Vida de hombres infames

 por Lobo Suelto!

 

I.                   La política ante la catástrofe


Once. La catástrofe actualiza en nuestra memoria, a la fuerza, una dimensión de desastre de la vida urbana; inevitable infelicidad colectiva que la política (en tanto problematización de la vida en la polis, en la ciudad, que a todos nos abarca) no hace sino eludir. Concentrada en un esfuerzo de gestión continua, la política se vuelve ingeniería de la fiesta, del consumo, del espectáculo. En esta producción incesante de imágenes de felicidad colectiva, en esta terca dedicación por distanciarse de todo aquello que en la vida cotidiana es herida y frustración, el mundo de lo político niega las condiciones reales sobre las cuales elabora buena parte de su retórica y sus decisiones.



La tragedia impone un dolor sin atenuantes y reenvía inmediatamente a dramas anteriores, como el de Cromañón, sucedido a tan pocas cuadras de la estación que las ambulancias debieron sortear su paso por la calle Bartolomé Mitre, convertida hasta hace días en santuario popular. Esta insoportable comunicación no se agota en una sumatoria de episodios atroces. Exhibe a la ciudad como encadenamiento continúo y simultaneo de pequeñas catástrofes de naturaleza variada: alimentarias, laborales, de transportes, de uso de las energías, de explotación de recursos naturales (la catástrofe como una declinación visible de la guerra urbana de modos de vida y como concreción extrema de una cierta idea del desarrollo).


Buscar responsables individuales de estos accidentes es siempre un asunto delicado. En un sentido profundo, la pena resulta desproporcionada respecto de las pérdidas y de la magnitud del problema que hace sistema con el sufrimiento. Cuando apelamos –con razón– al estado de cosas de fondo que posibilita este tipo de episodios, nos imponemos una tarea mayor: la de enfrentar las estructuras mismas del modo de vida colectivo, que nos incluye.


II.                 Felicidad pública


¿Qué tipo de responsabilidades son las que se ponen en juego cuando esta trama de barbarie se vuelve imagen y acontecimiento? Estos accidentes “técnicos” se suelen presentar como desligados de otras dimensiones de la vida urbana con los que se vincula profundamente. La política es la primera en declararse impotente ante la compleja trama implicada en los hechos consumados. Al no prosperar de modo duradero y significativo, la problematización pública y necesaria se repliega. Y el peso de la responsabilidad vuelve a recaer sobre quienes padecen continuamente estos avatares de la vida metropolitana.


El bloqueo de toda problematización efectiva contrasta con la proliferación de las imágenes y las noticias dedicadas a cada uno de estos episodios. Si lo mediático opera efectivamente como sistema nervioso de lo social, quizá importe menos –para comprender el modo en que hace sistema con lo real- quién sea el propietario de esos medios y un poco más el modo en que disponen de un conjunto de automatismos más amplios, la supuesta naturaleza “técnica” de la mediatización, y el modo en que se sobreimprimen altas dosis de instantaneidad, repetición y narratividad a los momentos de decisión pública.


En ese marco, la política deviene gestión incesante de la felicidad colectiva (incluso, cuando se vuelve “crítica”): fiesta del aumento del consumo, en la que no está bien visto ponerse a revisar la deriva que adoptan las pasiones sociales.


O, más puntualmente (y como escuchamos decir últimamente a Christian Ferrer) el éxito de este “modelo” consiste en su capacidad de excluir el antagonismo político al coagular en torno de una imagen única de felicidad pública, una imagen sustentada en el aumento del consumo según parámetros de los centros del capitalismo occidental. Y un modo único de instrumentalización: a través de la inserción de nuestro país en el mercado global como exportador de ciertas materias primas, tecnológicamente asistidas, cuyos ingresos permiten mejorar la capacidad del estado para contener a los contingentes sociales llamados “desfavorecidos”.


III.              El elenco y la opinión crítica


Y bien, existe un tercer aspecto a considerar: la constitución de un elenco bienpensante, de una opinión crítica que se ha vuelto tan interior al “modelo” como cada una de sus otras dos invariantes (desde la exportación de grano hasta el complejo científico que la asiste). Productores y reproductores de una constante gestualidad política, los autodenominados “intelectuales” dan forma de moebius a una politización enunciativa que convive con una despolitización de zonas extraordinariamente inmensas de la existencia individual y colectiva.


IV. La tragedia y la crisis

Bien diferentes a estos momentos de tragedia, los momentos de crisis económica y política combinan el dolor y la fragilidad con la potencia y la alegría. La crisis es también ocasión para reencontrarse con los medios materiales y morales de la existencia. Para pensar otros modos de vida, de relación con lo que nos rodea.

Y por eso la crisis puede devenir también en cuestionamiento de las promesas de felicidad, habilitando dinámicas de politización bien diferentes a la actual; politizaciones desde abajo y ligadas a una revisión del cotidiano, tal como pueden rastrearse estos últimos años en situaciones disímiles como las de Medio Oriente, Chile o regiones de Europa y EE.UU. Experiencias de lucha, éstas, que recuerdan en mucho a nuestro 2001, sobre todo, en su capacidad de retomar, del mundo de la vida, motivos y modos de expresión, aportando una carga de disidencia fundamental en torno a las directrices y parámetros de la felicidad pública y sus estructuras de gestión. 


V. La irrupción del bios

La “felicidad” reinante (ese vínculo entre fiesta, buen pensamiento y promesa de crecimiento) convive tanto con sufrimientos incesantes como con momentos anónimos de una suma nobleza que no llegan a cuestionar ni a oponer una imagen alternativa. ¿Es esto un déficit? En todo caso, para comprender la tensión que recorre nuestras ciudades es conveniente cuestionar cierto efecto óptico que iguala el discurso “crítico” del elenco al movimiento del “bios”.


Se trata de luchas que, enraizadas en las afecciones propias de una vida y sus pasiones, producen valor desde el cotidiano mismo. Luchas cuya paradójica debilidad consiste en su dificultad para integrarse en el pobre entramado desarrollista, en sus infraestructuras y relatos de un presente feliz. Luchas que son traicionadas cada vez que se las reduce a demandas a solucionar, a puro sufrimiento e impotencia: política de víctimas y reparaciones, literatura de catástrofe. Políticas de la despolitización.


Bien sabemos que “crítica” y “disidencia” no se equivalen. La disidencia surge de un corazón infame (in-famia: sin fama, sin gloria). La fiesta crítica tiene un ideal regulador, es decir, una fiesta que intenta conjurar la dimensión promiscua que yuxtapone e hibrida la vida y la política.


Las luchas que no cesan de retornar –al menos desde mediados de los noventas para acá– son, en ese sentido, luchas infames, disidentes, que asumen la tristeza al interior de un nuevo modo de entender lo político. O, en lenguaje filosófico, luchas biopolíticas.


VI. La disidencia y “el modelo”

Es menester, en suma, ante la insistencia en la riqueza del momento político actual, afinar el ojo y oído, máxime cuando esa actualidad es referida a las disputas dentro del (amplio espectro del) elenco (con todos sus matices) y del palacio, que alcanzan niveles de patetismo exorbitantes (quizá porque ese juego abarca hoy, como nunca, a las capas medias bienpensantes).


De este panorama, obviamente, no escapan las izquierdas organizadas políticamente: en sus latosas diatribas sobre la autenticidad o impostura con las que el gobierno alza banderas como la de la redistribución de los ingresos, su imaginación política no supera el pedido de sinceridad, de verdad de proceso; y así piden más.


¿Podemos reducir la vida pública a una expectativa de justicia dentro de “el modelo”? Con tanto discurso benjaminiano en el ambiente, ¿no sería más saludable retomar el punto de vista del sufrimiento y del valor que producen las luchas al interior del bios antes que solazarse en la pura retórica erudita, sea afirmativa o crítica?


Por el contrario, las dinámicas de politización parecen renacer allí cuando –bajo el diagnóstico aterradoramente grave de los modelos de pensamiento y gestión en curso– situamos en el centro de la escena la capacidad de sujetos infames de poner condiciones y líneas de irreversibilidad, cuando ensayamos mapear los signos de su disidencia.


Lo propio del actual ciclo político es minorizar a quienes cuestionan este estado de cosas sin ofrecer “alternativas”. Vuelve a estar en la orden del día la lucha por el devenir minoritario. No hay contradicción en esto: devenir minoritario y resistir la minorización son una y misma cosa. No suscribir a la política de la víctima, tensionar las imágenes de felicidad sustentadas en el consumo, disentir, en suma, respecto del régimen que opera produciendo un sentido de lo mayoritario (con solo echar una mirada a la convulsión europea comprendemos que no es tan fácil de sostener el ideal capitalista de felicidad. ¿O es, acaso, que el desarrollismo (¡¿ex?!)tercermundista aspira a sustituir al tradicional centro capitalista como sostén de este ideal?)


La gestión de la felicidad se sitúa en el centro del problema político. Un problema que la política del presente no puede eludir.


20 marzo de 2012