Apuntes y preguntas para la visita de Sandro Mezzadra a la Cazona de Flores
Por el Instituto de Investigación y Experimentación Política (IIEP)
La visita de Sandro nos ofrece una oportunidad para discutir algunas
cuestiones que nos preocupan y que tienen que ver con el problema de la
investigación política, de la creación de nuevas iniciativas e instituciones
populares, en un escenario como el actual, caracterizado por cierto cierre del
ciclo de los gobiernos progresistas -no sólo a nivel nacional, sino también a
escala regional- y, sobre todo, por la emergencia de una nueva conflictividad
social.
Y es que la crisis, a la larga, todo lo corroe. 2001 es una fecha clave
para entender este proceso. El impacto de aquella insurrección popular contra
las políticas neoliberales en todo el continente fue decisivo. En su aspecto
constituyente, esas luchas dieron lugar a nuevos sujetos y abrieron el ciclo de
los gobiernos progresistas. En su aspecto destituyente tuvieron éxitos
extraordinarios, deslegitimando al neoliberalismo en la región.
Sin embargo, es claro que las rebeliones de principios de siglo no
alcanzaron a constituir formas políticas a la altura de lo que su propio
protagonismo proponía. Este desfasaje entre capacidad destituyente e
imposibilidad de plasmar instituciones de nuevo tipo caracteriza también, al
parecer, los ciclos de luchas que se dan hoy en día en muchas partes del mundo.
Entre nosotros, el consenso neoliberal ha sido derrotado. Pero
enfrentamos de todas formas la hegemonía del capital financiero, que se hace
presente en la determinación misma del modo de acumulación (los precios de los
comodities, por ejemplo, dependen de dinámicas financieras), se expresa en la
producción de subjetividades en torno al consumo, y hasta en el modo de
funcionamiento de las instituciones del estado.
Esto se nota cuando miramos la política de los gobiernos de la región.
Muchos han puesto en marcha, con diferencias importantes entre sí, políticas de
reconocimiento simbólico, de reparación de daños y de distribución del
ingreso. Todos ellos, con variantes, han colocado al estado como actor capaz de
jugar un papel influyente en la inserción en el mercado mundial, en la captura
de parte de la renta, en la construcción de un mercado interno, y en la
financiación de políticas de inclusión. Pero no podría decirse que hemos
asistido, durante los últimos años, a una reposición del estado anterior al
neoliberalismo. Un giro fuertemente territorial les ha permitido a las
instituciones gobernar una sociedad que había mutado de manera irreversible.
A nivel de las dinámicas sociales, la novedad es una puesta en
movimiento de las economías informales que hace del mundo popular algo más que
una población a ser asistida. El evidente crecimiento del consumo ha
consolidado la proliferación de lo que podríamos llamar un “neoliberalismo
desde abajo”.
¿Y qué ha pasado con los movimientos sociales? Decir simplemente que
fueron cooptados nos impide ver la participación efectiva de estos sujetos en
la gubernamentalidad contemporánea.
Quizás la propia idea de movimientos sociales ha entrado en crisis. Las
ciencias sociales los clasifican como agentes que formulan “demandas” a los partidos
y al estado, para que estos las procesen. El lenguaje militante identifica
movimientos sociales con “organizaciones populares”. Pero ni los partidos
logran “procesar” las “demandas” de los movimientos, ni las organizaciones
populares, con todo lo interesante que pueden ser en determinadas ocasiones,
alcanzan a superar el marco de la gubernamentalidad. Los movimientos sociales
están en crisis, en la medida en que no logran abrir un nuevo horizonte de
posibilidades políticas.
El momento actual está signado por el probable agotamiento de la
hegemonía kirchnerista. Los mismos rasgos políticos que le permitieron mantener
las riendas durante una década, hoy le impiden relanzar el gobierno y anticipan
una posible “salida por derecha”: la centralización extrema del sistema de
decisiones; su incapacidad para democratizar las estructuras institucionales y
productivas, habilitando la expansión de racionalidades mercantiles; la apuesta
por una polarización empobrecedora de todo debate significativo y la subordinación
de las principales conquistas sociales en función de un esquema de alianzas que
garantiza (por sobre todas las cosas) la gobernabilidad.
Las derechas utilizan un lenguaje pueril. Hablan de “corrupción”,
“inseguridad” e “inflación”. Es el lenguaje de los síntomas: la inflación es
síntoma de la precariedad del modelo económico; la corrupción como síntoma de
la naturaleza “espuria” de la gubernamentalidad y la inseguridad como síntoma
de los límites de la inclusión social y de la activación de nuevos mercados.
Por nuestra parte, preferimos hablar de un nuevo conflicto social, que
desafía a las organizaciones populares y es la consecuencia de los rasgos más
agresivos de los modos de acumulación desarrollados durante la última década,
como las industrias extractivas, el narco, el boom inmobiliario y los
agro-bussines. Este devenir rentístico de los negocios origina una
conflictividad muy diferente a la que vivimos en el 2001. Territorios que antes
eran considerados periféricos hoy adquieren centralidad (expansión de las
fronteras agrarias y mineras, valorización especulativa de las periferias
urbanas), y son penetrados por dispositivos de una soberanía paraestatal, en
torno a formas de propiedad articulados por instrumentos financieros muy
abstractos, con dinámicas represivas en manos de bandas y de una policía en
estado de excepción.
Las nuevas soberanías regulan a su manera los territorios, sustentando,
penetrando, desbordando y amenazando a las instituciones públicas. Esta
“segunda realidad”, que reorganiza al propio estado, es una verdadera trampa
posmoderna para cualquier pretensión de restauración republicana, en tanto
carcome elementos fundamentales del herramental democrático construido por las
luchas de los derechos humanos desde 1983 (derechos civiles contra la
intervención de las FF.AA), y a partir del 2001 (derechos sociales).
En este contexto, la investigación militante debe ser recreada, en pos
de una nueva eficacia. La creación del Instituto de Investigación y
Experimentación Política, plantea (entre otros) los siguientes desafíos:
- si la apropiación privada de lo que es común se organiza en torno a
actividades rentísticas, en economías más poderosas, difusas y profundamente
ambiguas, la pregunta es: ¿cómo se lucha contra la renta?
- resulta fundamental hacer converger el acumulado de experiencia del
movimiento de derechos humanos con las estrategias judiciales y de autodefensa
que el nuevo conflicto social está comenzando a desarrollar.
- se trata de construir nuevas instituciones populares, pos-estatales:
ni fuera ni dentro del estado sino replanteando la naturaleza de los problemas
y articulando intervenciones complejas, en todos los niveles: territoriales,
comunicacional y en el plano del pensamiento.
- se impone imaginar y constituir nuevos tipos de organización política
con trozos de viejas y nuevas militancias, con segmentos de los activismos
sociales, de investigación, y con experiencias organizadas dentro y fuera del
estado.
- la investigación militante tiene la intención de crear redes entre
sujetos que luchan en situaciones conflictivas, y colaborar en la creación de
enunciados e imágenes, alentando el surgimiento de una nueva narrativa
política.
- esta narración cumple al menos dos funciones: nombrar nuevas
realidades de las que no sabemos hablar; e impedir quedar envueltos por
retóricas de derecha que interpretan el nuevo conflicto de modo reaccionario,
como el caso de la “lucha contra la inseguridad” y la “guerra contra el narco”.
A partir de estas preocupaciones y desafíos, tiene sentido abrir algunas
preguntas. ¿Cómo perciben el agotamiento de las formas de gubernamentalidad?
¿Cómo integrar en un análisis la geografía de la crisis y la democracia del
común? ¿Creen que la investigación militante puede ser un modo de impulsar la organización
política? ¿Cómo pensar instituciones populares en este marco?
Buenos Aires, 7 de noviembre