Hipótesis contra-fáctica
por Juan Pablo Maccia
Imaginemos
que a estas horas el intendente de Tigre, Sergio Massa, se reúne con su par
Mauricio Macri para ultimar detalles. Los tiempos políticos se aceleran. De los
cinco campos de batalla disponibles se avanza sobre tres: lo mediático, lo
jurídico y lo electoral. La cosa no estalla aún del todo en la economía ni
desborda a las calles.
Imaginemos
que la decisión de declarar inconstitucional la elección en primarias de los
miembros del Concejo de la Magistratura (que no importa tanto en relación a la
intrascendente “democratización de la justicia”, pero que sí impacta en la
táctica electoral del Frente para la Victoria, que cuenta con esa lista para
nacionalizar una elección en la que no tiene candidatos locales convincentes)
queda en firme.
Imaginemos
el inminente anuncio de la candidatura de Sergio Massa, retoño liberal, crecido
en las tierras más fértiles del peronismo menemista y duhaldista, con un armado
bien tejido alrededor suyo.
Imaginemos,
en fin, que cae la máscara con la cual se logró durante estos años que el PJ
gobierne en nuestro nombre, ¿tal cosa sería admisible por nosotros?, ¿qué
haríamos ante una situación como esta?
¿Y
qué nos quedaría? ¿Rezar para que Scioli sea leal a la presidenta? ¿La
candidatura presidencial de Scioli?, ¿Scioli contra la derecha? ¿Scioli, de
nuevo, como héroe salvador?
Si
así fuera –y sé bien que nada es tan así y que esto no más que literatura-
habría que admitir que nos hemos equivocado todos. Quienes no se adentraron en Unidos y Organizados, por obnubilados.
Quienes sí lo hicimos por ausencia de iniciativa propia. Y la jefa (y los
jefecitos) por confiar en exceso en las virtudes del encuadramiento y la
conspiración.
Sin
candidatos locales de peso, precisamos a la presidenta. Sólo ella puede
indicarnos en esta hora eventual cómo sigue esta lucha. Precisamos saber en
quién(es) hemos de confiar. Si es ella, que sea y, si no, ¿en quién? Al héroe
colectivo se le caen las bolas al suelo de sólo imaginar al danielnauta.
¿Ante
un escenario así, como no habríamos de preguntarnos si no hemos cometido
errores? Quizás el más grande de ellos fuera –llegado el caso de asumirlos- el
haber pasado de la “fobia” al “amor” por estado, sin estaciones. No supimos
desconfiar. Pasamos del escepticismo a la credulidad sin mediación alguna.
Hemos
chocado dos veces con la misma piedra. No hemos reparado ni entonces ni ahora
en que no existe un concepto llamado Estado
más allá de los estados empíricamente existentes. Y estos son heterogéneos y
cambiantes. Existen, sí, las coyunturas, las formas estatales concretas, procesos
y estructuras. Nada del orden trascendente o de la salvación.
Luchar
contra el estado neoliberal no suponía desconocer la importancia del orden
institucional. Construir el estado postneoliberal no suponía “amar al estado”.
La estatalidad, si a ella íbamos a entregarnos, era ya síntesis burguesa de las
diferencias. En su regazo solo se alimenta la separación organizada, los
mercados más o menos asistidos, las justificaciones más o menos progresistas de
la desigualdad.
Éste,
nuestro error, vale por dos. No haber confiado más en la promoción de
dirigentes provenientes del movimiento social, con potencia política (y
electoral) propia; haber llevado el proceso político al choque con la
legalidad. Se trata de dos caras de una misma subordinación de la irrupción
democrática del 2001 al sistema político como representación y al juego
institucional como contrato social.