El docente paracaidista: una figura escolar
Por Leandro
y Andrés
1. Caímos en la escuela.
En una
trayectoria laboral que galopa en lo precario –poca guita, muleo, hacer cosas
que no nos caben, escasos beneficios sociales- nos vemos hoy dando clase. El
dar clase es algo que encontramos más que un lugar buscado: a los tumbos,
cansados de habitar un espacio agotado, olfateamos la posibilidad y dimos el
salto. Y aterrizamos.
Como
paracaidistas sabemos que no cualquiera es un buen objetivo de caída. Hay
lugares más acogedores que otros. Los colegios privados con su flexibilidad
legal –llevar un currículum y no mucho más- es un sistema más poroso en su
recibimiento que la burocracia estatal, con trámites infinitos, cortocircuitos
permanentes y la quisquilles por “los títulos habilitantes”
Docentes
paracaidistas: legalmente posibilitados, si, pero no estrictamente preparados.
Con credenciales académicas pero con un paso fugaz –o nulo- por profesorados o
institutos de formación pedagógica, se da una caída abrupta en un terreno
inédito. ¿Qué es una planificación? ¿Cuáles son los criterios para corregir un
examen? ¿Cómo mido los contenidos por edad? ¿Qué le podes dar a un pibito de
12, 13 años para leer? Algunas preguntas posibles -y hay más.
Tenemos
la información sensible que portamos de nuestra época de alumnos (no tan lejana
en el tiempo). Pero es una memoria distorsionada. Pocas coordenadas para un
escenario novedoso, esta actualidad educativa muestra un cambio de pantalla
radical.
En lo
efectivo, como docentes paracaidistas estamos despojados de habilidades áulicas
e institucionales. Pero si en un plano es necesario marcarnos –y cocernos- con
los efectos de institución, en otro podemos ser puestos inmediatamente a
funcionar en la gestión de las aulas. ¿Por qué? Muy simple: como paracaidistas
nos ponemos la pilcha de un rol cuyos saberes para ocuparlo están
deshilachados. Nosotros no estamos capacitados dijimos; mucho no hubiera
servido. El paracaidista es un ignorante pero los demás también. Todos estamos
sin red en las escolaridades precarias y sin referencias a mano que expresa hoy
el mundillo escolar; tanto para los que se prepararon como para los que no.
Pero como paracaidista corremos con una ventaja. Veamos cual.
2- La ciudad precaria como profesorado
Nuestra
potencia como paracaidistas es nuestra inocencia práctica. Sin brújulas para la
acción áulica debemos inventarnos en nuestro propio devenir; la rutina se hace
aventura. Mientras para los demás en el terreno desconocido que es un aula se
transita haciendo que se hace, renegando que las cosas ya no son como antes,
nosotros estamos obligados a crear un escenario habitable (el paracaidista está
más cerca de un forastero, de un visitante extraño, que de un desertor que se
prepara para el éxodo de sí mismo).
Crudo en
las aulas por recién llegado, el docente paracaidista está curtido en el afuera
escolar. Su socialización es extra-escolar; en el mercado laboral precario en
el que se desplazo por varios años y en la calle. En sentido amplio, la calle
como economía de signos y afectos, como fábrica de imágenes que emplea para
gobernar un aula. La calle (“tener calle”) que sirve para surfear esa
sensibilidad cambiante del aula, para modular esos cuerpos que saltan afuera de
la subjetividades que los contienen, o que se diluyen por debajo.
El docente paracaidista percibe a
los alumnos como pibes y pibas (y a él como un oportunista, o como un
precarizado con suerte que rapiño un laburo posiblemente mejor a los otros
disponibles) que en mucho casos trata con imágenes de factoría callejera y
social (como sea, extra-escolares). Imágenes que importa al aula. Por eso tiene
un nivel de soportabilidad mayor frente a quilombos de aula; ruido-ambiente en
vez de silencio –tan anhelado por los docentes tradicionales- invasión de
celulares y mp3´s, contestaciones “irrespetuosas”, retrasos en entrega de
trabajos prácticos, tolerancia a las excusas por ausencias…
No
soporta por voluntad flexible, sino por no encontrar en este mundo nada
diferente a lo vivido en su pasaje por la precariedad laboral y por la calle
(que a veces es lo mismo). El docente paracaidista antes fue cadete, empleado
de atención al público, motoquero, encuestador,
mulo de todo tipo… ¿Cómo pedirle silencio a un pibe -o que apague el
celular a una piba- cuando no pudo hacerlo frente al monstruoso ruido,
indiferencia o violencia de la gran ciudad?, ¿Cómo pedir lo que ya no existe en
la vida precaria?
Un
docente no se hace en las aulas (ni en los marcajes de su formación previa).
Allí –o en las salas de profesores- es en donde adquiere los clichés necesarios
para su rol institucional (el trato con las autoridades, las palabras para
comunicarse con padres y madres de alumnos, la gestión de un acto, etc.). Los
saberes, los yeites, la información práctica la trae de afuera. Y ese saber
fundamental con el que contamos como paracaidistas es el de constituir en el
movimiento salvaje, de poder instituir en el remolino desbaratador de las
rutinas caóticas que atraviesan nuestra época. Célibe en las trayectorias del
mundo-escolar, el docente paracaidista es promiscuo en las andanzas por la
ciudad precaria.
Pero hay
otro saber importante con el cual contamos: un saber más de tipo sensible. No
tenemos mucha idea de cómo interpelar a un alumno desde los cánones de la
didáctica, es verdad, pero no les tenemos bronca. No somos antipibe. Para
muchos docentes pareciera que ya hay una brecha afectiva con los pibes que hacen
de alumnos: lejos de ser un par como que representan algo exterior a su
cartografía sensible que se manifiesta como amenazante. Y por más que acumulen
cursos, carreras, años de recorrido y experiencia, son ignorantes de la otredad
constitutiva de uno mismo que expresan los alumnos como personas en sí mismas.
3- Excepción y cinismo
Un
paracaidista por necesidad no puede ser cauteloso. A veces, hay situaciones en
las que se fuerza un fuera de rol, y se encuentran docentes y alumnos
moviéndose en estados de excepción áulicos. Son esos momentos de conexión
copada que se retrotraen al lugar común docente alumno. Hablando con unos pibes
me dicen: “No boludo… Uuuh! Diculpe…” ¿Qué dicen esos lapsus? ¿Por qué caretear
esos gestos si en cualquier otro lado nos hablaríamos así? En estos márgenes de
lo institucional-escolar (márgenes que en verdad conforman la realidad escolar
cotidiana) el docente paracaidista se siente jugando de local; bardeadas a un
alumno, cargadas futboleras, lenguaje informal a pleno, aceptación de una
gastada o un trato amistoso (de par). Estado de fuera de rol que, codificado
por el discurso del docente clásico, devendría en actas disciplinarias para el
alumno o en sumarios para el docente. En estos momentos de empate hegemónico (y
no de dominio de docentes o de alumnos) se visibiliza ese cinismo escolar: los
docentes paracaidistas no son lo que imaginan las autoridades y las familias,
pero los alumnos tampoco.
A
veces, el docente paracaidista actúa
como un cínico en un sentido opuesto;
percibe al desnudo las reglas que organizan la acción áulica, y no se
las creé del todo, pero sabe que debe operar en esa ficción con la
teatralización del como sí. Corrientes de fuerzas que nos empujan a atrincherarnos
en una función que no nos cabe pero que estamos obligados a encarnar: quilombo
en el aula, pibes que se quejan, la demanda de intervenir como
profesores-gendarmes (“Vení, mirá lo que me hizo… Hace algo!”).
A pesar
de la incomodidad que provocan estas secuencias, del talento de armar esa
ficción depende el sueldo a fin de mes. Por eso, una desafección muchas veces
potente, puede volverse peligrosa para el futuro laboral (uy, me zarpe), y de
ese equilibrio depende nuestro éxito. Mientras tanto –está convencido, quizás
por las huellas profundas de la precariedad- que esto es pasajero- no siente
pánico moral por el comportamiento de los pibes o pibas, no carga con la culpa
de una generación-adulta (¡Que hicimos con nuestros hijos!), y no se siente
responsable por la seguridad de nadie (menos que menos por la de él mismo).
Conclusión:
como paracaidistas caímos en la escuela. Con escasos saberes genuinamente
escolares, portamos la habilidad de armar condiciones de posibilidad para. Pero
en la escuela ese para es la gestión áulica, para la cual por un lado no
estamos muy curtidos, pero al mismo tiempo, los saberes que alguna vez
funcionaron ahí hoy descarrilan. Nosotros como paracaidistas tenemos dos
opciones: o incorporamos frenéticamente los berretines educativos heredados –lo
cual tampoco sirve de mucho- o nos dedicamos a crear otra cosa, explorando,
tanteando, y dispuestos a ver qué onda.