Economías del afecto / economías afectivas: hacia una crítica spinozista de la economía política*
(Ponencia presentada por Jason Read en la conferencia Historical Materialism, Londres 2013. Traducida por Sebastián Touza)
Antonio
Negri sostiene que “en la era posindustrial la crítica spinozista de la
representación del poder capitalista corresponde más a la verdad que el análisis
de la economía política”. Muchas de los retornos contemporáneas hacia Spinoza dentro
del pensamiento marxista han seguido esta trayectoria, alejándose de la crítica
de la economía política en dirección hacia las críticas de la ideología o, en
el caso de Negri, de la representación del poder. Tal vez esto no es
sorprendente; es más fácil hacer conexiones entre la crítica de Spinoza a la
superstición y las teorías de la ideología que hacer conexiones entre su
comprensión de los deseos y de la voluntad de consumo con la producción. Así
como Spinoza ofreció una crítica incisiva de las ideologías religiosas,
monárquicas e incluso humanistas de su época, tuvo poco que decir, al menos
directamente, sobre el capitalismo emergente. El dinero sólo es mencionado una
vez en la Ética, donde es definido
como el objeto universal de deseo que “suele ocupar el alma de la multitud con
la mayor intensidad” (E. IV, ap. XXVIII). Mientras que semejante enunciado se
cruza con las críticas de la codicia y la transformación capitalista del deseo,
sigue siendo parcial e incidental al desarrollo de una crítica spinozista de la
economía política.
Frédéric
Lordon ha sostenido que el punto de intersección entre el pensamiento de
Spinoza y Marx no debe buscarse en la relectura de la superstición como
ideología, o incluso en la afirmación aislada de la dimensión afectiva del
dinero. Se encuentra en cambio en una intersección más profunda entre la
subjetividad y la economía. Como sostiene Lordon, la teoría spinozista del
conatus, del esfuerzo por permanecer en su ser que define a cada cosa, es el
punto de conexión entre la ontología o antropología spinozista y una crítica
marxista de la economía política. Esta no es la conexión sostenida en algunas
apropiaciones de derecha de Spinoza, o en rechazos desde la izquierda, que ven
en el conatus la afirmación del interés propio que subyace a todas las acciones
humanas. El esfuerzo de las cosas por permanecer en su ser que plantea Spinoza
no coincide con el individuo que maximiza utilidades subyacente en la economía
contemporánea. Como sostiene Lordon, el conatus se esfuerza, pero aquello por
lo que se esfuerza, los objetos que considera deseables y las relaciones que
busca están ellas mismas determinadas por su capacidad de ser afectadas. Este
postulado ontológico y antropológico fundamental tiene como corolario una
teoría social en la que cada modo de producción debe ser considerado como un
problema particular de “colinearización”, una articulación particular de su
esforzarse con el esforzarse de los individuos que lo componen.
Una
introducción a lo que Lordon llama “colinearización” puede encontrarse en la
teoría de la acumulación primitiva de Marx, una teoría que trata en la misma
medida sobre la transformación de los hábitos de la subjetividad y sobre la
transformación económica.[1]
Marx definió lo primero con respecto al capitalismo de la siguiente manera: “El
avance de la producción capitalista desarrolla una clase obrera que, por
educación, tradición y hábito, considera a los requisitos de ese modo de
producción como leyes naturales y autoevidentes”.[2]
Esta habituación, la reorientación del esforzarse está, al menos al principio,
basada en una reorganización del deseo básico de supervivencia, de perseverar
en el propio ser. Incluso debe entenderse que este deseo, un deseo que no es
otra cosa que autopreservación, está estructurado. El concepto del conatus en
Spinoza está libre de todo naturalismo, de cualquier reducción del esforzarse a
una lucha por la vida. Es precisamente porque el conatus carece de una
teleología, no se esfuerza más que por aquello a lo que está determinado a
esforzarse, que es simultáneamente singular y relacional.[3]
El fundamento relacional del contatus incluye, en la interpretación de Lordon,
no sólo a los otros inmediatamente presentes y su composición afectiva, sino a
todo esforzarse pasado que estructura y determina las instituciones.[4]
En tanto que el deseo inmediato de supervivencia, la necesidad de comida y
refugio, subyace al trabajo asalariado, este esforzarse “inmediato” debe ser
apartado de otros medios de supervivencia, de su conexión con otras formas
preexistentes de supervivencia o del
simple acto de tomar cada uno lo que necesita. La descripción que hace Marx de
la “acumulación primitiva” no es sólo destrucción del común y acumulación de
riqueza, es también la destrucción de la idea misma de una existencia no fundamentada
en la mercancía y la forma-salario. Se trata de una acumulación primitiva del
conatus.[5]
La historia de cada institución, de cada práctica, es la destrucción de ciertos
modos de esforzarse y la creación, o la canalización, de otras formas. La
naturaleza no crea naciones ni economías. Ningún orden social está fundado en
un esforzarse natural o, mejor dicho, todos los órdenes sociales lo están; la
diferencia está en cómo se articula ese esforzarse, en sus objetos y
actividades.
Si el
capitalismo tiene como característica distintiva separar a los trabajadores de
los medios de producción, entonces esta separación altera radicalmente la
inmediatez de la necesidad y el deseo. El hambre puede impulsar a la gente a
trabajar, pero ese trabajo siempre estará desfasado con respecto a la
inmediatez de ese deseo.[6]
Lordon sostiene que la transformación fundamental necesaria para traer al
presente la composición afectiva de Spinoza es la separación fundamental entre
el esforzarse, la actividad y su objeto. Esta separación de los medios de
producción es menos una pérdida fundamental, como ocurre en las descripciones
de la alienación, que una transformación fundamental de la actividad, de lo que
significa dedicarse a la autopreservación o al trabajo. Hay una indiferencia a
la actividad en sí, los objetivos de la actividad particular están despojados
de sus sentidos, sus orientaciones particulares al bien y el mal, lo perfecto y
lo imperfecto. En tanto podemos unirnos afectivamente a cualquier trabajo
particular, cualquier tarea particular, que desarrolle nuestro potencial y
nuestras relaciones, que se convierta en la causa de nuestra dicha, esto es
secundario con respecto al deseo y la necesidad de dinero. El trabajo concreto
se subordina al trabajo abstracto. Existe así una escisión afectiva en el
corazón del proceso de trabajo, entre el posible amor por mi propia actividad,
sus dichas concretas, y sus resultados, su intercambiabilidad abstracta. Lo que
podríamos llamar la composición afectiva del trabajo es cómo, en un momento
dado, estos dos aspectos son valuados o devaluados, cuánta dicha se busca en la
actividad del trabajo misma, o cuánta se busca en términos de la acumulación
que hace posible. Este desplazamiento entre actividad y objeto es complicado,
tanto causa como efecto, de las relaciones cambiantes de esperanza y miedo en
un momento histórico dado.
Lordon
ofrece un boceto de esta historia de la composición afectiva del trabajo,
enmarcada en tres períodos; primero el período correspondiente a la acumulación
primitiva y el advenimiento de la subsunción formal; seguido por el fordismo y
el neoliberalismo. En el primer período, el de la acumulación primitiva del
conatus, la simple falta de una alternativa es suficiente, el esforzarse es
determinado por el miedo a padecer hambre. Como escribe Marx, el modo
capitalista de producción depende en parte de “los impulsos del trabajador a la
autopreservación y la propagación”.[7]
En el nivel más fundamental, todo lo que tiene que hacer el capitalismo es
destruir cualquier alternativa, restringir el común [commons] y tomar medidas
enérgicas contra aquellos que se esfuerzan en realizar su existencia fuera del
trabajo asalariado. El segundo, el fordismo, está definido por la intersección
de dos transformaciones: la separación de la actividad de toda dicha intrínseca
y el investimiento afectivo del consumo. El trabajo es simplificado y
fragmentado, despojado de los placeres y del virtuosismo. Este es el trabajo de
la línea de montaje. Al mismo tiempo se expande la esfera del consumo. El
célebre “día de cinco dólares” de Ford aumentó la capacidad de gasto de los
consumidores.[8]
La composición afectiva del fordismo podría describirse como una reorganización
fundamental del conatus, del esforzarse, desde el trabajo, de la actividad, y hacia
el consumo. La actividad del trabajador es fragmentada, hecha parte de un todo
que la excede, para convertirse tanto en pasividad como en actividad. La
tristeza del trabajo, su agotamiento, es compensada por las dichas del consumo.
Esta transformación de un investimiento afectivo en el trabajo a un
investimiento afectivo en el consumo podría describirse también como un
desplazamiento de la dicha activa, la dicha de la capacidad propia de actuar y de
la transformación de la acción, a la dicha pasiva. Los afectos dichosos pasivos
son aquellos que aumentan nuestra potencia de actuar, mientras que permanecen
fuera de nuestro control. Los placeres del consumo, el consumismo, pueden
comprenderse como dichas pasivas, prometen cierto aumento de nuestra potencia,
de nuestras dichas y deseos, pero lo que nunca pueden brindar, lo que nunca
puede venderse, es la capacidad misma de producir activamente nuevos placeres.
El
compromiso fordista puede así distinguirse de las posteriores, posfordistas o
neoliberales, articulaciones de afectos, transformaciones que pueden también
describirse por medio de una transformación del trabajo y el consumo. En
términos generales, estas transformaciones pueden describirse inicialmente como
un desmantelamiento de la seguridad y la estabilidad del trabajo. El compromiso
fordista acarreaba consigo una dimensión de estabilidad, producida por las
negociaciones colectivas y la centralidad del contrato.[9]
El neoliberalismo, tal como lo define Lordon, es primero que nada una
transformación de las normas y estructuras que organizan y estructuran la
acción. Como tal es fundamentalmente asimétrico, los trabajadores están
expuestos cada vez a más riesgos, mientras que los capitalistas,
específicamente los que se ocupan del capital financiero, son liberados de los
riesgos clásicos de la inversión.[10]
Esta pérdida de seguridad para el trabajador cambia fundamentalmente la
dimensión afectiva del dinero. Ya no es un objeto de esperanza, el medio
posible para realizar los propios deseos, sino que se convierte en aquello que
repele el miedo. El dinero se convierte en parte del deseo de seguridad, la
única seguridad posible: las habilidades y acciones propias no tendrán ningún
valor en el futuro, pero el dinero siempre lo tendrá.[11]
Puede entenderse este desplazamiento del fordismo al neoliberalismo como un
desplazamiento de un régimen de esperanza (matizada con miedo) a un régimen de
miedo (matizado con esperanza). La esperanza y el miedo no pueden separarse,
pero eso no significa que una determinada composición afectiva no esté definida
por una más que por el otro. De este modo, es posible sostener que la
precariedad se comprende mejor como un concepto afectivo. Es menos una cuestión
de cierto desplazamiento objetivo en el estatus de la seguridad que un
desplazamiento en cómo se perciben el trabajo y la seguridad.[12]
Si la precariedad puede ser usada para describir adecuadamente la vida
económica contemporánea es menos porque todos están trabajando con algún tipo
de contrato temporario o de media jornada, aunque estos son significativos, que
porque un sentido constante de inseguridad impregna a todas las situaciones
laborales.[13]
La precariedad afecta incluso al empleo estable por medio de su transformación
tecnológica; siempre se puede estar trabajando o al menos en contacto con el
trabajo y una ansiedad generalizada impregna la totalidad del trabajo, a medida
que las mediciones más indirectas de la productividad reemplazan a la
productividad en la línea de montaje.[14]
El trabajo indirecto, fragmentado e inmaterial de los servicios, la gestión del
conocimiento y el trabajo emocional están menos sujetos a la cuantificación
directa, la medición de unidades producidas, y por consiguiente están sujetos a
la inspección y la evaluación. La inseguridad generalizada, el contacto
constante y la inseguridad de la evaluación definen la economía del miedo
neoliberal.
El
desplazamiento del fordismo al neoliberalismo no puede solo ser descripto como
un desplazamiento de la esperanza al miedo, de un deseo por el dinero fundado
en el terreno en expansión de una buena vida a un deseo fundado en la
inseguridad del futuro. Se trata de una composición afectiva fundamentalmente
diferente, que transforma la relación tanto con el trabajo como con el dinero.
Como sostienen Luc Boltanski y Eve Chiapello en El nuevo espíritu del capitalismo, uno de los aspectos centrales
del neoliberalismo, al menos al nivel del lenguaje de los gerentes y los
economistas, es la presentación de la inseguridad como oportunidad.[15]
La descomposición de la seguridad que funcionaba como telón de fondo del deseo
fordista, que hacía posible un vector lineal de acumulación, es presentada como
una liberación de la burocracia y el control. El movimiento constante de un
proyecto a otro, la falta de estabilidad y de conexiones a largo plazo, está
unida no al miedo, la pérdida de seguridad, sino a la esperanza, la capacidad
constante de hacer nuevas conexiones, de romper con el pasado en nombre de un
nuevo futuro. A medida que el trabajo se hace cada vez más inseguro, menos
capaz de proporcionar una progresión estable, consume más tiempo y energía. El
neoliberalismo es una rearticulación masiva no sólo de la relación con el dinero,
que se convierte en objeto de deseo y de miedo, sino también del riesgo. El
nuevo espíritu del capitalismo revaloriza el riesgo.
Lejos de
ser un retorno a cierto miedo fundamental, el neoliberalismo exige el más alto
coeficiente de colinearización, la correlación del esfuerzo por permanecer en
su ser del individuo y el esfuerzo por permanecer en su ser del modo de
producción. No es un accidente que el vocabulario del neoliberalismo, términos
como “capital humano”, “marca personal”, “red”, etc., reproduzcan la idea de
una identidad del individuo con el capital. Esta es también una transformación
del trabajo; el trabajo ya no se define como algo que se soporta, como una
pasividad necesaria que se intercambia por dinero, por las dichas del consumo.
El trabajo en cambio se convierte en el terreno de la autorrealización y la
actualización. Esta transformación no se refiere sólo a una representación
fundamentalmente diferente de la descomposición de la estabilidad, la
presentación de la inseguridad como libertad, que es una variante de la
filosofía espontánea de la esfera del consumo, sino también una descomposición
de los límites que separan al trabajo de la vida. Esto es en parte un efecto de
la inestabilidad del trabajo; a medida que los empleos se hacen más precarios,
o incluso parecen precarios, el trabajo mismo deviene una suerte de proceso
perpetuo de solicitud de empleo.[16]
El uso de la frase “establecer contactos” [networking] refleja esta
descomposición; es una idea social no sólo para las épocas de desocupación,
cuando hacer nuevos contactos es primordial, sino que es un ideal que abarca
todas las relaciones sociales. Los lazos débiles, los lazos que nos conectan
con los compañeros de trabajo y colegas, son investidos con un máximo de
esperanza y de miedo, ya que cualquier lazo, cualquier relación, puede alterar
nuestro futuro. Esta inversión precaria en relaciones con otros se complica más
por la proliferación de tecnologías del compartir y la vigilancia que
convierten a la autopresentación que deja de ser un momento aislado, de la
jornada laboral o la entrevista de trabajo, para convertirse en una tarea
constante. El establecimiento de contactos, la flexibilidad y la constante
autovigilancia de la búsqueda de trabajo se convierten en una característica
propia del trabajo contemporáneo. Al mismo tiempo se pretende que esta
característica no sea una represión del sí mismo y de la identidad, sino su
expresión.[17]
No se trata sólo de que el establecimiento de contactos y el trabajo de
aparecer motivado, comprometido y entusiasta tenga que ser una suerte de
actuación profunda, que exija un gran compromiso, sino de que el lugar de
trabajo también incluye a aquellas actividades y relaciones que parecerían
estar fuera de él, y trata cada vez más de convertir al ocio, el juego y la
creatividad en parte de su estructura.
La
presentación de Lordon es abiertamente esquemática; en su recientemente
publicado La société des affects,
aumenta este esquema recurriendo a dos de las proposiciones finales de la Parte
Tres de la Ética. En esos pasajes
finales Spinoza sostiene que existen tantos amores y odios “cuantas son las
especies de los objetos por los cuales somos afectados” (E. III, p. 56) y “cualquier
afecto de un individuo se diferencia tanto del afecto de otro, cuanto la
esencia del uno difiere de la esencia del otro” (E. III, p. 57). Los objetos
múltiples, y los múltiples esfuerzos en perseverar en su ser, constituyen el
fundamento de las múltiples composiciones afectivas, cada una cambiante y
ambivalente puesto que el mismo objeto es tanto objeto de amor y de odio, y el
mismo individuo llega a odiar lo que una vez amó. Una relectura de estas
proposiciones a la luz de la historia esquemática de los diferentes modos
afectivos de producción no deja de lado a estos últimos, destrozándolos en una
pura multiplicidad en la que florecen mil flores. Por el contrario, estas
diferencias, variaciones del amor y el odio, deben entenderse como variaciones
de una melodía dominante. Como sostiene Lordon, siempre habrá jefes amables y
generosos, situaciones laborales que involucran una más amplia gama de
actividades, pero estas diferencias y desviaciones son en definitiva sólo
distintas expresiones de una misma relación fundamental. El jefe más agradable
del mundo no puede alterar significativamente la estructura fundamental de las
condiciones de trabajo fordista o neoliberal, el compromiso afectivo a nivel de
la intención individual no hace nada por alterar la relación básica con la
actividad y el objeto.[18]
Este revestimiento afectivo, la tarea de las relaciones humanas, no es
intrascendente: más que el papel que juega en motivar a los trabajadores
individuales, el trabajo verdadero que realiza es producir la apariencia de
diferencia, una sociedad de acciones individuales y no de estructuras
persistentes. Buena parte de la crítica cotidiana del trabajo, del capitalismo
en general, se concentra en las diferencias: nos quejamos de este jefe, o
protestamos contra esta gran corporación por ser particularmente repudiable,
pero no abordamos la relación fundamental de explotación o la razón de lucro
que excede los diversos modos en que se presenta. La pluralidad, una pluralidad
prescripta por lo que Spinoza llamaría el orden espontáneo de la naturaleza,
los diferentes modos en que las cosas nos han afectado, tienen prioridad sobre
la percepción de las relaciones comunes.
A este
énfasis en la pluralidad como coartada perpetua, podemos agregar otra tesis de
Spinoza. Como sostiene Spinoza, es más posible que odiemos o amemos un acto que
consideremos libre que uno que consideremos necesario. En este último punto la
economía afectiva de Spinoza se interseca con uno de los puntos centrales de la
crítica de Marx a la economía política, el fetichismo, que puede en parte
resumirse como percibir el modo capitalista de producción como necesario y
natural, no como un producto de las relaciones sociales. La naturalización de
la economía, su existencia como leyes naturales autoevidentes, hace difícil
para nosotros odiarla, indignarnos. La economía afectiva del capitalismo es tal
que es fácil enojarse o agradecer las desviaciones, los jefes crueles y los
filántropos benévolos, mientras que la estructura misma, las relaciones
fundamentales de explotación, son consideradas demasiado necesarias, demasiado
naturales, como para que ameriten indignación. La naturalización de la
economía, su fetichización, está acoplada a su complejidad, que hace que nos
resulte difícil reconocer su determinación de nuestro esforzarnos. Podríamos
ser capaces de rastrear las causas que nos han determinado a que nos guste esto
o aquello, a tener este o aquel gusto, pero es tan difícil aprehender las
causas que han canalizado nuestro esforzarnos en el trabajo asalariado y
aferrado nuestros deseos a la compra de mercancías, tanto que el trabajo y el
consumo parecen condiciones naturales más que instituciones históricas.
La
producción de la indignación es una tarea difícil, no va sólo contra la
necesidad percibida del modo de producción capitalista sino contra los modos en
que nuestros deseos mismos, nuestros esfuerzos más íntimos en perseverar en
nuestro ser, han sido producidos por el capitalismo. Desde esta perspectiva, la
provocación central de Spinoza a una crítica de la economía política no es el
comentario aislado sobre el poder del dinero, sino la tesis fundamental de que
los hombres “se creen libres porque son conscientes de sus propias acciones e
ignorantes de las causas por las cuales están determinados” (E. III, p. 2, e.).
Esta afirmación contrasta con cualquier afirmación del supuesto deseo por el
capitalismo, el deseo de consumir bienes, etc. como su justificación; tales
deseos son meramente efectos tomados como causas. Su dimensión destructiva, su pars destruens, está bien claro; lo que
no está tan claro, sin embargo, es cómo constituye un proyecto político
afirmativo. El punto de partida, más allá de la dificultad de reconocer el modo
como ya estamos determinados, es el reconocimiento por parte de Spinoza de que en
aquellas cosas que aumentan nuestra dicha, y alejamos aquellos pensamientos que
nos debilitan y entristecen. Esta tendencia afectiva no sólo explica por qué
“luchamos por nuestra servidumbre como si fuera la salvación”, sino también por
qué continuamos, contra toda prueba, creyendo que llegará el momento en que el
sistema económico actual recapacitará y nos recompensará por nuestros
esfuerzos. Además, toda transformación radical no sólo debe romper las líneas
de articulación que entrelazan al esforzarse con el trabajo, la felicidad y el
consumo, debe producir otras dichas, otras formas de esforzarse. Una revolución
es tanto una reorientación tanto de nuestras relaciones afectivas como de las
relaciones sociales y no puede ser una cosa sin la otra.
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