La caja de Pandora de los saqueos
por Maristella
Svampa
Hay diferentes hipótesis
que buscan explicar el fenómeno ya recurrente de los saqueos, desde la que
podríamos llamar la hipótesis “catastrofista”, que suele asociar los saqueos a
las grandes crisis o al fin de época; la hipótesis conspirativa, que sostiene
que todo saqueo es organizado, y de lo que se trata es de detectar a los responsables
políticos o sociales que estarían promoviendo activamente estos comportamientos
colectivos; y por último, la hipótesis de índole más sociológica, que sostiene
que los saqueos constituyen un repertorio de acción colectiva de los sectores
populares, asociados a fuertes estructuras de desigualdad.
Desde mi perspectiva, hay
que evitar los reduccionismos explicativos, ya que los saqueos constituyen un
fenómeno complejo, que engloba diferentes dimensiones, aun si algunas de estas
hipótesis tienen prioridad o presentan mayor espesor a la hora de explicar el
disparador de los mismos y otras la tienen para explicar la sucesión de los
hechos.
Lo ocurrido en Córdoba
pone de relieve tales pliegues o dimensiones y agrega nuevos elementos a tener
en cuenta: el autoacuartelamiento de la Policía instaló una zona liberada, que
rápidamente –y de modo deliberado/organizado– fue ocupada por bandas de
motociclistas que traspusieron el umbral, disparando la acción y reinscribiendo
a ésta en un marco ya conocido: el de los saqueos como repertorio de acción
colectiva, instalado en la memoria social de los sectores populares a partir de
1989.
Respecto de la hipótesis
conspirativa y exógena, hay que añadir que a diferencia de otros momentos
(2001), hoy no se pretende culpar a punteros y políticos peronistas. La zona
gris de la cual hablara el sociólogo Javier Auyero entre práctica cotidiana,
poder político y violencia colectiva arroja hoy nuevos actores, entre los
cuales cuentan no solo las policías provinciales (con su pliego de
reivindicaciones salariales), sino también las redes narcos, como parece haber
sucedido en la ciudad de Córdoba.
Por otro lado, los
saqueos como marco de acción colectiva instalan un nuevo horizonte de
posibilidades, inaugurando un reducido tiempo extraordinario donde toda
inversión del orden es posible. Por esa ventana de oportunidades se difunden y
amplifican comportamientos colectivos que en tiempos ordinarios serían
severamente repudiados. Hace unos días, revisando testimonios recogidos de lo sucedido
en Córdoba, leí que ante el reproche de un periodista que decía a una persona
“Estás robando”, en el momento en que éste se llevaba una mesa de un negocio
saqueado, la respuesta del hombre fue: “No la robo. Me la llevo…” Ahora bien,
los saqueos como modalidad de acción colectiva constituyen una de las caras
posibles –no la única, por supuesto– de la gran asimetría, que expresa el
agravamiento de la fractura social y espacial, consolidada en los últimos 30
años de democracia. En este caso son la respuesta antipolítica –ya aprendida,
incorporada y reiterada en diversas ocasiones- en el plano de la violencia
colectiva, que ilumina la faz oscura de los sectores subalternos en su intento
por invertir un orden desigual, apropiándose de bienes primarios y también
bienes de consumo que esta sociedad promete a sus ciudadanos consumidores, pero
a los que en tiempos normales u ordinarios los pobres urbanos están lejos de
poder acceder. Esta rebeldía insolidaria y destructiva, gestada en una sociedad
con una fuerte estructura de desigualdades sociales y espaciales, va agregando
nuevas capas de sentido, en cada repetición, donde tanto la acción de las
fuerzas represivas como el comportamiento de los actores sociales perjudicados
(clases medias, comerciantes), presentan un carácter recursivo y van instalando
nuevos umbrales.
En este sentido, Córdoba
marcó una inflexión, porque develó los contornos posibles de una guerra social
destructiva, en donde se juegan emociones y sentimientos primarios por parte de
diferentes sectores sociales, en el marco de la gran asimetría. Lejos estamos
de las disputas político-ideológicas que esos mismos sectores subalternos
proponen desde la acción de los movimientos sociales; pero también lejos de
aquellas clases medias que buscan tender puentes e institucionalizar un
lenguaje de los derechos humanos… Es que los saqueos involucran también
comportamientos colectivos primarios desde los sectores medios y acomodados,
quienes en nombre de la autodefensa territorial y de la propiedad privada,
responden de modo descarnado, mostrando lo peor de sí mismos: racismo,
clasismo, en fin, un rosario de discriminaciones y violencias. Nuevamente, como
bien señaló en un artículo sobre este tema Pablo Seman, lo sucedido en Córdoba
constituye un punto de inflexión, tal como lo ilustra un episodio de agresión
en el barrio de Nueva Córdoba contra jóvenes por “portación de rostro” que
atravesaban el territorio amenazado.Diciembre de 2013 no reenvía a 1989 ni
tampoco es una reedición de 2001. Estos saqueos de 2013 se parecen más a lo
ocurrido exactamente hace un año en Bariloche, la ciudad turística más
emblemática de la Patagonia y a la vez, paradigma de la fractura socio-
espacial. Claro que no era la primera vez que Bariloche, verdadera
“ciudad-country”, nos sorprendía con imágenes extremas. Ya lo había hecho en
2010, cuando la policía asesinó a tres adolescentes y hubo fuertes
manifestaciones de xenofobia y racismo por parte de los comerciantes del Bajo,
en apoyo a la policía del gatillo fácil… Sin llegar al extremo de Bariloche,
Córdoba también es una ciudad atravesada cada vez más por una brecha
socio-espacial, cuyos muros invisibles son custodiados por una policía brava,
que aplica la figura del “merodeo” y premia a los agentes por los arrestos
realizados. La persecución de los jóvenes pobres, por “portación de rostro” y
sus reiteradas detenciones y torturas, es una de las consecuencias de dicha
política de mano dura.
En suma, ya no es
necesario apoyarse en la hipótesis endógena (la catástrofe, la situación de
gran crisis, como en 1989 o 2001), pues la base de los saqueos es un escenario
agravado por las desigualdades socio-espaciales y crecientemente marcado por la
problemática de la inseguridad urbana. Quizá lo novedoso de estos saqueos es
que las fuerzas de seguridad, como agentes promotores, ahora son conscientes de
su capacidad de presión (el poder político habla de “extorsión”); más aún,
conscientes de que en su calidad de carceleros pueden activar de disparador,
liberar de vigilancia al muro (invisibles o explícitos) y abrir así la caja de
Pandora. Por supuesto, esto no implica desconocer tanto las internas
policiales, sus divisiones jerárquicas así como la legitimidad de los reclamos
salariales. Sin embargo, el modo en cómo han vehiculado el reclamo abre una
serie de interrogantes mayores, máxime cuanto todo parece indicar también la
expansión de redes narcos en el mundo popular. En el marco de una sociedad cada
vez más marcada por la brecha social y espacial, los saqueos dan cuenta de un
esquema perverso, cuyo carácter recursivo conlleva aristas muy peligrosas. Del
lado de los sectores más pobres y segregados los saqueos permiten que, cada
tanto, éstos salten el muro y puedan arrebatar algo de los bienes prometidos
por esta sociedad, sin importar si esto afecta a un pobre comerciante (guerra
entre pobres) o un rico propietario (guerra de clases). Del lado de los
sectores medios y acomodados afectados potencia los sentimientos más oscuros y
primarios, los prejuicios y la acción racistas y clasistas. Y desde el punto de
vista político e institucional, esto genera un efecto acumulativo, donde la
respuesta del poder es siempre más orden y seguridad, esto es, más
militarización y segregación de los territorios empobrecidos de nuestra
sociedad, esto es más poder –discrecional– a los carceleros que hoy se han
sublevado.
Así, a la hora de hablar
de las desigualdades y con 30 años de régimen democrático a cuestas, el
pronóstico es muy preocupante. Sin cambios verdaderamente estructurales que
cuestionen y desnaturalicen las desigualdades, y a su vez, generen instrumentos
políticos capaces de rever el rol de las fuerzas de seguridad, la sociedad
argentina de los próximos años corre el riesgo de consolidar un esquema de
distribución del poder cada vez más perverso, basado en un Estado
securitario-policial, como hoja de ruta y horizonte político-social.