Turismo Mineral

por Martín Gómez



Antes, un gran viaje era algo lejano, parte del sueño más allá de la casita propia, porque había que atender a los vástagos y había que cumplir con el país.  Hoy, ningún clase media de 20, 30 o 40 años se siente atado a nada, incluso en los casos de parejas formadas, que, a lo sumo, tendrán uno o dos hijos más adelante, o no los tendrán nunca. Así que hay que moverse, el ansia aventurera de otros tiempos hoy se ve desplegado en miles de formas, y el que no viaja no existe, directamente. En una viñeta encontrada al azar por Internet, una chica preocupada se decía a sí misma que tenía 30 años y nunca había estado en Europa. Mis padres conocieron ese continente recién a los 55. Hoy hay regiones que tienen que ser vistas a como de lugar; Latinoamérica, empezando por Machu Pichu, están en la antesala al resto del mundo, salvo Chile para los más progresistas, o Brasil, que suena muy de los ’90. Las redes sociales también hacen su contribución; si el valor de fotografiarse en un sitio determinado era atesorar el “Yo estuve ahí”, hoy el valor es mostrárselo a todo el mundo todo el tiempo, y se multiplica en dos o tres tópicos que, francamente, me resultan insoportables: abrir los brazos en un gran paisaje, aparecer sentado de espaldas contemplando la lontananza o saltar y quedar suspendido en el aire en medio de un salar.  Toques poéticos o intentos de originalidad compartida que hacen desear la aburrida pose de frente junto a algún monumento local.  Son insoportables pero son coherentes con la situación antes descripta, que es querer abarcar el paisaje, comerse todo, lograr que el mundo nos diga algo más ante un futuro incierto, y no, simplemente, posar en el encuadre oficial de diapositiva.

Me considero un pésimo turista, no se comportarme como tal. Cualquiera que me vea en otro lado puede pensar que soy alguien de ahí, porque ando con una vestimenta y una actitud que no parece la de un extraño. No tengo demasiado apego a las bellezas naturales, salvo el mar, que es lo único que me absorbe. No se organizar un viaje, me da fobia el traslado en sí; estoy esperando el día en que se invente el teletransportador. Y no me interesa aparecer en muchas fotos, no quiero comunicar a los demás que “Yo estuve ahí”.  Evalúo tanto si me conviene irme o no con ciertas personas que termino quedándome, pero tampoco deseo estar siempre solo en una habitación de hotel mirando TV y tomando whisky, aunque es uno de los máximos placeres, durante un ratito.  En un viaje a Montevideo descubrí los maravillosos y, a veces, extraños edificios que tiene esa ciudad; sin ostentar demasiado son más originales y coherentes que los de Buenos Aires; una ciudad con balcones estrafalarios y gente apacible, escribió Gombrowicz. Luego de fotografiar unos cuantos, me di cuenta que eso no era material turístico, que eran construcciones de frente, solitarias, sin presencia humana, detalles, volutas, esquinas, mansardas, molduras. Eso mismo hice en otros lugares, y, por supuesto, lo hice en todo Buenos Aires;  turismo en el mismo lugar en que vivo; si en otras tierras me comporto como si no fuera un extranjero, en Buenos Aires me comporto como un viajero. Recordé una línea del famoso libro de Andrew Sarris, El cine norteamericano, donde, al hablar del director Anthony Mann, comenta que su estilo visual es el “que semeja más estrechamente al de Antonioni en la progresión literal por paisajes  pasando del mundo vegetal al mineral”. De la vida se pasa a la objetivación, el viaje deja de ser eso planificado para conocer gente para convertirse es un registro individual, casi sin comunicación con el exterior. Es el costado arquitectónico de la etnografía que quiere recabar datos sin contaminar el ambiente, sin dejarse llevar por la supuesta “magia”. El turismo mineral no es fotografiar una montaña de piedra, pero si comprende a esas construcciones como si no tuvieran un origen humano ni pertenecieran a algún lugar;  si, es una mirada fría, pero, por lo menos dentro del marco de la cámara fotográfica, no revela la intromisión de alguien con una actitud inclusiva : El mundo y yo.  Ni siquiera es arquitectura porque intenta ser el anti-turismo; si vivo en esta ciudad no tiene sentido una amplia toma a la Catedral, pero si a unas líneas art decó que trepan por la pared de una casa particular. Tiende a la abstracción de ese todo orgánico que pretende el viajero, de fundirse con el paisaje aunque sólo tenga un sola jornada de estadía. No es “Yo estuve ahí”, es “Yo me apropié de eso”, la generación de un espacio menos codificado, aunque permita identificar a que locación pertenece, en seguida, si es un barrio del Centro por las alturas de las construcciones o un suburbio por las casitas con enanos de jardín en la entrada, o Belgrano por algunos toques neocoloniales.

La obsesión por dejar la huella, el viaje de 30 días por 20 ciudades distintas, tiene su culminación en Facebook.  Vi todo pero no recuerdo nada. Una chorrera de imágenes repetidas, mal subidas, obvias, para demostrarle al mundo que uno está vivo. El viaje mineral es una reacción a todo eso. Probablemente sea un reaccionario, probablemente sea un misántropo. También se puede deber a un exceso de narcisismo; que el lugar no se vuelva más importante que yo, y para eso hace falta contenerlo en un rectángulo y no que él me contenga a mí. Las fotos embolantes que nadie presta atención subidas a una red social son el hijo moderno de las sesiones de diapositivas, la fábrica de chorizos que impulsan las nuevas tecnologías.

Al apresuramiento por mostrar, opongamos lo pétreo en la lentitud de su devenir, el detalle en lugar de la generalidad, el espacio en sí en lugar de la vanidad. Los lugares mágicos no existen; el que dice eso no visitó ninguna locación, se visitó a sí mismo.