por Arturo Escobar
La
Colombia de hoy es una Colombia de devastación. Las
décadas del “desarrollo” solo han exacerbado la desigualdad social, la
concentración de la tierra, la injusticia, la violencia, la dependencia y la
destrucción ambiental. Las llamadas locomotoras del desarrollo económico y el
tratado de libre comercio solo lograrán profundizar estas tendencias.
La
Colombia del futuro requiere de un modelo radicalmente
diferente; tiene que romper con los imaginarios caducos de los siglos 19 y 20
(“progreso”, “desarrollo”, modernidad, crecimiento material, etc.). Dado que la
crisis ambiental y social es global, hay que re-imaginarse a Colombia pensando
ecológica y políticamente con América Latina y el mundo (especialmente los
debates sobre el Buen Vivir y los derechos de la naturaleza), en vez de
adaptarse a la fuerza a los dictados de la “globalización”. Esto implica pensar
en una verdadera transición ecológica y cultural hacia una sociedad muy
diferente a la que conocemos. Muchos visionarios nos hablan de las características
de estas transiciones: la restructuración de la producción de los alimentos en
base a la descentralización, el cultivo orgánico y la biodiversidad; la
democracia participativa; las autonomías locales; el uso menos intenso de los
recursos; la reducción del consumo de energía y fuentes alternativas de esta; y
las economías sociales y solidarias. Post-petróleo, post-carbono,
post-capitalismo, post-extractivismo, postdesarrollo son algunos de los
imaginarios emergentes. En sus formas más avanzadas, estas narrativas nos
hablan de un cambio de modelo civilizatorio, más allá del extractivismo y el
consumismo de la modernidad capitalista.
No es tan difícil imaginarse estos
mundos diferentes. Imaginémonos por ejemplo un Valle del Cauca sin caña de
azúcar y ganadería extensiva, lleno de pequeñas y medianas fincas dedicadas al
cultivo agroecológico de frutales, hortalizas, granos, animales, etc.,
orientadas hacia los mercados regionales y nacionales, y solo de forma
secundaria a la exportación. Durante más de dos siglos, este impresionante
Valle ha sido sistemáticamente empobrecido ambiental, social, y culturalmente
por una elite insensible y racista, que se ha enriquecido inmensamente para su
propio beneficio; como se sabe, la caña agota las tierras, las aguas y las
gentes (en especial la gente negra) y la ganadería extensiva ha desnudado
montes y laderas. En el nuevo Valle se restaurarían los paisajes, se
erradicaría la pobreza, muchos que aun quieren tener tierra la tendrían,
de-crecerían las ciudades y se repoblarían campos y poblados, resurgiría la
cultura, se lucharía abiertamente contra el racismo y el sexismo, y todos y
todas tendrían acceso a educación de buena calidad y a las tecnologías de la
información. Podemos hacer un ejercicio de la imaginación similar con
cualquiera otra región del país. El Pacífico, por ejemplo, como lo visualizan
los movimientos de afrodescendientes e indígenas, sería un Territorio-Región
inter-cultural con comunidades integradas al medio ambiente, “sin retros, ni
coca, ni palma”, como dicen los activistas –es decir, sin las locomotoras del
desarrollo que desde los ochenta lo destruyen a pasos agigantados.
La Colombia del futuro
se debe pensar de abajo hacia arriba. Hay, sin duda, requisitos básicos para
ello: una redistribución radical de la tierra, una política de convivencia
inter-cultural basada en el fortalecimiento cultural y social de las
comunidades, políticas de ciencia y tecnología plurales que se surtan de los
múltiples conocimientos y concepciones de vida de los diversos grupos sociales,
e infraestructuras de apoyo en cada localidad y región para la transición al
post-extractivismo. Gracias a las visiones sobre la transición, lo imposible se
vuelve pensable, lo pensable realizable. Surgirá otra “Colombia”,
verdaderamente ecológica y plural, a medida que deja atrás ese llamado
desarrollo que hoy la devasta.