Antisemitismo (una polémica con Juan Pablo Maccia)

por Marcelo Laponia


Dejo sentada mi preocupación por cierto énfasis antisemita del último texto del querido Juan Pablo Maccia. No entro en las consideraciones sobre el kirchnerismo –que no comparto para nada. La frase que me mueve a polémica es la siguiente: “Algo debemos estar haciendo mal, intuyo, cuando la única literatura política con pretensiones estratégicas que recibo, convaleciente, en mi cristiana Santa Fe llevan la firma de José Pablo Feinmann, Hernán Brienza o de Ricardo Foster: egocentrismo, cinismo, filisteísmo rabínico. No son, le digo a la embelesada Lau, los mejores perfiles para atravesar discursivamente este momento difícil de la vida del país. La autocomplacencia -estética e ideológica- es la peor de las enfermedades que hace nido en lo más íntimo de nuestras fuerzas” (subrayado es mío).

No quiero exagerar: no voy a correr escandalizado al Inadi por un nuevo e inesperado de caso de discriminación. Me limito, en cambio a una reflexión, para no dejar pasar la ocasión. Juan Pablo Maccia, convaleciente luego de un ACV que lo tuvo dos meses en coma, vuelve de a poco a las andanzas. Su escritura, provocativa, produce sus efectos. En pocas líneas se ubica refugiado en el cristianismo de su Santa Fe, a la vez que descalifica a tres notables intelectuales y voceros del kirchnerismo, al que ostensiblemente adhiere. Dos de ellos poseen apellidos judíos. Uno de ellos, notorio ensayista y profesor comprometido con cierta filosofía judía, es adjetivado de “filisteísmo rabínico”. No sé qué es más grave en esta supuesta descalificación, si la apelación negativa al sacerdote judío (hace poco el periodista de derecha Carlos Pagni acudió a la misma figura para desprestigiar al viceministro de economía de la nación, el “marxista” Kiccilof) o la manifestación de la más grosera de las ignorancias al usar el apelativo “filisteo”, voz hebrea que nombra un antiguo pueblo del medio oriente (posiblemente antecedente del pueblo “palestino”).

Por supuesto, no es esta mezcla de prejuicios e ignorancias supinas las que me mueven a polémica, sino algo más profundo. Después de todo “judío”, más que el nombre de un pueblo de la antigüedad que aún sobrevive de diversas formas, nombra una diferencia mitológica en el corazón mismo de la teología cristiana o católica. Esa diferencia (el antiguo testamento como antecedente del nuevo en la Biblia) ha querido ser extirpada más de una vez del cuerpo del occidente. De la inquisición a los nazis, por cubrir un lapso de tiempo que se mide en siglos. La inquisición buscaba purificar la sangre del pueblo católico. Los nazis personificaban en el judío al capital financiero (la caricatura del banquero narigón). Unos y otros, añoraban el espacio creado a partir de 1492, cuando la España católica se unifica conquistando América. Es la historia misma de la globalización capitalista la que se conforma en este espacio, xenófobo en virtud misma de las reglas de su constitución (expulsión del moro, persecución judío, colonización del indígena). No cabe duda de que Nuestra América, incorporada hoy en día como nunca al circuito exitoso de la circulación mercantil, revive ese espacio imaginario, del cual hay que expulsar la diferencia. No ya al indio o al judío (muchas veces el que expulsa es “indio” o “judío”, esto lo sabemos bien), sino a todo aquel que rechace la ley del valor como código para organizar la convivencia entre las diferencias.

Hay algo que, querido Juan Pablo, no te puedo dejar pasar: que en tu debilidad convaleciente apañes desde el lenguaje la restitución de esa espacialidad excluyente. Esa alianza interior con la norma del capital y del estado que define lo argentino, siempre ligado a la santa fe. No lo puedo, menos que menos, en época de papas argentinos, nacionales y populares.