Sobre el silencio y las palabras: Vaticano y dictadura
por Alejandro Kaufman
La responsabilidad plena y directa de la jerarquía eclesiástica argentina en el
exterminio argentino de 1976 no es evidente por sí misma en su totalidad ni
está suficientemente dilucidada. Diversos aspectos generales de tales
responsabilidades institucionales han sido discutidos y expuestos, lo mismo que
numerosas trayectorias individuales de integrantes de la Iglesia implicados de
diferentes maneras, victimarios, víctimas, cómplices y un reducido y ejemplar
número de héroes y santos. Enseguida de conocida la noticia de la designación
de Jorge Mario Bergoglio tuvieron repercusión –por haberse puesto de relieve-
las intervenciones de Horacio González y de Horacio Verbitsky, destacadas entre
varias otras, todas ellas constitutivas de un conjunto minoritario al que concurre
lo aquí expuesto. González y Verbitsky fueron mencionados como referencias de
la minoría disidente, así como señalados por su disenso hacia el desmesurado
entusiasmo unanimista que siguió a la designación del nuevo Papa. La
divergencia ante la aparente confluencia masiva alrededor de las esperanzas
atribuibles a la designación fue presentada por muchas intervenciones como
actitud equivocada o inoportuna, cuando se limitaba a la coherencia con lo que
hasta el instante anterior a la designación se había mantenido durante años. Es
de esperarse que las cosas vuelvan a un cauce más razonable, aunque el proferimiento
difamatorio fue lanzado, hasta percibirse incluso la necesidad de reunir firmas
para una solicitada en defensa de González y Verbitsky. En lugar de anunciarse
una línea de demanda, resistencia y expectativa más amplia, como habría sido
deseable, se produjo un frente de conformismo y silencio de indudable
precariedad y vacilación ética y política. Solo se arribó a un acuerdo general
sobre los asuntos entre estados soberanos, determinantes hacia sus titulares de
actitudes políticas no traducibles de manera simplista a los debates públicos.
Poner en cuestión lo que sea frente a las nuevas perspectivas abiertas no se
pretende vinculante para la presidenta, en tanto jefa de estado y en su relación
con quien se erige asimismo en jefe de estado. Estas y muchas otras
consideraciones políticas también han sido ventiladas en forma abundante.
El tema
más específico e intrincado que concierne a la designación del nuevo Papa es el
de la relación entre la Iglesia y el terrorismo de estado en la Argentina. Si
bien no nos encontramos ante una hoja en blanco sino con un conjunto de
antecedentes de diversa índole, la designación introduce una transformación
imposible de menospreciar por su magnitud y novedad. Tampoco es necesario
volver aquí sobre el punto porque ha sido harto reiterado.
(No
obstante, una y otra vez hay que repetirlo: el crimen de la desaparición excede
al asesinato al privar deliberadamente del destino de los cuerpos a los deudos
y configurar el contexto en el que se produjo la apropiación de bebés. Desde el
punto de vista del acontecimiento colectivo, ambos actos criminales –la desaparición
y la apropiación de bebés- mantienen sus efectos de manera indefinida,
atenuados en apariencia cuando se encuentran restos mortales o se recuperan
hijas e hijos. Quienes han participado de cualquier manera que los haga
depositarios de información sobre aquellos destinos, mantienen en el tiempo su
participación en la perpetración de los crímenes, dado que el silencio sobre
aquello que se sabe y no se dice es una forma de perpetuar el dolor de los
deudos y mantener el duelo en suspenso. El silencio implica crueldad e
indiferencia ante el dolor de los deudos a sabiendas de lo que ocurre al
respecto y cuando se tienen disponibles los medios para paliar ese dolor. Tal
silencio no es discreción ni accidente sino que fue designio cruel de los
perpetradores. El papel de las jerarquías eclesiásticas es inequívoco en este
sentido. Si hay un secreto de confesión que pueda defenderse frente al
conocimiento de crímenes de esta naturaleza, entonces la propia confesión
perdería todo valor espiritual y moral ante las comunidades, ante la historia y
ante Dios mismo, hay que decirlo. Dios no puede querer que permanezca en
silencio un secreto de confesión semejante. Dios no puede querer que los deudos
en ronda durante décadas estén condenados al dolor sin fin, cuando claman por
él ante quienes saben que saben y no hablan. No hay Iglesia que pueda tolerar
indefinidamente una situación así. Y son muchos de los integrantes de la
Iglesia, religiosos y laicos, quienes mantienen vivo este reclamo.)
Lo
primero que se aprecia –y que también se ha repetido- en cuanto a las
relaciones entre Iglesia y dictadura es que el interlocutor, por el solo acto
de la designación, cambia por completo el escenario del problema al elevarlo a
un plano, digamos, universal. Ha prevalecido la idea de que al entronizarse
como Papa a Bergoglio también se estaban entronizando sus actitudes y
posiciones frente a la dictadura, y ello determinó un debate centrado sobre su
persona, en la consideración de que el papado, al atribuirle una condición tan
elevada, otorgaba sus cualidades tanto a su persona como a sus antecedentes.
Una suerte de purificación o absolución dada por la jerarquía. Al confrontar sus
antecedentes personales con esa condición, Horacio Verbitsky parecía erigirse
en un fiscal que estaría impugnando u oscureciendo la designación, más allá de
sus propósitos alegados de consecuencia con lo que él mismo y otros habían
sostenido durante años. Esta transferencia ad hominem del problema, sin
embargo, invirtió uno de los términos de la cuestión, porque el problema no es
en absoluto de Verbitsky, sino que son Bergoglio y la Iglesia que lo designó
quienes tendrán que habérselas con sus antecedentes, tanto individuales como
colectivos, y no hay silencio oportunista ni declinación coyuntural que puedan
modificar esta circunstancia. Aun cuando tuvieran razón quienes asumen la
defensa de Bergoglio respecto de las indicaciones precisas que ha hecho
Verbitsky, no cambia nada sustancial sobre su pertenencia a la jerarquía
eclesiástica, antes, recientemente, y sobre todo ahora, en el Vaticano. Cierto
que si en lugar de Bergoglio el nombrado fuera un sacerdote del Tercer Mundo
estaríamos hablando de todo esto de manera diferente. No obstante, con toda la
pertinencia que tiene esta discusión, es otro el tema que convoca a estas
líneas.
La
pregunta que querríamos formular aquí es sobre cómo enfocar de forma abarcadora
y específica la responsabilidad de la Iglesia, de la jerarquía eclesiástica
argentina en relación con la dictadura de 1976. ¿Forma parte como una actora
más del abanico de partícipes y cómplices civiles del golpe de 1976, del
terrorismo de estado y los crímenes contra la humanidad? En general prevalece
esta idea, con los consiguientes análisis sobre las correspondencias
administradas en favor de la dictadura.
Hay
varias diferencias y especificidades que atañen a la Iglesia. La Iglesia es una
institución irreductiblemente teológico política. Analizarla solo desde el
punto de vista sociopolítico hace visible aquello que la óptica secular moderna
deja ver en la superficie. De pronto la Iglesia se convierte en una entidad que
“pierde prestigio y fieles” debido a su “imagen”, o porque se denuncian actos
de corrupción sexual o económica. Desde luego que nadie puede estar exento de
semejantes avatares en las sociedades contemporáneas, es decir, de tales
enunciaciones en términos políticos y comunicacionales convencionales. Pero la
Iglesia no es susceptible tan solo de tales descripciones porque no se trata de
una ONG, ni de una entidad civil o llanamente política, sino de una maquinaria
de administración de la subjetividad, arraigada en una tradición espiritual
bimilenaria, que ha atravesado ese lapso inmenso de la historia cultural. Una
institución semejante no se mide en términos temporales equivalentes a ninguna
otra con la que podamos comparar, ni es pasible de limitar el registro de su
influencia a recursos estadísticos o categorías creadas hace unos pocos años.
La
Iglesia es una maquinaria de producción de subjetividad como no lo es ninguna
otra que conozcamos porque su desenvolvimiento como tal es teológico político,
es gestionario de la configuración de prácticas multitudinarias, no necesaria
ni enteramente conscientes, ni susceptibles de representaciones. La fe no se
mide por enunciados ni declaraciones, ni siquiera por la adhesión a la
liturgia. Siglos de elaboraciones sobre las transacciones entre conducciones
pastorales y multitudes, siglos de administraciones a la vez violentas y
persuasivas de la pertenencia y la exclusión, la culpabilización y el perdón
necesitan ser visitados para siquiera sospechar la magnitud de la cuestión.
La
Iglesia es maquinaria de producción de subjetividad multitudinaria porque
contiene a sus integrantes de un modo polimorfo, rígido hasta el doctrinarismo
totalitario en algunos nodos singulares, flexible hasta la disipación en la
figuración de una periferia enunciativa y práctica que deja sus límites más
allá de una visibilización ingenua.
Por eso
nos sorprendió el unanimismo
entusiasta que acompañó súbitamente a la designación. Porque operó como
síntoma, como irrupción de algo que estaba latente, implícito, y que en
las condiciones apropiadas salió a la
superficie. Es una dialéctica de implicación y superficie aquello que podemos
leer en innumerables circunstancias. Horacio Verbitsky dice que se interesó por
la Iglesia a partir de un comentario lateral que surgió en su entrevista a
Scilingo. Emilio Pérsico relató (¿confesó?) luego
de la designación que había celebrado con anterioridad una misa en secreto con
Bergoglio en favor de Chávez. Hubo algo que lo habilitó a decirlo, algo que
había cambiado para que antes lo hubiese mantenido en secreto. Eso que lo
habilitó fue el estatuto del ánimo multitudinario, que había cambiado de
latente a visible. Se hizo explícita la pertenencia colectiva a la maquinaria
de producción de subjetividad, pertenencia que puede ser secreta, porque su
cifra no reside en el conocimiento público sino en la configuración de un
vínculo intersubjetivo que sigue reglas definidas por la institución, emanadas
desde el fondo de su historia, no subordinadas a las pautas sociopolíticas
seculares.
Hablar
de lo teológico político en sociedades seculares no supone una mera
privatización de lo “religioso” como si fuera una actividad que se desenvuelve
en el ocio, o fuera de la plaza pública y de la economía. Ese es un error cándido
que solo concurre a confirmar el inconsciente católico, o catolicismo
inconsciente que hemos visto cómo ha procedido en la historia moderna, cómo lo
ha hecho en los países socialistas realmente existentes que habían contado con
la extinción supuesta de las religiones. Ya es un lugar común, por pocos puesto
en discusión, que las religiones han vuelto a reclamar su lugar en la
experiencia colectiva. Reconocerlo como fenómeno general todavía no nos aporta
las destrezas necesarias para nuestros desenvolvimientos sociopolíticos. La
designación de un Papa argentino fue finalmente un catalizador de las formas en
que la cuestión religiosa se dirime en nuestro país.
Se trata
entonces de definir a la Iglesia –recordar esa definición- como maquinaria de
producción multitudinaria de subjetividad, como administradora de prácticas
sociopolíticas más allá de lo que se enuncia como creencia explícita. Se ha trabajado
largamente sobre la elucidación de la subjetividad multitudinaria relativa a la
hegemonía eclesiástica. Menos evidente resulta en la bibliografía más usual la
intervención sobre algunas distinciones locales, regionales, precisamente
cuando destacamos tal cualidad concerniente a la nueva designación. Y aún menos
concurrido es el siguiente y decisivo problema.
Puesta
al servicio del exterminio perpetrado por la dictadura argentina de 1976, la
Iglesia fue mucho más que cómplice o partícipe civil de crímenes de lesa
humanidad. La Iglesia, a la que pertenecían y pertenecen en su mayoría o
totalidad los perpetradores, y en cuya supuesta defensa cometieron el
exterminio, les proporcionó la sustentabilidad subjetiva que requiere un
colectivo exterminador. Como se ha dicho, no es fácil matar. Se requiere un
dispositivo sin el cual la eficacia homicida de cualquier índole es inviable,
no importa si es “legal” o “ilegal”, “bélica” o “exterminadora”. Dicho
dispositivo –exterminador- no es en modo alguno un mero aparato torturador o
asesino en sus términos materiales, del modo en que un museo de la tortura y la
desaparición podría exhibir sus objetos, sus herramientas, sus huellas, su
materialidad. Un dispositivo exterminador requiere un régimen de pertenencia
subjetiva, relevamiento psíquico, contención normativa, narrativa ideológica y
fundamento moral. Ninguna guerra puede librarse tampoco sin un dispositivo
específico de contención de la masa homicida. Sin narrativas, símbolos, nacionalismos,
pensiones a las viudas, hospitales de veteranos, nada de ello se puede hacer.
Es tan crucial un film como “Rescatando al soldado Ryan” (que nosotros vemos
como entretenimiento o narrativa culturalmente importada), en el que se cita un
caso similar de la Guerra Civil del siglo XIX, como la disponibilidad de las
armas, tácticas y estratégicas. En este aspecto el colectivo homicida bélico
“legal” exige tramas de sustentabilidad afiliadas a la historia cultural tal
como procede desde Homero y mucho antes, por dar una referencia literaria
precisa, para de inmediato recordar una y otra vez que el acontecimiento
exterminador del siglo XX no tiene antecedentes en aquella historia bélica, y
entonces el ocultamiento, la clandestinidad, el terrorismo difuso e implícito,
la incredulidad con que se lo recibe cuando se lo conoce son sus rasgos
distintivos. Así también de distintivo será en consecuencia su respectivo
régimen de sustentabilidad, con sus narrativas clandestinas, sus secretos, sus
ideologías, sus justificaciones, sus implicaciones inconscientes y latentes en
la población que consiente con las atrocidades, sin “saber” que acontecen, y
“olvidándolo” luego, para finalmente concurrir al Nunca más, que se profiere frente a lo irreductible, lo inaceptable,
lo imperdonable, lo que no debería haber sucedido y no debe volver a suceder. Es
una diferencia inconmensurable con la guerra, respecto de la cual no surgen enunciados
semejantes, dado que todo Estado reside su entidad en la preparación para la
guerra. Súmase que la juridicidad emergente interestatal posterior a la Segunda
Guerra Mundial, el actual fundamento de la vigencia universal de los derechos
humanos, sostiene la ilicitud del exterminio a la vez que la plausibilidad de
la guerra. Al respecto la siempre ambigua y prescindente posición de la Iglesia
Católica Apostólica Romana con respecto a estos temas demostró su fina
capacidad de adaptación cuando cedió a la dogmática del perdón y la absolución
y admitió frente al holocausto nazi el enunciado de la irreductibilidad del
exterminio y la plausibilidad del “nunca más”. Lo hizo con una demora de medio
siglo. Hasta entonces había sido una deuda que la Iglesia mantenía con la
Humanidad. La designación de Bergoglio no hará más que ratificar la deuda homóloga
en relación con el exterminio argentino. Probablemente él sea el indicado para emprender
semejante tarea, como lo fue presumiblemente el Papa polaco, oriundo del
territorio más comprometido con el holocausto nazi, y quien introdujo una
respuesta novedosa en el discurso del Vaticano.
Resulta
notable que algunas mentes ilustradas y sapientes sobre lo histórico social
desciendan al sentido común más pedestre cuando analizan estos acontecimientos.
Los reducen a moralismos de escuela primaria parroquial, de conmovedora
ingenuidad, clausurados para distinguir entre las atrocidades cometidas por la
dictadura de 1976 y la devastación que propinaron a las víctimas. Se atreven a
pedir explicaciones o arrepentimientos a los sobrevivientes sin reparar en que
lo que fue destruido, aparte de los cuerpos y en ellos, fue el dispositivo de
contención de la subjetividad colectiva de la lucha armada, meta explícita del
exterminio, en lo que el exterminio tuvo éxito, dejando en el infierno de la
desaparición y la apropiación de niños todos aquellos discursos. Después,
cuando reemergen en el contexto de la lucha por los derechos humanos como
residuos narrativos, ecos lejanos de prácticas sociales sometidas en los
cuerpos a los vejámenes más atroces, todavía se les piden cuentas, cuando no
responsabilidades penales a quienes han sido castigados de las maneras más
inimaginables. Sería el doble castigo, entonces, la doble retribución, la
reiteración del vejamen, la indiferencia hacia el sufrimiento de años y años
sin consuelo.
La Iglesia
en su faz conservadora, reaccionaria e inquisitorial puso a disposición de los
perpetradores -que iban a reivindicarla en esos términos y purificarla de sus
propios desvíos-, de los recursos de administración de la subjetividad sin los
cuales el exterminio tal como tuvo lugar no hubiera podido suceder. Puso a
disposición de los perpetradores los sacramentos de la confesión y la
eucaristía, sacramentos que permiten vivir en paz, o ir a la guerra, o aun
exterminar, según hemos comprobado en la Argentina. La interpelación a la
jerarquía eclesiástica es sobre si va a permitir que también hayan servido al
exterminio.
No es
tan evidente la magnitud y calidad de semejante acontecimiento. El nazismo, que
venía a sustituir a las religiones y no a defenderlas en sus versiones
conservadoras (no obstante algunas vacilaciones iniciales) tuvo que crear su
propia maquinaria de producción de subjetividad. Cuando los nazis fueron
vencidos en la guerra, dado que el dispositivo que habían creado era idéntico
con su corporeidad estatal-político militar, se extinguieron, no tuvieron
ninguna forma de legar su régimen de subjetividad, salvo en formas vestigiales
–en general- que persistieron desde entonces como márgenes ilegales en los
estados democráticos.
Las
Fuerzas Armadas argentinas fueron moralmente vencidas por la sociedad civil
porque la demanda de verdad y justicia adoptó la magnitud de un régimen
contrahegemónico de construcción de subjetividad que confrontó con una
institución abandonada en el trance de la derrota moral por los componentes
civiles que fueron parte del dispositivo criminal. Los componentes civiles se
replegaron e intentaron permanecer ajenos a la prosecución judicial. Intentaron
con variado éxito permanecer en la vida sociopolítica como actores en los
mismos términos con que se habían desempeñado históricamente.
Es el
momento de recordar que el peronismo perdió las elecciones en 1983 porque
interpretó que la balanza del poder se inclinaba en favor de aquellos poderes
fácticos permanentes. En cambio el
alfonsinismo ganó las elecciones con una plataforma que reconocía y defendía
una versión mínima de los juicios a los principales responsables del
exterminio. Es curioso cómo la designación de Bergoglio como Papa nos presentó
una jornada que recuerda a aquella negligencia con respecto a los derechos
humanos, aun por parte de quienes hasta la víspera los defendían, y seguramente
lo seguirán haciendo. Hay una obturación en sus miradas respecto del papel de
la jerarquía eclesiástica, que los lleva a naturalizar su poder espiritual y
político, y a declinar actitudes opositoras a esos poderes, al precio del olvido. ¿No es notable que en aquellos
años los mismos actores integraran la minoría que no aceptaba de plano el
planteo del peronismo por amnésico (hasta el extremo de la renuncia al propio
peronismo –sin perjuicio de que los tiempos en que tuvieron lugar los
acontecimientos no fueron simultáneos-), ni la transacción alfonsinista por
insuficiente? Fue cuando el CELS, que ahora protagoniza una respuesta, llevaba
a su vicepresidente como único diputado que iba a defender consecuente y
específicamente la causa de los derechos humanos en el Congreso y obtenía el
número justo de votos en la Capital Federal para ocupar la banca, unos 70000.
El propio Horacio González fue uno de los renunciantes a aquel peronismo
moralmente paralizado. Puesto en esa perspectiva parece que el tiempo no
hubiese transcurrido.
Habrá ocasión
de proseguir esta discusión. Alcanzará aquí con señalar que la jerarquía eclesiástica
argentina hubo de dotar a los perpetradores argentinos del exterminio de un
dispositivo de sustentabilidad subjetiva que otros hubieran soñado con poseer.
Lo que se defendía era su propia versión de la vida político cultural tal como
la entendían esas jerarquías, al precio del exterminio de quienes desde su
propia grey se habían “pasado al otro lado”.
En
términos realistas, y más allá del inconsciente católico colectivo y sus
sorpresas, el problema, si es que hay un problema, y lo hay, y es mayúsculo, lo
tiene el Vaticano, lo tiene el Papa argentino, y si bien su magnitud es local y
menos conocida a nivel universal, en el orden ético que compromete a la Iglesia
podría ser más difícil de enfrentar que el de la relación entre Pio XII y el
nazismo, ante el cual la Iglesia lidiaba crecientemente con un enemigo. Los
perpetradores argentinos vinieron a defender
a esta Iglesia según su jerarquía, a defenderla incluso de sus adversarios o
herejes interiores, a permitirle perdurar en sus privilegios de asociación con
el estado por varias décadas más, tal como sucedió. Vinieron a cometer un
exterminio en su nombre. No será fácil para el Papa argentino dar cuenta de la
deuda que tiene con los perpetradores que van siendo juzgados y encarcelados,
aquellos a quienes acompaña desde las sombras en sus reclusiones,
manteniéndolos en la adversidad dentro del mismo dispositivo de producción y contención,
aquel que les permite hablar sin decir nada, mientras él, Bergoglio, calla, o
calló hasta el presente. Su silencio, el de Jorge Mario, es el elocuente,
mientras las palabras de Jorge Rafael no hacen más que perpetuar el gélido
silencio de la crueldad y la mentira.