¿Dónde están los muertos?
por Marina Garcés
Spinoza decía aquello de que las personas libres no
piensan en la muerte. Deleuze se hacía eco de ello. Y yo me lo había creído.
Aunque, casi como todos, he sentido alguna vez la angustia de mi propia muerte
y, sobre todo, el abismo inconsolable ante la sola idea de la muerte de
aquellos que amo (especialmente, los hijos), de alguna manera me sé o me siento
en la estela de Spinoza y de Deleuze y de su apuesta por una vida y un
pensamiento libres de la sombra de la muerte.
Lo que no se me
había ocurrido pensar nunca es que no es lo mismo pensar en la muerte que
pensar en los muertos, en aquello que no sabemos cómo será, si es que es algo,
que en aquellos que ya han sido, que ya han sido, entre nosotros. Que los
cuerpos muertos vuelven al ciclo de la vida, sea en la forma que sea, es la
lección del materialismo ilustrado que muchos de nosotros, occidentales laicos,
hemos interiorizado tan tranquilamente. Ni reencarnación de las almas, ni
juicio final, ni cielo ni infierno. Que bien. Árboles, flores, energía cósmica
y olas del mar. Es allí donde están nuestros muertos. Por eso ya no nos hace
falta visitar los cementerios, ni sabemos por qué comemos castañas el día de
Todos los Santos, ni tenemos altares domésticos, como los antiguos romanos o
aún muchos orientales de hoy en día. Sabemos que allí, en sus símbolos, no
están. ¿Dónde están los muertos, entonces? No las partículas de su cuerpo, sino
ellos. Han dejado de estar, realmente, entre nosotros? Nuestra tradición, en su
vertiente clásica y también atea, nos da una respuesta: están en el recuerdo.
Es decir, que viven si alguien los recuerda y, oh cosa terrible, que dejan de
estar cuando se borra el último recuerdo, es decir, cuando a su vez también
muere la última persona que guarda memoria de ellos. Por eso los antiguos se
esforzaban en ser héroes y vivir así eternamente en la posteridad, y por eso
nosotros nos esforzamos, mejor o peor, en dejar un rastro de afecto o de
estima, entre aquellos que nos rodean. Para no morir del todo, y para no ser
sólo árboles, flores, energía cósmica y olas del mar.
Hace un par de
semanas hice una escapada a Berlín. Había vivido allí unos meses en el año 95 y
hacía tiempo que tenía ganas de visitar el “nuevo” Berlín: la reconstrucción de
las zonas donde había habido el muro, la unificación de los barrios del Este y
del Oeste y la reconversión de aquella ciudad temporalmente fuera de lugar en
la capital de Alemania y, de alguna manera, de Europa. Y sí, en Berlín hay
mucho de nuevo: edificios nuevos, habitantes nuevos, venidos en gran parte de
la riqueza también nueva del Este, una nueva vitalidad social y cultural y un
marco político europeo, igualmente nuevo, que le da una también nueva
coyuntura. Entre tanta novedad, la breve escapada que hice al nuevo Berlin
estuvo marcada inesperadamente por el impacto y las horas pasadas en tres
espacios, también nuevos, dedicados a la memoria de los muertos: el Monumento
al Holocausto, el Museo Judío y el Parque del Muro. No había caído: en el nuevo
Berlín, en la ciudad de la Europa del futuro, si es que a Europa le queda algún
futuro, la presencia más viva, más prometedora y más visitada, es la de los
muertos y sus memoriales. Por cierto, en alemán memorial es “Denkmal”. En una
extraña mezcla fonética de alemán y catalán, siempre me ha parecido que es una
palabra que más que señalar el recuerdo de los muertos, nos quiere recordar que
pensar (Denk-en) duele (denken, pensar; fa mal, en catalán).
El homenaje ético e
histórico a los muertos de la guerra y de la violencia política se viste, en
Berlín, de firma arquitectónica internacional, de vanguardia artística y de
atracción turística. Pero quien pasa unas horas allí necesariamente se
encuentra empujado más allá de la experiencia cultural consumista de haber
visitado un Eisenman o un Liebeskind. La sensación es la de haber pisado una
herida y salir, extrañamente, más acompañados. Aparte de los grandes
memoriales, en Berlín hay muchos cementerios. No están en las afueras ni en
grandes espacios amurallados. Son jardines entre las casas, pequeños o grandes,
o en la esquina de cualquier calle, donde descansan, tranquilamente, unas
cuantas decenas o centenas de tumbas que se ven, como un paisaje cualquiera,
desde las ventanas y las casas de los vivos. En Berlin tuve la sensación, por
primera vez en mi vida, de que los muertos, incluso aquellos históricamente
dolorosos e intolerables, más que reparar o corregir el curso de la historia
con su memoria, lo que hacen es ofrecer compañía a los hombres y mujeres libres
que ya no piensan en la muerte. No creo que nos enseñen nada, pero hacen la
vida más densa, más rica y más profunda.
Al
volver de Berlín me cayó un libro en las manos, insólito y precioso, que lleva
por título Tout sera oublié, todo
será olvidado, del pintor Pierre Marquès y el escritor Mathias Enard (Actes
Sud, 2013). El libro recoge, con inquietantes dibujos y un texto breve y
contenido, un viaje a Bosnia que es un viaje a la desaparición de la
destrucción. Un viaje a la nada. Un viaje que no persigue las pistas de la
memoria ni las de la reconstrucción y vuelta a la normalidad de un país
irreversiblemente herido por la guerra, sino el trabajo de erosión y de olvido
que el tiempo, la gravedad, los materiales y la vida misma imponen a las
heridas del pasado reciente. Es un viaje hacia la imposibilidad de rememorar,
de inmortalizar, de fijar en el espacio y en el tiempo el rastro del horror. En
los dibujos de este libro el horror es un lobo, el horror es un cuervo, el
horror es un violador o un francotirador. Son la traza de lo irreparable,
porque la muerte es lo que pasa, es decir, que tiene lugar y se borra, sin
poder ser curado.
Berlín,
el nuevo Berlín, se ha llenado de memoriales, mientras que el libro de Enard y
Marqués narra desde los Balcanes la imposibilidad de todo memorial, de todo denkmal. Me preguntaba si plantean respuestas
contrarias a un mismo problema sin solución. Me lo preguntaba, además, con el
trasfondo de los 9.000 cuerpos del tifón de Filipinas que simplemente han
desaparecido de una ventada, o con las discusiones, de nuevo abiertas, sobre
las fosas comunes que en las cunetas de la Península Ibérica todavía no se han
podido abrir. Y pensaba, finalmente, que si la memoria no corrige, el olvido no
repara. Una y otro sólo permiten seguir viviendo una vida que acumula y
desplaza el dolor de estar vivos, acompañados de tantos muertos.