Sobre Foucault: entrevista a Toni Negri
Pregunta 1: ¿Los análisis
de Foucault mantienen su actualidad para comprender el movimiento de las
sociedades? ¿En qué terrenos le parece que deberían ser renovados, reajustados,
prolongados?
Respuesta 1: La obra de Foucault es una extraña máquina; en
realidad, no permite pensar la historia más que como historia presente.
Probablemente, una buena parte de lo que Foucault escribió (Deleuze lo subrayó
muy acertadamente) debería hoy ser reescrito. Lo que resulta asombroso –y
conmovedor- es que en ningún momento cese de buscar; hace aproximaciones,
deconstruye, formula hipótesis, imagina, construye analogías y cuenta fábulas,
lanza conceptos, los retira o los modifica… Es un pensamiento de una inventiva
formidable. Pero esto no es lo esencial; yo creo que lo fundamental es su
método, porque éste le permite estudiar y a la vez describir el movimiento del
pasado al presente y del presente al porvenir. Es un método de transición del
cual el presente representa el centro. Foucault está ahí, en ese hueco, ni en
el pasado, del que hace la arqueología, ni en el futuro, del que a veces esboza
la imagen –“como en los límites del mar, un rostro sobre la arena”-. Es a
partir del presente como resulta posible distinguir los demás tiempos. A menudo
se le ha reprochado a Foucault la legitimidad científica de sus
periodizaciones; es comprensible la actitud de los historiadores, pero al mismo
tiempo me gustaría decir que no se trata de un verdadero problema: Foucault se
encuentra allá donde se instale la problemática, y esto partiendo siempre de su
propio tiempo.
El análisis histórico se convierte, con Foucault, en una acción;
el conocimiento del pasado, en una genealogía; la perspectiva futura, en un
dispositivo. Para quienes proceden del marxismo militante de los años 60 (y no
de las tradiciones dogmáticas caricaturescas de la Segunda y la Tercera
Internacional), el punto de vista de Foucault se percibe, de forma natural,
como absolutamente legítimo; se corresponde con la percepción del
acontecimiento, de las luchas, y de la alegría de arriesgarse fuera de toda
necesidad y de toda teleología preestablecida. En el pensamiento de Foucault,
el marxismo queda completamente desmantelado, ya sea desde el punto de vista del
análisis de las relaciones de poder o de la teleología histórica, del rechazo
del historicismo o de cierto positivismo; pero, al mismo tiempo, el marxismo se
ve también reinventado y remodelado desde el punto de vista de los movimientos
y de las luchas, es decir, desde el punto de vista, en realidad, de los sujetos
de tales movimientos y tales luchas: porque conocer es producir
subjetividad.
Pero antes de seguir avanzando, me gustaría volver atrás por un
instante. Es habitual distinguir tres Foucault: hasta finales de los años 60,
Foucault estudia la aparición del discurso de las ciencias humanas, es decir,
de lo que llama una arqueología del saber y, al mismo tiempo, de su economía
después de tres siglos, y lleva a cabo una gran lectura de la modernidad
occidental a través del concepto de episteme; más tarde, en los años 70, vienen
las investigaciones sobre las relaciones entre los saberes y los poderes, sobre
la aparición de las disciplinas, del control y de los biopoderes, de la norma y
de la biopolítica, es decir, una analítica general del poder y, al mismo
tiempo, la tentativa de hacer la historia del desarrollo del concepto de
soberanía desde su aparición en el pensamiento político hasta nuestros días; y
finalmente, en los años 80, el análisis de los procesos de subjetivación bajo
la doble perspectiva de la relación estética con uno mismo y de la relación
política con los otros –aunque, sin duda, en este caso se trata de la misma
indagación: el cruce entre la estética de uno mismo y la preocupación política
es lo que también se llama ética-.
En realidad, no sé si podemos distinguir tres Foucault, ni
siquiera dos, pues antes de la publicación de Dichos y Escritos y de los cursos
en el Collège de France, se tendía a no tener verdaderamente en consideración
al último Foucault. Me parece, en efecto, que los tres temas sobre los que se
centró la atención foucaultiana son perfectamente continuos y coherentes;
coherentes en el sentido de que forman una producción teórica unitaria y
continua.
Lo que cambia es, probablemente, la especificidad de las
condiciones históricas y de las necesidades políticas a las que Foucault se
enfrentaba y que determinan de forma absoluta los campos por los que se
interesa. Desde este punto de vista, asumir la perspectiva foucaultiana
consiste también –se lo digo con mis propias palabras; sólo espero que también
hubieran podido ser las de Foucault- poner un estilo de pensamiento (ese que
reconocemos en la genealogía del presente, ese que no deja de reactivarse
cuando habla de producción de las subjetividades) en contacto con una situación
histórica dada. Y dicha situación histórica es una realidad histórica de las
relaciones de poder. Foucault lo repite a menudo cuando habla de su pasión por
los archivos y del hecho de que la emoción de su lectura procede de que nos
narran fragmentos de existencia: la existencia, pasada o presente, ofrecida en
papeles amarillentos o vivida día a día, es siempre un encuentro con el poder;
no es más que eso, pero es algo enorme.
Cuando Foucault se pone a trabajar sobre la transición de finales
del siglo XVIII a comienzos del XIX –es decir, a partir de Vigilar y Castigar-,
se encuentra frente a una dimensión específica de las relaciones de poder, de
los dispositivos y estrategias que éste implica, es decir, en realidad frente a
un tipo de relaciones de poder totalmente articuladas sobre el desarrollo del
capitalismo. Éste exige un control total de la vida en la medida en que la
constitución de una fuerza de trabajo, por un lado, y las exigencias de la
rentabilidad de la producción, por otro, lo demandan. El poder se convertía en
biopoder. Ahora, si bien es verdad que Foucault utiliza a continuación el
modelo de los biopoderes para tratar de hacer una ontología del presente, se
buscarán en vano, en los análisis consagrados al desarrollo del capitalismo, la
determinación del paso del Welfare-State a su crisis, de la organización
fordista a la organización posfordista del trabajo, de los principios
keynesianos a los de la teoría neoliberal de la macroeconomía. Pero es verdad
también que en esta sencilla definición de la transición del régimen de la
disciplina al de control, a comienzos del siglo XIX, ya se puede comprender que
lo posmoderno no representa una retirada del Estado con respecto al dominio sobre
el trabajo social, sino un perfeccionamiento de su control sobre la vida.
En Foucault, uno encuentra, en realidad, esta intuición
desarrollada por todas partes, como si el análisis de la transición a la era
post-industrial constituyese un elemento central de su pensamiento, cuando lo
cierto es que nunca habla de ello directamente. El proyecto de una genealogía
del presente, que estructura por completo su relación con el pasado desde
comienzos de los años 70, y la idea de una producción de subjetividad, que
permite, desde el interior del poder, tanto modificar y quebrar su
funcionamiento como crear subjetividades nuevas, son impensables al margen de
la determinación material de dicho presente y la transición que ha encarnado en
él. El paso de la definición de lo político moderno a la de lo biopolítico
posmoderno, he aquí lo que –a mi parecer- Foucault intuyó de forma
extraordinaria.
En Foucault, el concepto de lo político –y el concepto de la
acción en un contexto biopolítico- difieren radicalmente tanto de las
conclusiones de Max Weber y sus epígonos del siglo diecinueve como de las
concepciones modernas del poder (Kelsen, Schmitt, etc.). Foucault fue
probablemente sensible a sus tesis, pero tengo la impresión de que, a partir
del 68, el marco cambia radicalmente y Foucault no puede dejar de tenerlo en
cuenta. Para nosotros que continuamos utilizando a Foucault a su pesar, más
allá de él mismo –y es un regalo el que nos hizo de una generosidad
extraordinaria; Foucault fue un hombre de pensamiento generoso, es demasiado
raro para que se insista lo suficiente-, no hay nada que renovar ni que
corregir en sus teorizaciones: basta con prolongar sus intuiciones sobre la
producción de subjetividad y sus implicaciones.
Cuando Foucault, Guattari y Deleuze apoyan, por ejemplo, las
luchas sobre la cuestión carcelaria en los años 70 construyen una nueva
relación entre el saber y el poder: tal relación no concierne solamente a la
situación en las prisiones, sino al conjunto de situaciones en las que pueden
desarrollarse, conforme al mismo modelo, espacios de libertad, pequeñas
estrategias de torsión del poder desde el interior del poder mismo, la
reconquista de la propia subjetividad individual y colectiva, la invención de
nuevas formas de comunidad, de vida y de lucha; en una palabra: lo que nosotros
llamamos subversión. Foucault no es grande solamente por la notable analítica
del poder que llevó a cabo, por sus fulgores metodológicos, o por la manera
inédita en que entremezclo la filosofía, la historia y la preocupación por el
presente. Foucault nos deja intuiciones cuya validez no cesamos de constatar;
en particular, redefinió el espacio de las luchas políticas y sociales y la
figura de los sujetos revolucionarios con respecto al marxismo “clásico”: la
revolución, para Foucault, no es –o, en todo caso, no es sólo- una perspectiva
de liberación; es una práctica de libertad. Es producirse a uno mismo y con los
otros en las luchas; es innovar, inventar lenguajes y redes; es producir,
reapropiarse del valor del trabajo vivo. Es volar el capitalismo desde su
interior.
Pregunta 2: ¿No le parece
que asistimos a una cierta marginación de Foucault por parte de la mayoría de
las corrientes que afirman querer retomar la crítica social y política en
Francia? ¿Qué ocurre en el resto de Europa (en Italia, por ejemplo) y en los
Estados Unidos?
Respuesta 2: Los medios académicos detestan a Foucault. Creo que
se le marginó ya en los años 60; después, vino la promoción en el Collège de
France para aislarlo aún mejor –y no solamente porque la Universidad no perdona
el éxito a los intelectuales-. El positivismo sociológico a lo Bourdieu ha
resultado sin duda muy fecundo, pero no ha sido capaz de asimilar el
pensamiento foucaultiano, del que ha denunciado su subjetivismo. Ahora bien,
evidentemente no hay subjetivismo en Foucault. Bourdieu, probablemente, se dio
cuenta en sus últimos años.
Lo que Foucault refuta siempre, en todos los rincones de su obra,
es el trascendentalismo, las filosofías de la historia que no aceptan poner en
juego todas las determinaciones de lo real frente a la red y al conflicto de
las potencias subjetivas. Por trascendentalismo, en suma, entiendo todas las
concepciones de la sociedad que pretenden poder evaluarla o manipularla desde
un punto de vista externo, autoritario. No, tal cosa no es posible. El único
método que nos permite el acceso a lo social es el de la inmanencia absoluta,
el de la invención continua de la producción del sentido y de los dispositivos
de acción. Como otros autores importantes de su generación, Foucault ajusta las
cuentas con todas las reminiscencias del estructuralismo; es decir, con la
fijación trascendental de las categorías epistemológicas que ésta prescribe
(hoy en día, este error se reproduce con una cierta renovación del naturalismo,
en funcionamiento en la filosofía y en las ciencias sociales…).
Y luego, en Francia, Foucault es rechazado porque, desde el punto
de vista de la crítica, no se inscribe en las mitologías de la tradición
republicana: no hay nadie más alejado que él del soberanismo, aunque sea
jacobino; de la laicidad unilateral, aunque sea igualitaria; del
tradicionalismo en la concepción de la familia y de la demografía patriótica,
aunque sea integradora, etc. Pero, entonces, ¿la metodología de Foucault no se
reduce a una posición relativista, escéptica; es decir, a la degradación de una
concepción idealista de la historia? No, de nuevo no. El pensamiento de
Foucault propone fundar la posibilidad de la subversión –el término es más mío
que suyo; Foucault hablaría de “resistencia”- mediante un liberación total con
respecto a la tradición moderna del Estado-nación y del socialismo. Una
propuesta que es del todo distinta de la del escéptico o el relativista; una
propuesta que, por el contrario, se construye sobre la exaltación de la
Aufklärung, de la reinvención del hombre y de su potencia democrática, después
de que todas las ilusiones del progreso y de la reconstrucción común hayan sido
traicionadas por la dialéctica totalitaria de lo moderno. En suma, Foucault
podría apropiarse de la frase del joven Descartes: Larvatus prodeo, “camino enmascarado”.
Cada uno de nosotros debe –creo yo- admitir lo siguiente: el
nacional-socialismo es un puro producto de la dialéctica de lo moderno.
Liberarse de él significa ir más lejos. La Aufklärung, nos recuerda Foucault,
no es la exaltación utópica de las luces de la razón; al contrario, es la
des-utopía, es la lucha cotidiana en torno al acontecimiento, es la
construcción de la política a partir de la problematización del “aquí y ahora”,
de los temas de la emancipación y la libertad. La batalla de Foucault en torno
a la cuestión de las prisiones, llevada a cabo con el GIP a comienzos de los
años 70, ¿le parece a usted relativista o escéptica? ¿O la toma de posición en
apoyo de los autónomos italianos en el momento más difícil de la represión y
del compromiso histórico en Italia?
En Francia, Foucault ha sido a menudo víctima de la lectura que
hacían de él sus amigos, sus alumnos y sus colaboradores. El anticomunismo ha
desempeñado aquí un papel crucial. Se ha presentado la ruptura metodológica con
el materialismo y el colectivismo como una reivindicación del individualismo
neoliberal. Cuando deconstruía las categorías del materialismo dialéctico,
Foucault era muy apreciado; pero también reconstruía las del materialismo
histórico, y eso ya no valía. Y cuando la lectura de los dispositivos y el
trabajo sobre la ontología crítica del presente hacen referencia a la libertad
de las multitudes, a la construcción de bienes comunes, al desprecio por el
neoliberalismo, entonces sus alumnos se retiran. Tal vez Foucault murió en buen
momento.
En Italia, en Estados Unidos, en Alemania, en España, en América
Latina y ahora, cada vez más, en Gran Bretaña, no hemos conocido este perverso
juego parisino que se ha puesto en marcha para marginar a Foucault de la escena
intelectual. Foucault no ha pasado por la criba asesina de las querellas
ideológicas de la intelligentsia francesa; se le ha leído en función de lo que
dijo. La analogía con respecto a las tendencias de renovación del pensamiento
marxista de finales de los años 70 también se ha considerado a menudo
fundamental. Sin embargo, no sólo se reconoce la coincidencia cronológica: se
trata, más bien, de la sensación de que el pensamiento foucaultiano ha de
comprenderse en medio de toda una serie de tentativas –prácticas o teóricas- de
emancipación y de liberación, en un enmarañamiento de preocupaciones
epistemológicas y perspectivas ético-políticas que implica una crítica violenta
de los partidos, de la lectura de la historia y de los sujetos que en ella se
reconocen. Creo que los obreristas europeos y las feministas americanas, por
ejemplo, han encontrado en Foucault numerosas pistas para la investigación y,
sobre todo, la incitación a transformar sus metalenguajes en una lengua común,
tal vez universal, para el mundo que viene, o en todo caso para el siglo que
viene.
Pregunta 3: Michael Hardt y
usted mismo escriben, en Imperio, que “el contexto biopolítico del nuevo
paradigma es absolutamente central para nuestro análisis”. ¿Puede explicarnos
el vínculo, que no tiene nada de inmediatamente evidente, entre las nuevas
formas de poder imperial y el “biopoder”?
Pregunta 4: Su deuda con
respecto a Michel Foucault, de la que da fe a menudo, no está exenta de ciertas
críticas. Así, escribe usted que Foucault no consiguió aprehender “la dinámica
real de la producción en la sociedad biopolítica”? ¿Qué quiere decir con esto?
¿Hay que deducir de aquí que los análisis foucaultianos conducirían a una
suerte de callejón sin salida político?
Respuestas 3 y 4: Partiendo de estas dos cuestiones, quisiera
tratar de esclarecer lo que, en Imperio, Michael Hardt y yo hemos tomado en
préstamo a Foucault y aquello a propósito de lo cual hemos, por el contrario,
hecho ciertas críticas. Al hablar de imperio, no solamente hemos tratado de
identificar una nueva forma de soberanía global diferente de la forma del
Estado-nación; hemos tratado de captar las causas materiales, políticas y
económicas de tal desarrollo y, al mismo tiempo, de definir el nuevo tejido de
contradicciones que necesariamente encierra. Para nosotros, desde un punto de
vista marxiano, el desarrollo del capitalismo (incluida la forma extremadamente
desarrollada del mercado mundial) echa raíz en las transformaciones, así como
en las contradicciones, de la explotación del trabajo. Son las luchas de los
trabajadores las que transforman las instituciones políticas y las formas de
poder del capital. El proceso que ha conducido a la afirmación de la hegemonía
de la regla imperial no es una excepción: después de 1968, después de la gran
rebelión de los trabajadores asalariados en los países desarrollados y de los
pueblos colonizados en el tercer mundo, el capital ya no puede (en el terreno
económico y monetario, militar y cultural) controlar y contener los flujos de
la fuerza de trabajo dentro de los límites del Estado-nación. El nuevo orden
mundial corresponde a la exigencia de un nuevo orden en el mundo del trabajo.
La respuesta del capitalismo toma forma en diferentes niveles, pero el de la
organización tecnológica de los procesos de trabajo es fundamental.
Se trata, en efecto, de la automatización de la industria y de la
informatización de la sociedad: la economía política del capital y la
organización de la explotación comienzan a desarrollarse cada vez más a través
del trabajo inmaterial, la acumulación concierne a las dimensiones
intelectuales y cognitivas del trabajo, a su movilidad espacial y a su
flexibilidad temporal. La sociedad entera y la vida de los hombres se
convierten así en objeto de un nuevo interés por parte del poder. Marx había
previsto perfectamente (en los Grundrisse y en El Capital) tal desarrollo, al
que él llamaba “subsunción real de la sociedad en el capital”. Foucault
comprendió –creo yo- este paso histórico, puesto que, por su parte, describió
la genealogía del control de la vida – tanto de la vida individual como de la
vida social- por el poder. Pero la subsunción de la sociedad en el capital (así
como la aparición de los biopoderes) es mucho más frágil de lo que creemos, y,
en particular, mucho más frágil de lo que el capital mismo cree, o de lo que el
objetivismo de los epígonos marxistas (como la Escuela de Francfort, por
ejemplo) quiere reconocer.
En realidad, la subsunción real de la sociedad (es decir, del
trabajo social) en el capital generaliza la contradicción de la explotación a
todos los niveles de la sociedad misma, del mismo modo que la extensión de los
biopoderes abre la puerta a una respuesta biopolítica de la sociedad: no ya los
poderes sobre la vida, sino la potencia de la vida como respuesta a tales
poderes; en suma, esto abre la puerta a la insurrección y a la proliferación de
la libertad, a la producción de subjetividad y a la invención de nuevas formas
de lucha. Cuando el capital se adueña de la vida entera, la vida se revela como
resistencia. Es, pues, en este punto en el que los análisis foucaultianos de la
transformación de los biopoderes en biopolítica han influido en los nuestros
sobre la génesis del imperio: en suma, cuando las nuevas formas del trabajo y
de las luchas, producidas por la transformación del trabajo material en trabajo
inmaterial, se revelan como productoras de subjetividad.
Con todo, no sé si Foucault estaría totalmente de acuerdo con
nuestros análisis -¡yo espero que sí!-; porque producir subjetividad, para
Michael Hardt y para mí, es en realidad hallarse en una metamorfosis que
conduce al comunismo. En otros términos, pienso que la nueva condición imperial
en la que vivimos (y las condiciones sociopolíticas en las que construimos
nuestro trabajo, nuestros lenguajes y, en consecuencia, a nosotros mismos) pone
en el centro del contexto biopolítico lo que nosotros llamamos lo común: no lo
privado o lo público, no lo individual o lo social, sino lo que, todos juntos,
construimos para asegurar al hombre la posibilidad de producirse y
reproducirse. En lo común, nada de lo que constituía nuestras singularidades
queda suspendido o borrado: simplemente, las singularidades se articulan las
unas con las otras para obtener un “agenciamiento” –el término es de Deleuze-
en el que cada potencia se ve multiplicada por la de los otros, y en la que
cada creación es también inmediatamente la de los otros.
La vías que unen la revisión creativa del marxismo (a la que nos
adherimos) con las concepciones revolucionarias de lo biopolítico y de la
producción de la subjetividad elaboradas por Foucault son –creo yo- muy
numerosas.
Pregunta 5: Las dos últimas obras de Foucault sobre los modos de
la subjetivación parecen haber atraído menos su atención. ¿La construcción de
una ética y de estilos de vida ajenos o resistentes al biopoder es una vía
demasiado alejada de lo que ustedes proponen (la figura del militante
comunista)? ¿O bien existen posibilidades de un acuerdo más profundo que
nosotros no hemos percibido?
Respuesta 5: Las últimas obras de Foucault han tenido una gran
influencia sobre mí; creo que lo que acabo de decirle a propósito de Imperio lo
muestra con claridad. Permítame que le cuente un recuerdo un tanto curioso: a
mediados de los años 70 escribí un artículo sobre Foucault en Italia –sobre eso
que hoy se llama el “primer Foucault”, el Foucault de la arqueología de las
ciencias humanas-. Trataba de señalar los límites de ese tipo de indagación y
esperaba una especie de paso hacia delante, una insistencia más fuerte sobre la
producción de subjetividad. En aquella época, yo mismo estaba intentado salir
de un marxismo que, sin bien resultaba profundamente innovador en el terreno
teórico –puesto que se preguntaba si era factible un “Marx más allá de Marx”-,
presentaba en cambio, en el terreno de la práctica militante, el riesgo de
terribles errores.
Quiero decir con esto que, en los años de lucha apasionada que
siguieron a 1968, en la situación de feroz represión que los gobiernos de
derecha ejercieron contra los movimientos sociales de protesta, muchos de
nosotros corrimos el peligro de una deriva terrorista y algunos cedieron a
ella. Pero, tras este extremismo, estaba siempre la convicción de que el poder
era uno y solamente uno, de que el biopoder convertía a la derecha y a la
izquierda en algo idéntico, que sólo el partido podía salvarnos –y si no el
partido, las vanguardias armadas estructuradas como pequeños partidos en
versión militar, en la gran tradición de los “partisanos” de la Segunda Guerra
Mundial-. Nosotros comprendimos que esa deriva militar era algo de lo que los
movimientos no se recuperarían; y que no sólo se trataba de una elección
humanamente insostenible, sino de un suicidio político. Foucault, y junto a él,
Deleuze y Guattari, nos pusieron en guardia contra dicha deriva. A este
respecto, eran ellos los auténticos revolucionarios: cuando criticaban el
estalinismo o las prácticas del “socialismo real”, no lo hacían de manera
hipócrita y farisaica, como los “nuevos filósofos” del liberalismo; trataban de
hallar el medio de afirmar una nueva potencia del proletariado contra el
biopoder del capitalismo.
La resistencia al biopoder y la construcción de nuevos estilos de
vida no están, pues, alejados del militantismo comunista, si se acepta pensar
que el militantismo es una práctica común de libertad y que el comunismo es la
producción de lo común. Como en Imperio, la figura del militante comunista no
se toma en préstamo de un viejo modelo. Al contrario, se presenta como un nuevo
tipo de subjetividad política que se construye a partir de la producción
(ontológica y subjetiva) de las luchas por la liberación del trabajo y por una
sociedad más justa.
Para nosotros, pero creo que también para los movimientos sociales
de hoy en día, la importancia de las últimas obras de Foucault es, en
consecuencia, excepcional. La genealogía pierde aquí todo carácter especulativo
y deviene política –una ontología crítica de nosotros mismos-, la epistemología
es “constitutiva”, la ética asume dimensiones “transformadoras”. Pero no se
trata de un nuevo humanismo; o, más exactamente, se trata de reinventar al
hombre en el seno de una nueva ontología: así, sobre las ruinas de la
teleología moderna, recuperamos un telos materialista.