Por una democracia del común. Entrevista a Michael Hardt
Declaración, el último libro de Michael Hardt y Toni Negri, fue
escrito al calor de la serie de «revoluciones conectadas» que irrumpieron en el
2011: Primavera Árabe, 15M, Occupy Wall Street. La obra está constituida por
algunas ideas extraídas de las prácticas que se generaron en estas revueltas y
que pueden ser útiles para impulsar el paso de un llamamiento a rebelarse
contra la crisis y la falsa democracia, a la constitución de una nueva
sociedad. Es decir, a la creación de instituciones y nuevos derechos a partir
de los prototipos organizativos que se han dado en las redes y las plazas.
Las obras anteriores de los autores –Imperio, Multitud y Commonwealth– constituyen
una referencia fundamental del pensamiento político actual. Lo que las
distingue de la pura especulación filosófica o académica es la articulación de
sus autores con los movimientos sociales y las luchas reales del ciclo global
de conflictos todavía en curso. En esta entrevista le preguntamos al autor
sobre los movimientos contra la deuda como importante derivación de estas
revueltas y respecto a su relación con la construcción de una democracia real
basada en el común.
En Declaración planteás que estudiar la deuda desde la posición de los endeudados
resulta útil para entender el proceso de mercantilización de los derechos. ¿De
qué manera transforma la deuda el vínculo entre ciudadanía y derechos?
Nuestras
sociedades han pasado de un sistema basado en el bienestar (Welfare) a otro
basado en la deuda (Debtfare). Las necesidades básicas para la vida que debían
ser cubiertas por la estructuras del Estado del Bienestar ahora son solo
accesibles mediante el endeudamiento personal. Necesitas un préstamo para
estudiar en la universidad, adquirir una casa o ser atendido en un hospital. Es
una grave injusticia que estas necesidades vitales queden además fuera del
alcance de muchas personas. Pero lo importante es reconocer la naturaleza
social y colectiva de este fenómeno, que forma parte de un proceso neoliberal
más general en curso desde la década de 1980, intensificado en años recientes.
Las luchas contra la deuda se basan hoy en reconocer que endeudarse no es una
elección personal, mucho menos el resultado de un frívolo gasto excesivo. Se
trata más bien de un fenómeno socialmente determinado. Cuando reconocemos que
no estamos solos en nuestro endeudamiento podemos empezar a luchar juntos.
Judith Butler ha propuesto la
«fragilidad» como el punto de partida para una alianza política que ya no se
basa en la homogeneidad, sino en las diferencias. Esta idea parece sugerente
dada la compleja composición del «99%», el «nosotros» que hablaba en Occupy. La
proliferación de la confianza y el apoyo mutuo, rechazando la disciplina de la
homogeneidad, ¿son ahora condiciones para organizar la revolución? ¿Cómo
articulamos la relación entre el uno y el muchos, partiendo de nuestra
condición finita, dependiente y vulnerable, contrarrestando el aislamiento que
produce la individualización?
Es importante combatir los dispositivos de
individualización masiva que aíslan a las personas haciéndolas sentirse
responsables e incluso culpables de su propia subordinación, abandonadas en su
impotencia. La deuda es un dispositivo que produce este tipo de
individualización mediante la retórica de la autosuficiencia individual. Pero
sería erróneo obsesionarnos con nuestra victimización. Mediante redes de
cooperación social podemos desplazar la perspectiva de la dependencia
individual a la interdependencia colectiva. No se trata de imaginarnos inmunes,
sino de crear un contexto social en el que podamos sentir una seguridad real.
En la relación de unas personas con otras nuestras vidas pueden dejar de ser
precarias. Los movimientos recientes contra la deuda en Estados Unidos, España
y otros lugares han generado poderosos efectos de desindividualización: no solo
bloquean la amenaza acreedora, sino que también –y esto es aún más importante–
construyen redes autónomas de interdependencia y apoyo. Me gusta pensar en
términos de «poder de la interdependencia». Sin embargo, huir del
individualismo forzado de la sociedad del débito no significa fundirse
indiferenciadamente en la masa. El asunto plantea un reto teórico y político
importante. Tenemos que demostrar que el individuo aislado no es el único
espacio de la diferencia, pero también que nuestras redes de cooperación social
autónoma funcionan porque somos diversos y solo perduran en la medida en que
nos permiten seguir siéndolo.
¿Cómo opera el «comunero», el
sujeto que a vuestro juicio produce «el común»?
Resulta útil pensar al comunero como alguien que no solo
hace uso o participa del común, sino que también lo produce. El común debe ser
producido y reproducido continuamente. Todo lo que es común o susceptible de
devenir común —incluso el agua, la tierra y los bosques— forma parte, siempre,
de una relación de cuidado e interacción. También las formas inmateriales de lo
común —las ideas, las imágenes y los códigos— deben ser producidas y de tal
manera que puedan ser compartidas de forma sostenible. En una escala mayor,
debemos pensar en la metrópolis misma y en todas las relaciones sociales
insertas en ella como una gigantesca producción y un vasto reservorio del
común. El punto clave es entender que el común no es espontáneo ni automático,
que necesita del comunero que es quien lo produce y sustenta.
¿Cómo se organiza ese común que
no es privado pero que tampoco responde al imaginario de lo público-estatal
presente en las demandas de parte de los movimientos y del pensamiento de
izquierda?
El común no se define sencillamente por la falta de
control privado o estatal, sino también por el establecimiento de un modo de
gestión alternativo: la autogestión democrática colectiva. Tales prácticas de
autogestión son lo que Toni Negri y yo llamamos «instituciones del común».
Mientras algunos sostienen que el común puede ser gestionado únicamente por
comunidades claramente delimitadas y reducidas, nosotros concebimos un común
definido por el libre acceso y la participación expansiva. El común se debe caracterizar
no exclusivamente por la homogeneidad en pequeña escala, sino también por la
mezcla y la pluralidad en una escala mayor. Esta discusión es paralela a una
conocida divergencia en las teorías sobre la democracia. Hay quienes sostienen
que una democracia real solo puede funcionar en el marco de unas comunidades
reducidas y limitadas, mientras otros —entre quienes nos incluimos— imaginamos
y luchamos por la democracia de una población a gran escala, heterogénea y
activa. Tal democracia real no existe aún de un modo significativo y su
realización futura no está en modo alguno garantizada, pero constituye el
horizonte —una estrella que guía en la imaginación política— para un número
cada vez mayor de personas alrededor del mundo. Una democracia real y unas
relaciones abiertas y expansivas del común son promesas por las que debemos
luchar.
¿En qué estado se encuentra la
organización del movimiento contra la deuda en Estados Unidos después de
Occupy? ¿Te parece que las iniciativas contra la deuda se pueden considerar un
«comunero colectivo» en oposición al «capitalista colectivo»?
Existen numerosas campañas contra los desahucios
organizadas a nivel local en Estados Unidos, pero el proyecto contra la deuda
de coordinación más extendida es Strike Debt. Uno de sus aspectos más útiles es
la manera en que reúne las luchas contra diferentes formas de deuda:
estudiantil, sanitaria e hipotecaria.
Sin duda,
iniciativas como también la
Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) en España
y otras similares crean un común en la medida en que combaten la segregación de
la ciudad fragmentada y privatizada, y dotan a las personas de herramientas con
las que crear espacios comunes para vivir. ¿Qué significaría hacer realmente
una metrópolis común? Es una cuestión de peso difícil de responder. No me cabe
duda de que Strike Debt o la PAH
ofrecen parte de la solución.
¿Dónde radica la posibilidad de
romper con la individualización del tiempo, para afirmar una temporalidad de
los «comuneros»? ¿Cómo podemos romper con la temporalidad de la deuda y afirmar
un tiempo de la compartición, organizando la vida en común?
Para constituir una nueva temporalidad, tenemos que
empezar por investigar la naturaleza del tiempo en que vivimos hoy. El
historiador E. P. Thompson teorizó cómo la industrialización conllevó un cambio
en nuestro «tiempo interno». Mientras anteriormente se medía el tiempo en
términos de ciclos naturales y tareas materiales, el dominio de la industria
introdujo una medida homogénea y regular del tiempo que se propagó desde la
fábrica hacia toda la sociedad. Thompson señala también que el movimiento
obrero industrial dedicaba una parte importante de su esfuerzo a las luchas
sobre el tiempo. La lucha por reducir la jornada laboral operaba en el terreno
de la temporalidad industrial. Thompson propone reconstruir nuestro sentido del
«tiempo interno» en términos de qué hacemos, cuáles son nuestras prácticas
cotidianas y cómo cooperamos productivamente unas personas con otras. Es una
tarea difícil, pero este me parece por lo menos un punto de partida. El
estallido de la fábrica como modo de producción ha dado como resultado una
fragmentación de tiempos de la producción. La temporalidad del sujeto endeudado
forma parte de esta nueva pluralidad. Tenemos que dar cuenta en detalle de los
diversos modos de producción y de cooperación de los sujetos endeudados, para
poder identificar cómo constituyen en concreto su sentido del «tiempo interno»
e investigar qué potencialidades de revuelta se abren en este terreno.