Adiós a la hegemonía: por una política de los afectos
Por Juan Pablo Maccia
Foto: Creative Commons Sam Verhaert / Flickr
La hegemonía no existe, ni nunca ha existido. Vivimos en tiempos posthegemónicos y cínicos. Con estas palabras comienza Jon Beasley-Murray su razonamiento sobre lo que llamaremos la “política de los afectos”, que no es “una” política específica, cuanto un reenfoque útil para cualquier política.
El autor de “Posthegemonía”
asegura que el papel de las ideologías y de las retóricas, de las ideas y
argumentos resulta secundario a la hora de afirmar (o de interrumpir) el
“efecto sociedad”, el cual no se desarrolla jamás como una “articulación
hegemónica” (a la Laclau), ni bajo las dinámicas de una
supuesta“contra-hegemonía”, tan cara a las izquierdas latinoamericanas (a la
Gramsci).
Por el contrario, el
orden social se asegura por medio de hábitos y afectos, plegando el poder
constituyente de la multitud sobre sí misma para producir la ilusión de
trascendencia y soberanía.
Con la
contundencia de una escritura tan deslumbrante como apresurada Beasley afirma
que sólo la “posthegemonía” nos permite comprender el fenómeno de la dominación
(fase en la que hay que incluir el giro a la izquierda de los gobiernos
progresistas de sudamérica), como el de la revolución: También el cambio
social se logra por medio del hábito y el afecto, afirmando el poder
constituyente de la multitud. Se trata de dejar de pensar la política
alrededor de la coerción y del consenso, para volver a concebirla desde abajo,
en su dinámica real constituyente.
Posthegemonía es
biopolítica. La política que se inscribe directamente en la vida individual
y colectiva, y ya no esfera autónoma de administración de los partidos y del
estado. Sobre todo, no es mera gestión del subalterno. Más aun: la
subalternidad no existe. Al subalterno real, al que sufre concretamente la
dominación, lo encontraremos siempre en el gesto de que rechaza darle
consenso al consenso. En términos posthegemónicos, la situación política
refiere siempre a una doble lucha contra la trascendencia institucional que se
atribuye la soberanía del mando sobre la sociedad: el neoliberalismo
(dispositivos de gestión empresarial de la vida) y el populismo (exacerbación
de la manipulación cultural y afectiva).
El propio
peronismo requiere de una lectura post-hegemónica. Apoyado en los trabajos del
historiador Daniel James, Beasley nos recuerda que el peronismo no tiene
relación alguna con la articulación hegemónica. Lejos de explicarse como un
fenómeno ideológico, como lo requieren los intelectuales de vocación política,
el peronismo dista mucho de cualquier tipo de “batalla cultural”. Su
efectividad histórica parte del mundo de los hábitos comunes, y su operatividad
política consiste en garantizar la estabilidad de esos hábitos a partir del
control del estado.
Y es que el
discurso populista falla al eludir la dureza de esta realidad estatal y
trascendente en torno a la cual el peronismo confecciona su unidad política. Al
postular un estado “abuenado” (y paternal), o al sustituirlo por una retórica
culturalista el populismo acaba por simplificar violentamente el espacio
político, caracterizando así una antipolítica que le es propia. El
peronismo es expresión de una inarticulación específica del poder aplicado de
modo directo al afecto y al hábito (al cuerpo y a las relaciones sociales).
El problema con el
populismo no radica, entonces, en que no sea honesto en sus ataques al
neoliberalismo, sino en que comparte con él una zona esencial de los modos de
hacer sociedad: aquella que pliega al cuerpo afectivo y los vínculos
organizados según hábitos, a un poder mistificado que se alza sobre ellos como
si fuera su causa. Afecto y hábito constituyen la base inconsciente de la vida
compartida. Las políticas neoliberales y populistas se atribuyen el control
consciente de las posibilidades de dicha vida social.
El populismo, en
su versión “contra-hegemónica”, es el último avatar del racionalismo
contractualista. Esta es la razón por la cual Laclau y sus amigos no resultan
interesantes para pensar la política en general, pero tampoco la singularidad
de la política argentina en la presente fase de su desarrollo.
Estas
consideraciones pueden resultar un poco generales si se las desliga del momento
actual, en la que el dinamismo oficial se ha reducido a la creación del
partido“Unidos y organizados”, mientras que el peronismo, como realidad
afectiva más amplia comienza a preguntarse por su futuro; mientras que la
“oposición” ha dado lugar a dos grandes escenarios de movilización, como fueron
los cacerolazos y el paro del mes de noviembre.
Si“Unidos y
organizados” resume la tentativa oficialista del último año por preservar y
desplegar los elementos de innovación con los que se ha logrado hasta aquí
doblegar a la estructura de poder territorial y sindical del peronismo, todo lo
que dentro del peronismo no se subordine a esa instancia se revela de hecho
como signo de transición a otro tipo de peronismo. ¨Unidos y organizados¨ expresa
valores de juventud y fidelidad. Cristaliza los afectos del kircherismo
militante, aunque resulte débil a la hora de enfrentar ese hábito común vuelto
estado que es el peronismo en su sentido más amplio. Puede intentar gobernarlo,
pero para eso hace falta un amplio sistema de transacciones.
Los caceroleros
son interesantes a su pesar de su poco o nulo interés directo. Discursiva y
simbólicamente son repugnantes en casi todas sus expresiones, pero enhebran un
rechazo neoliberal de la antipolítica populista en curso. No creo que se trate
ahora, como hacen muchos, de sugerirle al gobierno que “escuche las demandas de
la gente”, sino de ver hasta qué punto la pobreza argumentativa de las
cacerolas esconde un fenómeno más complejo sobre el modo de gobernar la crisis
(y sus posibles extensiones y conexiones).
La efervescencia
sindical confirma el diagnóstico. Por más que desde el populismo de izquierda
se acuse al sindicalismo de “cerrar por derecha”, lo cierto es que por derecha
no crece opción electoral ninguna (Macri no califica), salvo la derecha de
recambio desde el interior de la coalición misma de gobierno (Scioli). Por
derecha y por izquierda la emergencia de la lucha gremial plantea problemas de
otro orden frente al re-anudamiento de la crisis económica, que pega de lleno
en el país (como la inflación).
En el fondo laten
las preguntas más temidas: ¿Qué ha sucedido durante la última década en el
nivel de la afectividad política en los territorios, y en los lugares de
trabajo (sindicatos)? ¿No se ve por este lado el ángulo ciego de ciertas
retóricas progresistas/oficialistas y opositoras? ¿Y qué pasó con los
movimientos que enfrentaron durante la década pasada el modo de acumulación
política del PJ? ¿Y no es la imposibilidad de un saldo positivo en estos terrenos,
los que esterilizan, en definitiva, la posibilidad de sumar a los movimientos
sociales que cuestionan al modelo neo-extractivo hacia políticas que
“izquierdicen” más al gobierno?
El kirchnerismo no
es ni hegemónico (como dicen sus objetores), ni contra-hegemónico (como dicen
sus partidarios). Y su supuesta victoria en la mentada batalla de las ideas no
alcanza a sustentar la épica que sus cuadros le confieren. El populismo ha
funcionado como momento de conversión instituida del hábito común y del afecto
en torno al consumo, y sobre esa base se ha reforzado un sentimiento clásico de
soberanía, a la que ahora se la demanda.
Beasly acierta al
identificar al populismo con los afectos cinematográficos, y el neoliberalismo
con el hábito televisivo. No estamos ante una crisis que interrumpa de modo
violento hábitos generalizados, pero sí, tal vez, estemos presenciando un
desplazamiento afectivo en partes no despreciables de la población. ¿Cómo salir
de la polaridad neoliberalismo/populismo, en tanto que modos de reificar la
potencia social bajo la forma de un mando sobre lo social? Esta pregunta vale
incluso para quienes somos ostensiblemente más sensibles a la dramática
populista que a la racionalidad neoliberal.
Hasta aquí hemos apostado por algún tipo de golpe que fuerce como sea la reelección. Hemos pedido de todos los modos posibles una apertura del gobierno a una afectividad de tipo movimientista autónoma. La respuesta –Unidos y Organizados-es insuficiente. Esa insuficiencia afecta a todo un modo de argumentar. Toda una regimentación de los intelectuales “orgánicos” pospone la discusión más seria sobre la coyuntura. El desafío que plantean las derechas neoliberales es serio. Habrá que decir adiós a la hegemonía si de buscar una verdadera alternativa política se trata.