El nacional-bolchevique y los negrazos
por Pablo Stefanoni
Nacer en una ciudad que lleva el
nombre del creador de la policía secreta ya es un dato, pero sin duda lo es
menos en la URSS, donde Félix Dzerzhinski era uno de los héroes revolucionarios
y llegó a ese panteón luego de fundar la Cheka, la policía política que luego
sería conocida como GPU, NKVD, KGB y hoy día FSB. Su monumento de la Plaza
Lubyanka de Moscú fue derribado en 1991 pero Vladimir Putin repuso una
escultura en su honor en el Ministerio del interior. Si hubiera vivido más,
seguramente hubiera sido fusilado, pero falleció de un ataque cardíaco en 1926,
y como ya no representaba ningún peligro, Stalin bautizó una ciudad con su
nombre.
Ahora estamos en 1942, en la ciudad
de Dzerzhinsk, donde fue concebido Eduard Veniaminovich Savienko. Eran los años
del sitio a Stalingrado. Poco después sus padres emigraron a Járkov, un centro
industrial y ferroviario de Ucrania. Allí se “socializó” –por decirlo de alguna
manera- el niño que más tarde se rebautizaría como Eduard Limónov. Su padre era
un chekista de bajo rango, encargado de trasladar presos o cuidar
instalaciones, sin el orgullo de haber combatido en la Gran Guerra Patriótica.
Al comienzo, Eduard lo admiraba, al final terminó considerándolo un imbécil, un
fracasado. Por esos años, las ciudades rusas estaban llenas de pandillas de
niños ladrones, asesinos –huérfanos o no-, lo que llevó al Estado a bajar la
edad de imputabilidad penal (incluida la pena de muerte) a doce años. PeroEdichka –el
diminutivo ruso de Eduard- combinaba su participación en estas
hordas de niños y adolescentes con su vocación por la poesía. Además aprendió
que quienes inspiran verdaderamente respeto no son quienes están mejor
entrenados o son más grandotes sino quienes están dispuestos a matar. Y él lo
estaba; llevaba siempre una navaja.
Es la vida de Eduard Limónov la que
reconstruye en forma de biografía novelada (aunque no tanto) Emmanuel Carrère (Limonov,
Anagrama, 2013) –el hijo de la famosa sovietóloga Hélène Carrère d'Encausse, a
su vez hija de georgianos blancos que abandonaron Rusia tras la revolución de
1917. Emmanuel Carrère conoció a Eduard, ya bautizado Limónov, en París a
comienzo de los años 80. Por ese entonces, el chico de Jarkóv que podía ir con
sus amigos de pandilla a presentar un poema a un concurso oficial de poesía e
incluso ganarlo, había pasado por muchos mundos. Para Limónov, la vida se
divide entre fracasados y exitosos, el problema es que su visión del éxito es a
menudo perturbadora e inestable. Primero quiere –y llega- a la bohemia de
Jarkóv y más tarde a la de Moscú. Pero eso, que era lo que más ansiaba, no le
quita el desprecio que siente por esos disidentes que se reúnen en sótanos,
leen samizdat (copias clandestinas de textos prohibidos) y
adoran a figuras como el poeta Joseph Brodsky. Limónov, que siempre combinó
grandes dosis de idealismo y pensamiento “ácido”, -y se ganaba la vida como
sastre- decía irónicamente que la ventaja del sistema de censura soviético era
que podía haber “grandes escritores” que nunca publicaban nada; es más, que
cuanto menos publicaban eran más heroicos porque se los suponía más
perseguidos.
Limónov era –al mismo tiempo- un duro
que podía pasar largas jornadas de zapói –unas borracheras de
varios días que pueden incluir viajes en trenes sin saber a dónde van, confiar
los secretos más íntimos a desconocidos casuales y diversos vagabundeos
luego olvidados por la pérdida de conciencia- y de igual modo podía caer en
grandes depresiones por amor (o al menos por mujeres que lo dejaban).
Su autoexilio a Nueva York no calmó
su búsqueda; al final no estaba muy seguro de querer ser un “Charles Manson de
las letras”, un revolucionario profesional o un escritor de éxito. En Nueva
York se juntó con los exiliados soviéticos pero no los soportaba; llegó a ser
parte de las fiestas de la familia de Alex Liberman –un rico emigrado
ucraniano, encargado de la dirección editorial de la revista Vogue-
y al final rechazó ser comparsa de millonarios y famosos.
En Occidente, su inconformismo
perpetuo –pero no carente de cierta coherencia- lo llevó a posiciones polémicas
–y para muchos escandalosas. Su bautismo de fuego fue un artículo en ocasión de
la concesión del Premio Nóbel de la Paz a Sájarov. Limónov escribe un artículo
titulado “Desilusión” para explicar que los disidentes están aislados del
pueblo, que sólo se representan a sí mismos y, en el caso de Sájarov, a los
intereses de su casta, la nomenklatura científica. Que la vida
en la URSS es gris y aburrida pero no es el campo de concentración que esos
disidentes describen. Y finalmente, que Occidente no es mejor y que los
emigrados, pagan cruelmente haber abandonado su país porque la triste verdad es
que en Estados Unidos nadie los necesita.
Pero el escándalo no provino de su
publicación en una revista marginal (nadie había querido publicárselo) sino de
su repercusión en la URSS, donde el Komsomólkaia Pravda publicó:
“El poeta Limónov dice toda la verdad sobre los disidentes y la emigración”.
Sus compañeros del deprimente periódico Russkoe Dielo pasaron
a considerarlo un agente del KGB. Pero Limónov estaba lejos de ello.
Por esos tiempos vivía en un
hotelucho de mala muerte con prostitutas, drogadictos y delincuentes, muchos de
ellos afroamericanos. Su esposa Elena, que lo había acompañado en su aventura
neoyorkina lo abandona. Por momentos el poeta ruso parece acabado. En una de
sus decisiones que mezclan desesperación, necesidad de experimentar nuevas
sensaciones y redimirse de él mismo, “decide” volverse homosexual. Para ello
vagabundea por los parques de la ciudad donde se hace follar por negros
igualmente vagabundos. De ese wild side nacerá el libro
autobiográfico (como todas sus obras) que un editor francés tan escandaloso
como él tituló El poeta ruso prefiere a los negrazos.
Luego publicaría Diario de un fracasado, Retrato de un
bandido adolescente, Historia de un canalla, e Historia
de un servidor. En este último cuenta sus aventuras como mayordomo de un
multimillonario de Manhattan –una de sus tareas que combinaron necesidad y un
poco de excentricidad.
Así, cuando esperaba poco del futuro,
y pensaba en alguna hazaña suicida, un editor parisino decidió publicarlo. El
poeta ruso… fue un éxito escandaloso y se mudó a Francia.
Allá se vinculó con Jean-Edern
Hallier, fundador de L’Idiot international a fines
de la década del 60. El tono panfletario y alborotador de la revista era un
espacio ideal para Limónov, y allí se codeó con algunos exponentes de la
extrema derecha francesa como Jean-Marie Le Pen.
Mientras tanto, la Unión Soviética
comenzaba a crujir. Pero Limónov estuvo lejos de alegrarse. Todo lo contrario.
Fiel a su hostilidad a lo políticamente correcto detestó a Gorbachov. Después
detestará a Yeltsin y hoy lucha a muerte contra Putin. Al capitalismo criminal
que comienza a regir tras la caída de la URSS lo lee como pura humillación de
un país entero, con ex jerarcas que de la noche a la mañana se hicieron
multimillonarios ostentosos, a costa de la expropiación masiva del Estado y la
población. Millones de rusos –entre los cuales los jubilados se llevaron la
peor parte- quedaron en la miseria. La frontera entre buenos y malos se
desdibujó, también la de demócratas y reaccionarios. “Ahora lo más terrible es
que creo que la verdad está del lado de las personas a las que siempre he
considerado mis enemigos”, dice el demócrata y disidente histórico Andrey
Siniavsky.
Después de su primer regreso a Moscú,
Limónov emprende otra huida redimidora y termina como combatiente voluntario en
la República Serbia de Krajina –un Estado que nunca llegó a existir- y donde se
codea con diversos criminales de la guerra de los Balcanes. Al final decide
volver a hacer la revolución a su propia tierra.
Entra en contacto con Aleksadr
Duguin, un politólogo nacionalista –partidario de un imperio euroasiático- que
construyó un panteón donde pueden convivir sin problemas Lenin, Mussolini,
Hitler, Leni Riefenstahl, Maiakovski, Julius Evola, Jung, el Che Guevara, Rosa
Luxemburgo, el historiador francés George Dumézil, Lao-Tsé, Guy Debord y varios
otros. De esa amistad nacerá el Partido Nacional-bolchevique, cuyos símbolos
son una bandera nazi pero con la hoz y el martillo en lugar de la esvástica y
el saludo hitleriano pero con el puño cerrado.
Pero esta mezcla de estalinistas,
fascistas, nacionalistas, anarquistas, punk, góticos, escritores, cabezas
rapadas y rockeros (en su enorme mayoría jóvenes) está lejos de entrar en la
categoría tradicional de partido neonazi o milicia de skinheads. El
propio Carrère se sorprendió cuando, atento al tema para escribir su libro,
encontró que la respetada y después asesinada periodista Anna Politkóvskaya –de
indudables credenciales democráticas- defendía con voz alta y firme a los
jóvenes nas-bol que eran enviados a las cárceles y molidos a
palos por la policía. Finalmente, en un país destrozado por el cinismo, con una
sociedad pasiva, consumista, superficial y atomizada, estos chicos no sólo
creen en algo sino que ponen su vida al servicio de sus ideales. Es más, a
Politkóvskaya estos jóvenes íntegros y valientes son casi los únicos que le
inspiraban confianza en el futuro moral del país. En gran medida, el nacional-bolchevismo
–ilegalizado desde mediados de los 2000- funcionó como un espacio de
contracultura más que como un proyecto con chances de llegar al poder. El
propio Limónov fue encarcelado en 2001 bajo delitos de terrorismo, organización
de banda armada, posesión ilícita de armas de fuego e incitación a actividades
extremistas. Estuvo tres años preso en cárceles de alta seguridad.
En una de esas cárceles llamada campo
de Engels, a la orilla del Volga (los presos la llaman “Eurogulag” por su
modernidad arquitectónica y su carácter modélico) Limónov encontró que los
lavabos del baño le recordaban a los diseñados por el arquitecto Philippe
Starck en un refinado hotel neoyorkino. A partir de ahí pensó en su recorrido:
ninguno de los presos había conocido los trabajos de Starck y ninguno de los
alojados en ese hotel habían estado presos con criminales variados en una
cárcel rusa. Esos son los muchos Limónov que aparecen en el libro de Carrère
–que más que una biografía condensa las propias autobiografías del poeta ruso.
Últimamente Limónov, de 70 años, ha
dado un nuevo giro y se ha aliado a sectores liberales en la alianza Otra
Rusia, que intentan sin éxito desplazar de poder a Putin.
¿Paradójico? Carrère destaca las afinidades de Edichka con el
Presidente ruso: niñez humilde, padre militar de bajo rango, nostalgia por el
comunismo y desprecio por la debilidad. Putin dijo una vez que "quien no
añora la URSS no tiene corazón, y quien quiere reconstruirla tal como era no
tiene cerebro".