La fábrica de la infelicidad
Sobre El entramado. El apuntalamiento técnico del mundo
de Christian Ferrer
por Agustín Valle
¿Es
un poeta, Christian Ferrer? Es evidente que no, porque escribe ensayos sobre
subjetividad contemporánea en prosa corrida y con significado cristalino –pero
un cristal prismático, que descompone la llana luz blanca en líneas de colores
con sentidos abiertos-; porque se apoya, aunque sin ostentar, en un profuso
conocimiento de la historia humana, y, sobre todo, no es poeta porque no es
poético su móvil; su intención es política: conmover el lazo emotivo y material
del lector con el mundo señalando poderes donde pareciera haber espontaneidad.
Una y otra vez, cuando habla de las grandes deidades contemporáneas –el
espectáculo, la tecnología, la mega industria, la genética-, recurre a puntos
de la historia remotos para mostrar el sentido del presente respecto de una
diversidad posible –desde la “breve hoja de parra que bastaba a la mujer
habitante del Edén para disimular su ardor” hasta el Imperio Mongol o los
anarquistas cubanos de fin de siglo XIX-. Podría vérselo como un francotirador,
que se cuida a resguardo de las oleadas del ambiente desde un punto de mira
donde puede atisbar la organización y avance del enemigo para lanzar sus estocadas;
pero la imagen es infiel a un pensador que si algo no toma como herramienta
neutral es la técnica y su vinculo con la muerte. La técnica es acaso su campo
de estudios primordial; baste recordar la revista que fundó e integra, Artefacto, o su libro Mal de ojo. Crítica de la violencia
técnica. Pero Ferrer despeja, mas bien, al tecnicismo, al determinismo
tecnológico, de los análisis. Internet, dice por ejemplo, no solo no es la vía
a un paraíso utópico de la red horizontal, sino que ni siquiera es un invento
novedoso: viene preparándose hace siglos, mediante la conversión de las cosas
todas en informaciones codificables, mensurables, y mediante el adiestramiento
centurial del sentido de la vista, acaparada por pantallas ahora pero que en
realidad nació en la vida corporal no por una compulsión a mirar, sino un
llamado de lo visible –las formas de la luz- a ser visto.
Las
formas de la felicidad son el problema primordial de este libro, y su gesto
político fundante: la felicidad no es una meta a ser alcanzada sino una
pregunta a ser habitada, sopesada y experimentada. Es un libro de sabiduría,
sin citas bibliográficas pero con nutrientes claros –Nietzsche, la tradición
anarquista, el situacionismo-, que desnaturaliza los deseos obvios de nuestra
vida, y no da respuestas ni salidas, exponiendo, así, nuestra necesidad de
recetas, píldoras de alivio.
Para
esta labor en cierto punto aguafiestas, Ferrer escribe con palabras siempre
sometidas a una exigencia de belleza, como si no fuera verdadera la palabra
exenta de compromiso poético; problemas hondos y conclusiones hasta pesimistas,
pero siempre, si se habla, tiene que ya causar un regocijo, porque la
formulación del problema es el espacio para libertad.