El filósofo enmascarado: entrevista clandestina a Michel Foucault
En invierno de 1980, Cristian Delacampagne decide pedirle a Michel Foucault una entrevista para Le Monde, teniendo en cuenta que el suplemento dominical estaba, en aquel entonces, claramente consagrado al debate de las ideas. Michel Foucault acepta inmediatamente, pero pone una condición desde el comienzo: la entrevista debe permanecer anónima, su nombre no debe figurar y todos los indicios que permitieran adivinar su identidad deben ser eliminados. Foucault justifica así su posición: la escena intelectual está presa de los medios de comunicación, las figuras no pueden tomar las ideas y el pensamiento como tal ya no está reconocido; aquello que es dicho importa menos que la personalidad de quien habla. Asimismo, esa crítica sobre la mediatización tiene el riesgo de devaluarse –o incluso de alimentar aquello que busca denunciar- si es proferida por alguien que, sin quererlo, ya ocupa un lugar en los medios de comunicación –el caso de Foucault. Para romper con esos efectos perversos y para intentar hacer oír una palabra que no pueda ser rebatida por el nombre del que ella procede, es necesario entonces decidirse a entrar en el anonimato. La idea gusta a Delacampagne. Se convino que la entrevista se haría con un “filósofo enmascarado” privado de una identidad precisa. Solo restaba convencer a Le Monde –que quería una entrevista con Foucault- de aceptar un texto de “nadie”. Eso fue difícil, pero Foucault se mostró inflexible.
El secreto fue bien guardado hasta la muerte de Foucault.
Parece que fueron muy pocos aquellos que lograron desentrañarlo. En
consecuencia, Le Monde y La découverte decidieron volver a
publicar esta entrevista en un volumen junto a otras que aparecían en la misma
serie. Como sucede en casos similares, Le Monde decide entonces,
unilateralmente, revelar el verdadero nombre del “filósofo enmascarado”. El
texto de esta entrevista regresa integralmente a Foucault, quien elaboró
también las preguntas con Delacampagne y quien reescribió con un cuidado
extremo cada una de las respuestas…
Para comenzar, permítame preguntarle ¿por qué ha
elegido el anonimato?
Usted conoce la
historia de esos psicólogos que habían ido a realizar un test a partir de la
proyección de un cortometraje, en una aldea del último confín del África. A
continuación, pidieron rápidamente a los espectadores que contaran la historia
tal como ellos la habían comprendido. Pues bien, en esa historia con tres
personajes, una sola cosa les había interesado: el pasaje de las sombras y las
luces a través de los árboles.
Para nosotros, los
personajes constituyen la ley de la percepción. Los ojos siguen con predilección
a las figuras que van y vienen, surgen y desaparecen. ¿Por qué le he sugerido
que utilicemos el anonimato? Por nostalgia de tiempos en que, siendo yo
totalmente desconocido, aquello que decía tenía alguna chance de ser
comprendido. Con el lector ocasional, la superficie de contacto estaba sin
arrugas. Los efectos del libro repercutían en lugares imprevistos y dibujaban
formas en las cuales yo no había pensado. El nombre es una facilidad.
Propondré un juego:
el del “año sin nombre”. Durante un año, se editarán los libros sin el nombre
del autor. Los críticos se las deberán ver con una producción enteramente
anónima. Pero estoy soñando, tal vez no tendrían nada que decir: todos los
autores esperarían al año siguiente para publicar sus libros…
¿Usted piensa que hoy en día los intelectuales hablan
demasiado? ¿Qué ellos nos entorpecen con sus discursos acerca de todo y con
frecuencia fuera de propósito?
La palabra
intelectual me parece extraña. Intelectuales, nunca los encontré. Encontré
personas que escriben novelas y personas que curan a los enfermos. Personas que
estudian economía y personas que componen música electrónica. Encontré personas
que enseñan, personas que pintan y personas de las que no entendí si hacían
cosa alguna. Pero nunca encontré intelectuales.
Por el contrario,
encontré muchas personas que hablan del intelectual. Y, por escucharlos tanto,
construí para mí una idea de qué tipo de animal se trata. No es difícil, es el
culpable. Culpable un poco de todo: de hablar, de silenciar, de no hacer nada,
de meterse en todo… En suma, el intelectual es la materia prima para juzgar,
condenar, excluir…
Yo no encuentro que
los intelectuales hablen demasiado, porque realmente creo que ellos no existen.
Sin embargo, me parece que es muy invasivo el discurso sobre los intelectuales,
y para nada tranquilizador.
Tengo una manía muy
molesta. Cuando la gente habla de esa forma, en el aire, yo trato de imaginar
lo que eso correspondería en la realidad. Cuando “critican” a alguien, cuando
“denuncian” sus ideas, cuando “condenan” lo que ha escrito, me los imagino en
la situación ideal donde tendrían todo el poder sobre él. Dejo retornar a sus
sentidos primarios las palabras que ellos emplean: “demoler”, “derribar”,
“reducir al silencio”, “enterrar”. Y veo entreabrirse la radiante ciudad donde
el intelectual estaría en prisión y ahorcado, claro, si
además fuera teórico. Es cierto que no estamos en un régimen donde se envían
los intelectuales al arrozal; pero, de hecho, díganme, ¿no han escuchado hablar
de un tal Toni Negri? ¿Por casualidad no está en prisión precisamente en tanto
intelectual?
Entonces, ¿qué lo ha conducido a atrincherarse detrás del anonimato? ¿Un
determinado uso publicitario que los filósofos, hoy en día, hacen o dejan hacer
en su nombre?
Esto no me choca
para nada. He visto en los pasillos de mi colegio grandes hombres en yeso. Y
ahora veo en la parte baja de la primera página de los periódicos la fotografía
del pensador. Realmente no sé si la estética ha mejorado. La racionalidad
económica, seguramente lo ha hecho…
En el fondo me
afecta mucho una carta que Kant había escrito cuando estaba ya muy viejo: él se
apresuraba, decía, contra la edad y la vista que disminuía, y las ideas que se
difuminaban, en terminar uno de sus libros para la Feria de Leipzig. Cuento
esto para mostrar que eso no tiene ninguna importancia. Con o sin publicidad,
con o sin feria, el libro es otra cosa. Nunca me harán creer que un libro es
malo porque vi a su autor en la televisión. Pero jamás que es bueno justamente
por la misma razón.
Si he elegido el
anonimato, no es pues para criticar a tal o cual, cosa que jamás hago. Es una
manera de acercarme más directamente al lector eventual, el único personaje que
aquí me interesa: “Ya que tú no sabes quién soy yo, no tendrás la tentación de
buscar las razones por las que digo lo que lees; déjate llevar para decirte
simplemente: esto es verdadero, esto es falso. Esto me gusta, esto no me gusta.
Y ya está y nada más, es todo”.
¿Pero el público no espera de la crítica que le
proporcione evaluaciones precisas acerca del valor de una obra?
No sé si el público
espera o no que la crítica juzgue las obras o los autores. Creo que los jueces
estaban allí, antes de que el público pudiera pronunciarse acerca de lo que
tenía ganas.
Parece ser que Courbet
tenía un amigo que se despertaba en la noche gritando: “Juzgar, yo quiero
juzgar”. Es una locura lo que a la gente le gusta juzgar. Se juzga por todo,
todo el tiempo. Sin duda es una de las cosas más simples que se dan a la
humanidad de hacer. Y ustedes saben bien que el último hombre, cuando, por fin
la última radiación haya reducido a cenizas a su último adversario, tomará una
mesa coja, se sentará detrás y comenzará el juicio del responsable.
No puedo dejar de
pensar en una crítica que no busque juzgar, sino hacer existir una obra, un
libro, una frase, una idea; ella encendería fuegos, observaría la hierba
crecer, escucharía el viento y aprovecharía el vuelo de la espuma para
esparcirla. No multiplicaría los juicios, pero sí los signos de existencia,
ella los llamaría, los arrancaría de su somnolencia. ¿Los inventaría a veces?
Tanto mejor, tanto mejor. La
crítica sentenciosa me provoca sueño; me gustaría una crítica hecha con
destellos de imaginación. No sería soberana, ni vestida de rojo. Traería consigo
los rayos de posibles tempestades.
Entonces, existen tantas cosas que es necesario
conocer, tantos trabajos interesantes que los medios deberían hablar todo el
tiempo de filosofía…
Es cierto que hay
un malestar tradicional entre la “crítica” y aquellos que escriben los libros.
Unos se sienten incomprendidos y los otros creen que se los quiere tener bajo
control. Pero ese es el juego.
Me parece que la
situación hoy en día es bastante particular. Tenemos instituciones de escasez,
mientras que estamos en una situación de superabundancia.
Todo el mundo
observó la exaltación que acompaña a menudo la publicación (o reedición) de
obras, por otra parte a veces interesantes. Nunca son menos que la “subversión
de todos los códigos”, “lo contrario de la cultura contemporánea”, la “radical
puesta en cuestión de todas nuestras maneras de pensar”. Su autor debe ser un
marginal desconocido.
Y, en
contrapartida, por supuesto es necesario que los otros sean devueltos a la
noche de la que nunca debieron haber salido; ellos no eran más que la espuma de
“una moda irrisoria”, un simple producto de la institución, etc.
Fenómeno parisino, se
dice, y superficial. Percibo más bien allí los efectos de una profunda inquietud.
El sentimiento de “no hay lugar”, “él o yo”, “cada uno a su turno”. Estamos en
fila india debido a la extrema exigüidad de los lugares donde se puede escuchar
y ser escuchado.
De allí una suerte
de angustia que estalla en mil síntomas, agradables o no tan divertidos. De allí, en los que escriben, su
sentimiento de impotencia ante los medios, a quienes acusan de gobernar el
mundo de los libros y hacer existir o desaparecer aquellos que les gustan o les
desagradan. De allí también el sentimiento entre los críticos de que no se
harán oír, a menos que alcen el tono y saquen un conejo de la galera cada
semana. De allí incluso una pseudopolitización, que enmascara, sobre la
necesidad de llevar el “combate ideológico” o de erradicar los “pensamientos
peligrosos”, la profunda ansiedad de no ser ni leído ni entendido. De allí
incluso la fantástica fobia del poder: toda persona que escribe ejerce un
inquietante poder al cual es necesario intentar ponerle un fin o al menos un
límite. De allí igualmente la afirmación un poco mágica, acerca de que actualmente
todo está vacío, desolado, sin interés ni importancia: afirmación que viene
evidentemente de aquellos que, no haciendo nada por sí mismos, hayan que los
otros están de más.
Por lo tanto, ¿no cree Ud. que nuestra época carece
realmente de espíritus que estén a la altura de esos problemas, y de grandes
escritores?
No, no creo en la
cantinela de la decadencia, de la ausencia de escritores, de la esterilidad del
pensamiento, del horizonte cerrado y apagado.
Por el contrario,
creo que es pletórico. Y que no sufrimos de vacío, sino de tener demasiados
pocos recursos para pensar todo lo que pasa. Existe una abundancia de cosas
para saber: esenciales o terribles, o maravillosas, o divertidas, o minúsculas
y capitales a la vez. Y además hay una inmensa curiosidad, una necesidad, o un
deseo de saber. Nos lamentamos todo el tiempo de que los medios de comunicación
abarrotan la cabeza de la gente. Hay misantropía en esa idea. Por el contrario,
creo que la gente reacciona; más se la quiere convencer, más ellos se
interrogan. El espíritu no es una cera blanda. Es una sustancia reactiva. Y el
deseo de saber más, y mejor y otra cosa,
crece a medida que se nos quiere rellenar la cabeza.
Si se admite esto,
y se añade que se forma en la Universidad y en otros lugares una multitud de
personas que pueden servir de intercambiadores entre esta masa de cosas y esta
avidez de saber, se deducirá rápidamente que el desempleo de los estudiantes es
la cosa más absurda que hay. El problema es multiplicar los canales, las
pasarelas, los medios de información, las redes de televisión y de radio, los
periódicos.
La curiosidad es un
vicio que ha sido estigmatizado una y otra vez por el cristianismo, por la
filosofía e incluso por una cierta concepción de la ciencia. Curiosidad,
futilidad. Sin embargo, la palabra me gusta; me sugiere totalmente otra cosa:
evoca el “cuidado”; evoca la atención que se toma con aquello que existe y que
podría existir; un sentido agudizado de lo real pero que no se inmoviliza jamás
ante ello; una prontitud a encontrar extraño y singular lo que nos rodea; un
cierto empeño en deshacernos de nuestras familiaridades y en mirar de otro modo
las mismas cosas; un entusiasmo en captar lo que está sucediendo y lo que está
pasando; una desenvoltura al respecto de las jerarquías tradicionales entre lo
importante y lo esencial.
Sueño con una nueva
era de la curiosidad. Tenemos los medios técnicos; el deseo está ahí; las cosas
a saber son infinitas; las personas que pueden emplearse en ese trabajo
existen. ¿De qué se sufre? De demasiado poco: de canales estrechos, reducidos,
casi monopolísticos, insuficientes. No hay que adoptar una actitud
proteccionista, para impedir a la “malvada” información invadir y ahogar la
“buena”. Más bien es necesario multiplicar los caminos y las posibilidades de
idas y venidas. ¡Nada de colbertismo
en este dominio! Lo cual no quiere decir, como se cree a menudo, uniformización
y nivelación por lo abajo. Por el contrario, diferenciación y simultaneidad de
redes diferentes.
Imagino que a este nivel, los medios de comunicación y
la Universidad, en lugar de continuar oponiéndose, podrían ponerse a jugar papeles
complementarios.
Usted se acuerda de
la admirable palabra de Sylvain Lévi: la enseñanza es cuando se tiene un
oyente; en cuanto se tienen dos, es vulgarización. Los libros, la Universidad,
las revistas sabias, son también medios de comunicación. Sería necesario
cuidarse de llamar medio de comunicación a todo canal de información al que no
se pueda o no se quiera tener acceso. El problema es saber cómo hacer jugar las
diferencias; es saber si es necesario instaurar una zona reservada, un “parque
cultural” para las especies frágiles de sabios amenazados por los grandes
rapaces de la información, mientras que el resto del espacio será un gran
mercado para los productos de pacotilla. Un reparto así no me parece que se
corresponda con la realidad. Peor aún: no es en lo absoluto deseable. Para que
jueguen las diferenciaciones útiles, no hace falta que exista un reparto de esa
manera.
Arriesguémonos a hacer algunas proposiciones concretas.
Si todo va mal, ¿por dónde comenzar?
Pero no, no va todo
mal. En todo caso, creo que es necesario no confundir la crítica útil contra
las cosas con las lamentaciones repetitivas contra la gente. En cuanto a las
proposiciones concretas, ellas no pueden aparecer más que como artilugios, si
no se admiten de entrada algunos principios generales. Ante todo éste: que el
derecho a saber no debe estar reservado a una época de la vida y a unas ciertas
categorías de individuos; sino que se lo debe poder ejercer sin interrupción y
de múltiples formas.
¿No es ambiguo ese deseo de saber? En el fondo, ¿qué es
lo que la gente va a hacer con todo ese saber que va a adquirir? ¿Para qué le
podrá servir?
Una de las
funciones principales de la enseñanza era que la formación del individuo se
acompañara de la determinación de su lugar en la sociedad. Hoy en día, sería
necesario concebirla de tal manera que permita al individuo modificarse a su
agrado, lo cual no es posible salvo que la condición de la enseñanza sea una
posibilidad ofrecida “permanentemente”.
En suma, ¿usted está por una sociedad erudita?
Lo que digo es que
la conexión de la gente con la cultura debe ser incesante y también todo lo
polimorfa como sea posible. No debería haber, por un lado, esta formación que
se padece y, por el otro, esta información a la cual se está sometido.
¿Qué deviene en esta sociedad erudita la filosofía
eterna? ¿Hay aún necesidad de ella, de sus preguntas sin respuesta y de sus
silencios ante lo incognoscible?
La filosofía, ¿qué
es sino una manera de reflexionar, no tanto acerca de lo que es verdadero o lo
que es falso, sino sobre nuestra relación con la verdad? Nos quejamos a veces
de que no hay filosofía dominante en Francia. Tanto mejor. No hay filosofía
soberana, es verdad, sino filosofía o más bien filosofía en actividad. Es la
filosofía del movimiento por el cual, no sin esfuerzos y tanteos y sueños e
ilusiones, nos desatamos de aquello está establecido como verdadero y buscamos
otras reglas de juego. La filosofía es el desplazamiento y la transformación de
los cuadros de pensamiento, la modificación de los valores recibidos y todo el
trabajo que se hace para pensar de forma diferente, para hacer otra cosa, para
devenir otra cosa que lo que se es. Desde este punto de vista, es un período de
actividad filosófica más intensa que la de los últimos treinta años. La
interferencia entre el análisis, la investigación, la crítica “erudita” (savante) o “teórica” y los cambios en el
comportamiento, la conducta real de la gente, su manera de ser, su relación con
ellos mismos y los otros ha sido constante y considerable.
Decía hace un
instante que la filosofía era una manera de reflexionar sobre nuestra relación con
la verdad. Es necesario completar esto; es una manera de preguntarse: si ésta
es la relación que tenemos con la verdad, ¿cómo debemos comportarnos? Creo que
se ha hecho y en la actualidad se hace siempre un trabajo considerable y
múltiple, que modifica a la vez nuestro lazo con la verdad y nuestra manera de
comportarnos. Y eso implica una compleja conjunción entre toda una serie de búsquedas
y todo un conjunto de movimientos sociales. Es la vida misma de la filosofía.
Se comprende que
algunos se lamenten por el vacío actual y deseen, en el orden de las ideas, un
poco de monarquía. Pero aquellos que, una vez en la vida, encontraron un tono
nuevo, una nueva manera de mirar, una manera otra de hacer, creo que nunca
experimentarán el deseo de lamentarse que el mundo es un error, la historia,
atestada de inexistencias, y que es tiempo que los otros estén en silencio para
que finalmente no se oiga más el cascabel de sus reprobaciones…
Traducción:
Santiago Sburlatti
«Le philosophe masqué» (entrevista con C. Delacampagne, febrero
1980), Le Monde, Nº 10945, 6 abril 1980, Le Monde-Dimanche, pp. I et XVII. Traducido
de: http://1libertaire.free.fr/MFoucault189.html