Viaje en ascensor con un guerrillero

Por Diego Fernando González



Llegaba del cine con un amigo y él salía de mi edificio. Fue un momento de estupor. De zozobra. “Ese era Gorriarán”,  me dijo mi amigo, serio. Lo mire. No le respondí y nos subimos al ascensor. Teníamos diecinueve y la Argentina explotaba. Estábamos a fines de 2003 y diciembre de 2001 estaba ahí, casi que si nos estirábamos lo agarrábamos. Y de mi edificio, en la muy recoleta esquina de Arenales y Billinghurst, salía el último guerrillero, Enrique Gorriarán Merlo.

Lo habían indultado un tiempito antes. Duhalde, antes de irse, después de los asesinatos de Kosteki y Santillán, había dado un gesto. Pacificador, como él siempre fue, decidió indultar juntos a Gorriarán y al Mohamed Alí Seineldín. Juntos, a mediados de 2003. Uno, Gorriarán, estaba preso desde 1996, la condena era a cadena perpetua por el ataque a la Tablada del 89. El otro, Seineldín, también tenía cadena perpetua, pero desde 1990.

Y ese hombre, pelado, alto, de andar cansino, de voz grave y movimientos lentos vivía ahora en mi edificio. A una cuadra del Alto Palermo, en el tercero, estaba Gorriarán.

Yo vivía en el cuarto y desde un primer momento el hombre me generó una fascinación cholula. Subía y bajaba por las escaleras, a ver si me lo cruzaba. En el resumen me fijaba si pagaba las expensas. Compraba en el chino y me tomaba la cerveza en la puerta de casa, para ver si él entraba o salía.

Pero la verdad, el hombre casi no se mostraba. Yo intentaba, buscaba excusas. Pero nada. O poco. Hasta que un día compartimos nuestro primer ascensor.
***

- ¿Usted es Gorriarán Merlo? – Yo ya sabía que era, pero igual le pregunté. El asintió. Me puse más nervioso.

- Le cuento, vivo en el cuarto y estoy estudiando sociología y periodismo. Y tengo una materia en la que me piden una entrevista y a mí se me ocurrió que tal vez, si usted tuviera tiempo, nosotros pudiéramos, eventualmente…

- Dale, cuando quieras – me cortó en seco - Vivo en el tercero, tocas la puerta y la hacemos cuando quieras – dijo, y se bajó del ascensor.

***

En rigor, yo no tenía idea de quien era Gorriarán Merlo. Sabía que era del ERP, que estaba preso y que en la Tablada había pasado algo raro. Algo que nadie me pudo explicar nunca con criterio y argumentos. En mi círculo, con la gente que hablé, me decían que había sido un traidor. Que era un doble agente. Pero nunca una prueba, sólo rumores.

Leí un poco, busqué algo de archivo. Ese día, martes creo que fue, al mediodía, era julio pero había sol. Me bañé, me puse mi mejor ropa, esa que yo interpretaba no dejaba tan en claro que tenía 19. Era la primera vez que entrevistaba a alguien y para colmo, le desconfiaba todo.

Bajé por la escalera, llevaba un anotador, el grabador y varios casetes de 90 minutos. Toqué la puerta, y la vecina –su mujer - me abrió con una sonrisa. Me hizo pasar, Gorriarán esperaba en el living. Su casa era idéntica a la mía, como en espejo. Techos altos, parqué, arañas colgantes. Estaba sentado, con las piernas cruzadas, en un sillón viejo de ese color crema de los sillones viejos. Se levantó, me saludó y me invitó a que me siente.

Me senté y ahí nomás arrancaron las dudas. ¿Prendo el grabador? ¿Ya? ¿Ahora? ¿Espero? ¿Le pregunto?

¿Me hago el serio?

No me cree…

¿Qué estoy haciendo acá? Me voy. Yasta. Me voy. Listo.

No… tranquilo, me quedo. Tranquilo.

¿Le pregunto sobre el clima?

Prendí entonces el aparato y encaré.

- Usted dijo que después de 33 años de clandestinidad, al salir a la calle se iba a sentir un turista en Buenos Aires. ¿Hoy, como se siente?

Tuve solamente tres accidentes que fueron por acá.

- Y… esta zona es complicada...

Sí (risas), y tres mujeres. Una que pasé ahí y dijo acá liberan a cualquiera. Otra señora que me debería haber parado para conversar con ella acá en la esquina. Cuando iba a cruzar la calle yo la vi que se paró, y me miraba. Esperó a que cruzara y cuando pasé al lado de ella me dijo: “yo a usted no lo quiero”. Pero sin animosidad, ni siquiera con odio. Esos fueron los únicos incidentes que tuve.

- ¿Y señales de apoyo?

Bueno, no sé si llamarlas de apoyo. “Que suerte que esté afuera” y esas cosas me pasan hasta el día de hoy. No me sentí tan extraño como pensé que me podía a sentir. Yo siempre en la clandestinidad trate de mantener la identidad, que nunca era completa porque el solo hecho de no poder decir quién era me hacía forzosamente tener que mentir. Sin decir nada ya estaba ocultando algo. No podía decir todo lo que pensaba. Pero traté de mantenerme en una posición. Después la cárcel me ayudó, no quiero decir que la cárcel es buena, porque no lo es, pero en el caso mío fue un paso intermedio hacia una liberación completa, porque ahí ya podía hablar en mi nombre no con la gente que conocía sino ya con otra gente que me iba a visitar, de distintos sectores sociales. Desde piqueteros hasta ingenieros o abogados. O a mi propia madre que la había vista en 20 años 3 veces. La vi muchas más veces en los 5 años que estuve preso, una vez por semana, que todos los años anteriores. Entonces fue como un paso intermedio, al poder hablar con más libertades de lo que pensaba, no sé cuanta exactamente,  pero deben haber ido unas 2000 personas que no conocía. Entonces, es como que salía sabiendo un poco qué era lo que pasaba, pero sin saberlo completamente.

*****

Ya estamos adentro, pensé. El hombre habla sólo, hay que guiarlo nomás. Creo que está cómodo, que le gusta, aunque no me regala una sonrisa de más, ni gesticula. Se concentra en argumentar y explicar su postura. Evidentemente, siente la urgencia de explicarse. Sabe que su imagen está deteriorada y necesita recuperarse. Así que, me dije, vamos Diego al nudo de la cosa…

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- ¿Cuáles son las diferencias entre la lucha de los 70 y la de la actualidad?

- Yo creo que hoy estamos en una situación social peor que la de los 70, pero con condiciones institucionales más sólidas. Es decir, se puede luchar con el mismo objetivo que entonces, la equidad social, pero en condiciones normales. Las posibilidades del triunfo democrático son hoy más plausibles que en aquella época.

Gorriarán me hablaba de instituciones y democracia y yo no entendía. La historia lo pintaba como un hombre de armas tomar y él me hablaba de sistemas electorales. Él, que se había escapado del penal de Trelew en el 72. Él, que había emboscado a Tachito Somoza en el Paraguay de Stroessner en el 80. Él, me planteaba que “las formas de ascender al poder dependen de las circunstancias. Salvador Allende subió por vía electoral, pero luego fue derrocado por vía militar. En Nicaragua, subimos por vía  militar y nos derrocaron por elecciones. La cuestión es poder hacer, después, las modificaciones necesarias sin afectar los tejidos sociales para mantenerse”.

Al hablar se acariciaba la barba, se tocaba la pelada. Se movía despacio, como abstraído. Incluso a veces parecía sobresaltarse, pero sin escándalo. Hablaba lento pero firme y era pedagógico al explicar. Metódico.

“Los que dicen que soy un reformista es porque tuvieron una formación precaria de lo que llaman marxismo leninismo. Lenin no estaba en contra de las reformas, sólo que no se quedaba ahí”, argumentaba.

Iban 15 o 20 minutos de entrevista, pero ya estaba envalentonado. Lo sentía como un ajedrez. No tenía que tomar las riendas, yo tenía que arrinconarlo.

*****

- ¿Usted hasta dónde llegaría?

- El ideal mío es la equidad social más completa. El socialismo tiene pasos y la marginación social no ayuda. Hoy la gente lucha para incorporarse al sistema, antes luchábamos para cambiarlo.

Un par de días antes de ese martes de julio, había visto en la tele una entrevista a Gorriarán que le había hecho Román Lejtman. Me había llamado la atención cómo Gorriarán hacía y decía lo que quería. Manejaba los ritmos, la cadencia, los temas. Era como una fiera de movimientos lentos, poco ágiles, pero definitivamente indomable. A ese hombre tenía enfrente. A un cacho de historia al que pretendía arriconar, yo, un muchachito de 19 que era todo lo de izquierda que se podía ser.


- Mientras la derecha lo tilda de terrorista, algunos sectores del progresismo insinúan que usted era un infiltrado de la CIA. ¿Se siente  víctima de una campaña de difamación?

- Absolutamente, han logrado diferenciar a los muertos de los vivos. Impusieron que los militares surgieron por la existencia previa de la guerrilla, que el que está vivo fue un traidor y el que murió fue un mártir.

Le pregunté por Firmenich,  quien también en el imaginario popular está sentenciado al destierro de los traidores. Sin pasión, pero convencido Gorriarán lo negó: “Eso no es así. Es un eje falso si fue o no traidor. Un eje que, además, no lo puede saber la población. Si no lo pueden constatar sus propios compañeros, ¿quién lo va a descubrir?”.

Y en esta línea, la de pensar como hoy se reescribe la historia, Duhalde nos había vuelto a embarrar la cancha con los indultos. Revivían los demonios y sus teorías. Indultando a Seineldín y a Gorriarán con mismo decreto indultaba a un ex jefe guerrillero y a un carapintada. El mensaje era claro: en el medio estábamos nosotros, los vecinos otra vez como víctimas de un fuego ajeno, sin ningún interés en el conflicto y víctimas inocentes de la insania infernal de los violentos. “Eso es lo que han hecho siempre ellos”, aceptó cansado, Gorriarán. Y agregó: “De todas maneras, en este caso, yo estoy de acuerdo con los indultos. Ideológicamente tengo diferencias con Seineldín, pero no está acusado de crímenes de lesa humanidad. Yo discutiría con él y no con Antonio Bussi, que tiene delitos comprobados. Porque un revolucionario a diferencia de un... (piensa…) no, un revolucionario no, una persona decente...

- ¿No se reconoce como un revolucionario?

- No, me gustaría pero no…

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La charla siguió un largo rato más. Duró unas dos horas y media. Conversamos del error táctico de no haber aceptado la tregua que les ofreció Cámpora en el 73, de su experiencia en Nicaragua con los sandinistas y de La Tablada. Contó de su viaje a Cuba en mayo de 1988, en el que hizo una parada en Panamá. Ahí, dice, se entera que Seineldín estaba preparando un golpe contra Alfonsín que pretendía poner al vice de presidente y que él llamara a elecciones para que las ganara Menem.

Después, el origen de lo inexplicable. Contó que al volver habló con el Coti Nosiglia quien le confesó que sabían que eso era posible que sucediera, pero que no sabían qué hacer. “Ahí confirmamos una reunión entre Menem y Seineldín en una casa de Haedo, la denunciamos públicamente cuando vimos que no había reacción, todo con la perspectiva de una reacción pública que desbordase la intención de los golpistas”. Pero nada. “Incluso hicimos denuncias judiciales”. Pero nada. Por eso el asalto al cuartel de la Tablada, un levantamiento que en los planes iba a ser acompañado por una gran movilización popular y que terminó con 39 muertos. Todo, pero todo salió mal.

Ese hombre vivía en mi edificio y en los meses siguientes me lo volvería a cruzar varias veces en los pasillos. Éramos buenos vecinos. Yo le contaba que tenía que leer sobre la Rusia soviética y él me retrucaba con una anécdota con el Mariscal Tito.

Aprendí a quererlo, y creo que él también a mí. Cada vez que necesitaba una mano, le tocaba timbre y aceptaba cada vez con mejor sonrisa una entrevista.

Y en uno de esos encuentros, me saqué la espina. Era una pregunta a la que nunca me había atrevido: 

-Enrique, haciendo un balance, ¿Qué procesos que haya protagonizado cree que merecen una autocrítica?

- Creo que los que tienen que hacer autocrítica son los que acompañaron la dictadura militar, la desaparición de personas, la tortura. Nosotros pudimos haber cometido errores, pero ni arrepentimiento ni autocrítica de haber resistido – me dijo, y apagué el grabador.