguien habla de los milicos invariablemente cae en clichés demasiado transitados y termina diciendo pavadas. Cuando el horror –es decir, el mero reviente físico- es el límite del lenguaje. Hablar del horror no es más que una farsa o una estadística. En cambio, las Madres son nuestra ficción, de ellas se puede hablar porque de algún modo somos hablados por ellas. El problema, claro está, es que podamos hablar por nosotros mismos y permitirnos nuestro desmadre.
¿Pero, más allá de esta novela, te interesa el trabajo con las figuras retóricas?
Poco y nada. Entiendo que las figuras retóricas son el efecto de un territorio pre-narrativo. Surgen de un lugar que no son las palabras pero que las hace emerger. Puede tratarse de una imagen, de una obsesión, de cierta música, o lo que fuere. La palabra es un horizonte que no necesariamente señala su origen. Sin embargo, sin ese origen no-discursivo, la palabra se transforma en nada y el relato en mera sumatoria de figuras retóricas.
A lo largo de la novela la narradora reflexiona sobre la dificultad del lenguaje y la comunicación. ¿Podemos decir que El Desmadre es el no-relato posible de aquel hecho?
En un principio el texto se llamaba Informe acerca de la imposibilidad de todo informe. Cambié el título por El desmadre porque me parecía que la noción de imposibilidad no ayudaba a entender el acontecimiento del desmadre como una afirmación de vida. Pero claro está, la afirmación de esa experiencia imposible implica asumir el desastre del relato. ¿Cuál es el estatuto del relato de una experiencia inenarrable? Esa misma pregunta es el núcleo oculto en el discurso de las Madres. La pregunta queda en silencio; entonces aparece toda otra cuestión: ¿cuál es el estatuto del relato de una experiencia inenarrable? Y también, ¿qué necesidad tenemos de establecer la verdad como criterio para asumir lo inenarrable? ¿Por qué tanto temor a asumir la ficción como motor creativo para expresar –no comunicar, no informar, no hacer la crónica-, sólo expresar lo que no se puede decir? Son preguntas retóricas. Yo pienso que el potencial ficcional ha quedado reducido a la mera nomenclatura de “literatura”, porque la literatura pertenece al tacho de basura cultural. Entonces es fácil desmarcarse: todos tienen su verdad, su memoria, su justicia. El discurso sobre la verdad ha triunfado sobre el de la ficción. Circula mejor entre las mallas del poder, y se instala más fácil en la cultura del resentimiento. Sin embargo, la ficción -como margen y residuo, sí, pero también desde dentro- insiste, contamina, y pudre. No hay discurso sobre la verdad que en algún momento no se encuentre frente a su propio doble oscuro.
¿El concepto de desmadre aplica sólo al cambio físico de estas mujeres o se puede pensar también respecto del modus operandi del aparato represor? Me refiero a plan racional de exterminio.
La racionalización de la violencia implicó un desmadre. Finalmente se trataba de un plan organizado para quitar a los recién nacidos e insertarlos en otras familias. En este sentido, el Proceso también fue una máquina de desmadrar. Desmadró a las madres a quienes les fueron sustraídos sus hijos y a los hijos a quienes se les impuso la farsa de una maternidad injertada. Los procesos totalitarios o dictatoriales del siglo XX, más que atender a cuestiones ideológicas se transformaron en máquinas mortuorias que tenían como objetivo la vida, el bíos. Ello implicaba determinar qué vida era digna o sana, útil, y cuál no lo era. Tarde o temprano toda dictadura tiene que enfrentar la cuestión de la maternidad. Por ello el desmadre fue un objetivo político. Pero lo que yo llamo desmadre no es propiedad de un régimen totalitario. Cuando nuestras Democracias deciden la legitimidad, o no, de un aborto, por ejemplo, –sin ponerme a favor o en contra- toman como objeto de control político la vida. No importa el cariz progresista o conservador de la cuestión, sino el hecho de que la vida sea objeto de control. La democracia también decide qué vida es digna, sana o útil, y quién debe o no nacer o morir. Pero la noción de desmadre va más allá de una apropiación política. El desmadre es un acontecimiento vital.
¿Entonces el hecho de nacer podría considerarse un desmadre?
Claro. Nacer ya es un modo de desmadrarse: el hijo viviendo la pérdida de la madre; y la madre separándose del hijo. Todo lo demás responde a un imaginario cultural acerca de lo que significa ser madre. En mi novela, ese desmadre inicial se radicaliza. Ciertamente los militares le roban el hijo a la narradora. ¿Pero qué hace la narradora? Se desmadra en serio, lleva el desmadre hasta el extremo y entonces le sale un pene.
¿En todos los casos el desmadre implica una pérdida? ¿siempre es la condena de una ausencia o una desaparición?
Yo prefiero pensar que el desmadre puede volverse un modo de afirmar la vida y, con ella, lo político. Digo, ya no desde la carencia sino desde la afirmación: soy esto, me pasó esto, no me vengan con verdades, memorias ni justicia, sino, simplemente, bánquense lo que soy: una madre con pija que viene hacer mierda toda clasificación, toda apropiación política, y toda racionalización sobre la vida.
El intertexto del desmadre es la ontología del deforme que en algún punto comienza a cruzarse con la historia de la narradora y sus treinta hijos. ¿Qué representan esos pibes filmando películas porno?
No sé qué representan. Un amigo me dijo que éramos nosotros en tanto generación de la post-dictadura. Ciertamente, los hijos mogólicos que la narradora va pariendo, nacen después de lo que ella llama el fin de la fiesta del horror. Viven más allá de la dicotomía libertad-esclavitud, les alcanza con la satisfacción animal. Es una interpretación tentadora. Para mí no representan nada. A mí me interesa la visión del chico que, al descubrir que su madre tiene pene, entiende que no ha nacido de nadie, que tiene miles de años y existe como la tierra y las estrellas. Ahí el desmadre llega a su extremo, alcanza la experiencia del inengendrado. Pero no cualquier puede llegar a esa vivencia. En ese intertexto, el narrador dice que en el fondo tuvo que decidir hacerse humano o quedarse a vivir para siempre en una infancia deforme. No se puede narrar la experiencia de ser inengendrado sino es eligiendo no seguir el camino de lo humano. En este sentido, la figura del mogólico, como aquel que se ha corrido de la norma biológica culturalmente impuesta, ayuda a sostener la narración.
¿Pero por qué filman películas porno?
La pornografía pone en juego nuestros límites desde un lugar absolutamente aceptado. A mí me interesó trabajar la cuestión del porno porque se trata de un horror más sutil, que implica una estetización de la carne y del reviente. El horror hecho espectáculo y consumo. En el fondo, lo que se plantea es que el horror no se acabó con la dictadura, continúa bajo otras formas que siguen fascinando y atrayendo. El origen de ese horror no necesariamente implica al Estado, sino a nuestro modo de ser humanos.
¿De qué necesitás “desmadrarte” como autor?
Es re difícil la pregunta. Ya escribí El desmadre. Ya está. Ya no quiero saber de qué me tengo que desmadrar. Una cuestión personal de la que en un rato seguro me voy a avergonzar: cuando terminé de escribir El desmadre, mi vieja se murió. Mirá el poder mágico, peligroso y mortuorio, de los libros. Eso fue hace unos tres años. Hoy ya no me pregunto de qué o de quién me he desmadrado, sino hacia dónde me lleva lo que en algún momento explotó.
¿Se puede crear y progresar siendo un escritor desmadrado?
Qué problema, nunca siento que progrese hacia ninguna parte. En todo caso, no me interesa demasiado progresar, sí encontrar cosas. Para progresar tendría que saber desde dónde y hacia dónde voy. Todos estamos haciendo esto y lo otro y seguramente mañana haremos aquello otro; pero la pregunta acerca de para qué todo eso, es un poco más difícil. Por otro lado, no soy un escritor desmadrado, soy alguien que escribe textos que a veces se desmadran y ya no vuelven. Pero yo vuelvo. Volver también está bueno. Es conocer mi límite. Entre otras cosas, tengo dos hijos que siempre me esperan al volver y que tal vez, alguna vez, escribirán el despadre.