Las protestas en Brasil y la representación colectiva
por Bruno Lima Rocha
Porto Alegre, Goiânia, San Pablo y
Río de Janeiro son capitales con algo en común, las protestas sociales. Estos
centros metropolitanos están pasando por un momento contradictorio. Por un lado
el orgullo en torno a la realización de la copa del mundo abre precedentes para
los discursos modernizadores, y de cajón para la asunción de discursos de
valoración urbana, que afianzan los derechos de la ciudad. Por otro, las
protestas recientes contra el aumento de los pasajes de autobús revela un
sector de la población consciente de estos derechos y queriendo subordinar los
contratos con las empresas concesionarias al poder otorgante. Considerando que
la escalada de movilizaciones no estaba prevista en la víspera de la Copa de
Confederaciones de fútbol, los gestores de estos municipios –y los respectivos
gobiernos estatales– acabaron endureciendo el brazo represor.
La última
década fue de profunda transformación en la sociedad brasilera. Se vive mejor,
tenemos consumo accesible –casi suntuoso– oferta masiva de créditos y visibles avances
materiales en las condiciones de vida. La versión nada agradable de este avance
es el cogobierno entre casi todas las fuerzas políticas, saliendo victorioso
ideológicamente el Consenso de Brasilia, como es referido en la literatura
política y de relaciones internacionales, la suma de ortodoxia macroeconómica
con el peso puesto en la generación de empleo directo y el fortalecimiento del
mercado interno. Tal Consenso genera acomodación de fuerzas sociales y poco o
ningún espacio para la política institucional más a la izquierda. En períodos
de reflujo, nos queda el Internet. Se protesta mucho a través de las redes
sociales en Brasil y esta opinión encuentra eco en los poderes de facto. La
consecuencia es la canalización de estas demandas legítimas, colocando contra
la pared al Brasil moderno e inclusivo que se quiere vender hacia fuera.
Nada es más
universal que el transporte colectivo en metrópolis totalmente congestionadas
por la expansión del automóvil individual. Al enfrentar los márgenes de lucro
de las concesionarias de autobús, los manifestantes afirman que el derecho de
movilidad debe subordinar a los intereses empresariales del sector. Como casi
siempre, cualquier Poder Ejecutivo está del lado de los empresarios, alegando
el riesgo sistémico o la quiebra de ese sector de la economía. De ahí que
apelar a la represión desenfrenada es siempre una opción. El nivel de violencia
es el reflejo de esta escogencia de los ejecutivos municipales. Considerando
que el control urbano aumenta en períodos de grandes eventos deportivos, se
concluye que los episodios como éstos tenderán a repetirse.
Quien organiza esta cultura política del conflicto
Síndrome de la
profecía anunciada, los episodios de la noche del lunes 17 de junio deberían
haber ocurrido en el año 2005, en el auge del desencanto con el escándalo Mensalão. En
el año siguiente poco antes de la Copa de 2006, tuvimos una gota del evento
cuando el MLST entró en forma abrupta al “muy noble y valeroso” Congreso
Nacional, cuyo actual presidente de la Cámara Baja “no sabe la motivación de estas personas”. La semana pasada cuando
las protestas por el derecho a la movilidad urbana se nacionalizaron, después
de la victoria parcial lograda en Porto Alegre, afirmé que estas luchas
traspasaban al Consenso de Brasilia y que materializaban años de trabajo
acumulado por agrupaciones políticas de izquierda, catapultadas por las redes
sociales. No dio para más.
La
representación colectiva tiene dos grandes motivaciones. La primera de ellas es
el peso de la ideología anarquista. Al contrario de lo que se afirma en red
nacional, a pesar del silencio de buena parte de los grandes medios, el
conjunto de ideas que orienta estos actos es de base libertaria y tiene la
incidencia directa del anarquismo, tanto en su forma más difusa como en la
orgánica vinculada a la Coordinación Anarquista Brasilera (CAB). Son la
presencia de este conjunto de ideas y formas de acción las que alimentan el
repudio a la presencia de banderas político-electorales, mismo aun de partidos
más a la izquierda como el PSTU y el PSOL. La tesis anarquista es simple:
fortalecer a las entidades de base y a las redes de movimientos populares. A
partir de la fuerza de estas colectividades ir a conquistar derechos,
disminuyendo el margen de actuación de empresarios y gobiernos.
Otra
motivación para el repudio a la presencia de banderas político-electorales es
la relación directa de éstas con el llamado oportunismo. La paranoia está
suelta y basta leer los medios de Internet más vinculados al gobierno de Dilma
para ver que circula en el aire un discurso de “golpe electoral”. Una
preocupación más probable es que en el pleito de 2014, legítimamente surjan
candidatos de izquierda tomando como bandera su participación en estos actos.
El problema –para quien escoja la vía electoral– es que la mayor parte de los
activistas que ocupan las calles de capitales y ciudades de mediano tamaño del
país, repudian esta forma de capital político. Luego, llevar banderas rojas o
amarillas, asociadas a una sigla electoral, es hoy una actividad mal vista.
Delante de
este universo de actitudes políticas, es casi inevitable el ataque a los
símbolos de los poderes constituidos, sean estos estatales o privados. El
avance de este movimiento puede solidificar otra forma de hacer política en el
país.