"La Patria es el Otro": un coloquio filosófico

por D.P.


Ya a esta hora de la mañana hace un calor jodido. Es un miércoles de diciembre  y el remis nos espera sobre Esmeralda. Hago un saludo general, tímido y chivado. Lista en mano se acerca una piba, buena onda, de veintilargos. Le doy mi nombre y tilda. Me dice que me suba al próximo auto, que ya salieron varios. Me corro del centro de la escena para poder mirar uno a uno a mis ocasionales compañeros. De inmediato reconozco a dos punteros, dos referentes de la  Franja Morada de quince años atrás (me enteraré, luego, que mutaron kirchneristas en algunos de los pliegues de la década ganada). Un flaco de pelo largo me pregunta de qué universidad soy y qué investigo. Me cuenta centralmente sus estudios de doctorado en Francia, su investigación sobre Husserl y miles de cosas sobre su director, un viejo ignoto para mí, que no escucho. Un tercero comenta que le da por el “narrativismo” y que es seguidor de Hayden White, y que su director… Más pragmático que hostil (y cortando el repaso mental de la lista del super chino) el remisero interrumpe llamándonos a bocinazos. ¿El destino? La Secretaría de Cultura de la Nación situada en corazón de la 21-24, la Zavaleta.

La Casa de Cultura de Barracas (sede recién "construida" de la Secretaría de Cultura) es un galpón colorinche, amplio y luminoso: bien (pos)moderno, tanto que parece la transitoria escenografía de una película que, montada para un par de escenas, será prontamente desarmada y vuelta a levantar en algún otro cuadrado disponible.

Hospitalarios, nos reciben, primero el Anfitrión, luego los mozos. Café con leche y facturas tipo bocado. Ninguna queja: catering de primer nivel. Somos más de veinte entre organizadores e invitados. Todos juntos llegarán, minutos más tarde, los Conferencistas. Y la cosa arranca.

En fila vamos entrando a una sala grande que Augé no dudaría en calificar de no lugar. Paredes completamente blancas, de Durlock. No hay cuadros ni marcas de identidad, no hay nada. Todo limpio y ordenado. Las sillas se disponen en forma de herradura: en la parte corta, los tres Conferencistas; en las partes largas, los quince Aportadores. Y en la parte vacía (lo que hace que la herradura sea una herradura y no un rectángulo), tres cámaras, una consola de la puta madre, varios micrófonos y seis o siete asistentes y organizadores del evento, personal del Ministerio de Planificación Federal.

Prudente, elijo una de las puntas.

El Anfitrión, que evita la cabecera, presenta expeditivo el Coloquio. Un video institucional, pésimamente musicalizado, exhibe los logros del plan Igualdad Cultural e Inclusión en la Diversidad, una de las más importantes y menos festejadas políticas públicas de la década ganada.

Y arranca el primer Conferencista, GV: “La Patria es el otro” y sus posibles expresiones audiovisuales es el eje convocante.

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(Una aclaración necesaria: el lector atento (también el desatento) notará cierto desequilibrio, cierta asimetría en el desarrollo de las tres exposiciones: muy extensa la de DT, mucho más cortas las otras. Esto responde, más que una preferencia del cronista, a la organización lógica de cada exposición: si la primera –la de GV– se deja sintetizar a partir de una hipótesis central que se juega en distintos momentos históricos y la tercera –la de RF– asume la forma de “deriva asociacionista”, donde es posible indicar los mojones más desmedido desplegar el azar de sus vínculos, la segunda, en cambio, una suerte de mapa conceptual del problema presentado por DT, exige cierto cuidado en la presentación de cada noción y las declinaciones que la articula con la siguiente).   

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GV es un tipo común, amigo de amigos, y me cae muy bien, lo que sesga sin duda la mirada. Sólida intervención la suya, aunque exagerada en su cautela. Recorre con gracia cómo a lo largo de la historia política argentina el otro es un elemento constante: el exterminio del indio y el destierro del gaucho, el disciplinamiento del migrante europeo (“a los que se necesitaba y excluía”) y de los cabecitas negras (subsuelo sublevado de la patria, entramado afectivo de ocupación callejera: el otro por primera vez se volvía una cuestión de estado) hasta llegar al militante, a los hippies, a los homosexuales, a las múltiples minorías desaparecidas por la dictadura. Un país, entonces, conformado por Otros. El neoliberalismo y su política de exclusión social acentúan esta tendencia: el Otro es población sobrante. Hasta que llegaron Néstor Kirchner y sus políticas de inclusión social.

En ese marco, la Patria que incluye enfrenta esa gran maquinaria de estigmatización social que son los medios masivos de comunicación (TV-Radio-Diarios). La amenaza cobra forma de gorra: si el nosotros estigmatiza, el otro es política de Estado. Porque “La Patria es el Otro” es, precisamente, el feliz intento por integrar a los segregados.

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DT es astuto e inteligente. Indiscutiblemente filósofo. Asume con dedicación su mundo de conceptos y los trabaja cual orfebre. La patria es el otro, pero ¿qué decimos cuando decimos “otro”? La patria es la tierra de los padres, lo familiar. El patrimonio. El otro, en cambio, es lo ajeno, lo exterior. Dos nociones opuestas, entonces, unidas por un verbo que las homologa. Entonces, ¿el otro es el próximo, el cercano? ¿O  el absolutamente distinto, el lejano? ¿Y cuál es la frontera entre uno y otro? ¿La Sociedad Rural o Magneto pueden ser otro posible?

Levinás, Derrida, Sartre: un recorrido preciso y nada vanidoso que acaba invocando al realismo: el otro es, ante todo, una perturbación, aquello que altera el desarrollo normal de algo, que acaba irremediablemente con la paz. Pero es, sobre todo, aquello que evidencia nuestra finitud, es decir, la posibilidad de la muerte (y es sabido que un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte). La imaginación es, en ese marco, el lugar donde los otros dejan huellas: el otro es alguien vivo que deja marcas; marcas que producen efectos; efectos que no siempre son convenientes a nuestra existencia, es decir, a nuestra básica, precaria configuración de placeres y dolores.

Pero si no se puede evitar el vínculo (el desafío de ese realismo es, ante todo, evitar la misantropía), ¿qué se hace con el otro? ¿Cómo se teje un vínculo que se conveniente a nuestra existencia?

Una opción siempre transitada es la guerra, la destrucción del otro. Obvio, Hobbes: el otro como amenaza. Homo homini lupus. ¿Cuáles son las causas de esta guerra? El primero, evidente, el deseo de propiedad; el segundo, notorio, el deseo de seguridad y el tercero, más difícil de entender, el deseo de gloria y de dominio de otros.

¿Cómo poner fin a la guerra? Desde lo más remoto de los tiempos, de Erasmo para acá al menos, se propone el desarrollo de una cultura de la tolerancia (toleros: soportar). El mundo está lleno de otros, lleno de gente. Esto es una desgracia porque tensiona y pueden disputar intereses, pueden disputar mi propiedad. Pero no queda otra porque hay ciertas pasiones que no podrían ser satisfechas, sino es contra otros. Entones, el mal menor es soportarlos, porque mucho peor es la guerra.

Pero la tolerancia es una pasión triste, es un pacto de inmunidad fundado sobre el miedo: no me meto con vos, vos no te metas conmigo. Pero, además, es en el fondo un deseo imposible: siempre existe lo intolerante, porque siempre la tolerancia se despliega dentro de ciertos límites.

Más que de tolerancia, entonces, debería hablarse de reconocimiento. A diferencia de la tolerancia, el reconocimiento es producto de una lucha: la democracia es centralmente una lucha por el reconocimiento de derechos. El derecho afirma DT, se practica, es una fuerza expansiva. La ley limita (y por eso la democracia es excesiva en relación a la ley).

Así, en términos materiales, la democracia –un conflicto acompañado por una conversación– tiene que posibilitar lo que hay. Y los derechos se reconocen del otro en tanto otro (en política, por ejemplo, “reconocer como interlocutor” es ya toda una cuestión). Ese reconocimiento funda (y se funda sobre) una idea de justicia vinculado a las minorías.

Nos aproximamos, de este modo, a la cuestión de la identidad: ¿en relación a qué otros construimos nuestra identidad? ¿En relación a ese Otro significativo (como por ejemplo, los padres) o a otro no significativo? Entonces: una línea es el reconocimiento de derechos como declinación de una justicia que asume las minorías.

Cierra Borges: el sí mismo como otro, somos definitivamente otro. Nosotros bajo ciertas circunstancias somos otros. Somos mayormente previsibles, pero no del todo (las promesas, tarde o temprano, se estropean). Las identidades nos son más que ficciones del lenguaje: pero sobre esa ficción –que sin duda es bien material, bien real– ¿cómo construir una comunidad? ¿Cómo armar un vínculo con esos otros que son, a la vez, una dificultad y una necesidad? ¿Cómo ser sensibles con el otro en el marco de una democracia intensa y extensa? 

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Llegó el momento. Música. Luces. RF es la figura máxima del evento. Altas pilchas, de físico cuidado. Algo soberbio, sabe moverse y habla con elocuencia: está dotado de gesticulación televisiva. Un filósofo famoso como momento cúlmine del show. RF es, además, local. 

Pero ríe nervioso: las cosas no salieron tal lo planeado. Duda, pide un corte, un café, ir al baño, estirar las piernas, atender un llamado telefónico, chequear mails. RF dice que lo que traía escrito ya lo dijeron maravillosamente GV y DT. Vuelve a dudar. Sorbe café. Transpira. A la tercer duda se larga a hablar de ese oxímoron que es “La Patria es el Otro” (“una contradicción en sus términos”), y de allí a Levinás (“el hambre del otro es sagrado), a Hegel (y el litigio entre Ulises y Abraham en torno a la patria y al viaje), a la guerra de la Triple Alianza y a su madre paraguaya, a la esquizofrenia, la lengua materna y los negros haitianos; y al huracán, a los pueblos originarios que exigen que el Estado los cuide; a su relación con Evo Morales, al cuidado hipócrita del lenguaje, a Pierre Clastres y a la etnología política, a la identidad, al ser y al reconocimiento del Otro. Y culmina: la Patria es el Otro remite a un milagro imposible, tan milagroso e imposible como estos diez maravillosos años en los que encontramos nuestro lugar los que estamos fuera de lugar, los que pensamos a contracorriente, a contrapelo de la historia.

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Inútil detenerse en el almuerzo (no más que la continuidad del catering por otros medios) o en el fallido intercambio de la tarde (una exhibición de narcisismo por parte de los Aportadores, con abundancia de citas pedantes e innecesarias, ausencia total de afección por el discurso del otro y de horizonte más lejano que su ombligo (¿o su bolsillo?): cada quien refiere al “tema” a partir de las pobres herramientas con las que su doctorado los dota). Ni la disposición a pensar de algunos de los Conferencistas, ni la amabilidad distendida del Anfitrión, ni el café y los deliciosos sanguchitos, ni los alentadores morlacos agenciados lograron que la situación de pensamiento se armase. Como el champagne del brindis del cierre: pura espuma.[1] Otra vez será.



[1] Ya a esta hora de la noche, en este miércoles de diciembre, el calor amaina un poco. La yuta de Córdoba está acuartelada y exige aumento salarial. Más o menos incitados por agentes desestabilizadores (siempre los hay), más o menos estimulados por deseos de consumo irresueltos, los saqueos se repiten. Ambos fenómenos amenazan con extenderse a lo largo y ancho del país. Ya se habla de un muerto. En el conurbano, además, falta la luz y el agua: no sería caprichoso que este fenómeno también se propague por ciudades estalladas. El consumo crece de manera implacable desde hace una década, pero la infraestructura urbana y social que le da soporte quedó detenida, anquilosada. Indiferentes al “milagro imposible”, consumo y precariedad de la vida conviven en un clima que tiende a tensarse. Guita sin lazo social. Capitalismo runfla lo llama un amigo. En ese marco, ¿qué horizonte político se dibuja bajo “La Patria es el Otro”? Sugerida en abril de 2013 en un acto en Puerto Madryn por la Guerra de Malvinas como llamado a superar las diferencias entre compatriotas y recuperada pocos días después para destacar la solidaridad con los afectados por las inundaciones de La Plata, la contagiosa consigna se fue consolidando, incluso en su oscuridad, como lo más parecido a una línea política opuesta al “individualismo” y a la “fragmentación social” heredada del neoliberalismo. “Es bueno que los argentinos estemos unidos, que veamos en cada argentino un hermano con el cual hay que superar las diferencias, con el cual hay que coincidir en lo importante (…) Hay que querer al prójimo, porque si no se quiere al prójimo es imposible querer a la patria. La patria es el otro. La patria es el prójimo”, dijo CFK ese día. De este modo, la “La Patria es el Otro” ensaya sintetizar un proyecto político que, basado en la inclusión social, tiene como horizonte declarado la reconstrucción del tejido social destruido. Una tarea que, en el mejor de los casos, recién comienza. Pero, ¿será capaz esta consigna de contrarrestar la construcción del otro como víctima, delicia de todos los poderes de turno? ¿Será capaz de neutralizar la desigualdad escondida bajo toda política que se funda en la solidaridad? ¿Qué pasiones despierta esta contundente apelación a la Patria, este revival de para un argentino nada mejor que otro argentino, en un marco en el que el racismo y la estigmatización social crecen a la par del miedo en la sensibilidad general? ¿Es posible, como querría DT, que los derechos de ese Otro no se funden sobre el azar del lugar en el que se nació sino que se rijan por el principio de “el que está  aquí, es de aquí”, es decir, una pertenencia fundada sobre los afectos que se desarrollan, las cosas que se hacen. “La Patria es el Otro” introduce, así, un problema central de la ciudad contemporánea: el de construir comunidad sobre las ruinas de la ciudad estallada donde el Otro es, en principio, un obstáculo, cuando no un peligro. ¿Seremos capaces de funda una política a la altura de ese desafío?