Un escritor audaz, un lector temible
Antes de fallecer en septiembre pasado, León Rozitchner compiló los ensayos de Materialismo ensoñado, que ahora publica Tinta Limón. El libro fue presentado en la Biblioteca Nacional por Horacio González, Eduardo Grüner, Diego Sztulwark, entre otros, y aquí se reproducen algunas de sus palabras.
La gracia y el terror
Por Horacio
González
León
pensaba a través de una serie de actos que no provenían de categorías
filosóficas establecidas o conceptos preexistentes, sino que como filósofo
antepredicativo, es decir, como el que siempre busca antes un material
originario y descatalogado, indagaba sobre el origen del ser. Pero tampoco era
éste un concepto que lo atraía, pues su idea de lo originario no se definía por
un concepto ubicable en un verbo que finalmente era el máximo consuelo de la
filosofía. En verdad, parecía estar situado, como algunos surrealistas, en el
momento originario en que de una ausencia de lengua se pasaba a un presencia
del lenguaje. Si había consuelo, en ese pasaje había que buscarlo. Pero quería
percibir ese momento mítico en su propia lengua, como el adulto que había
perdido, en su memoria infiel, el niño que había sido, y aún más, el momento de
ensueño en que el lenguaje aparecía como una suerte de empréstito cósmico que
era posible por la mediación de la madre, que actúa en un momento en que
cuerpo, sensualidad y lengua están en momento de natalidad. Momento
desprotegido, impuro, precategorial y amoroso, pero con un amor que no puede
decirse sino en el silencio de las entresílabas, remedando una fusión mística
entre materia, memoria y vida. Las religiones, que también sabían esto, para
León se perdían en la astucia de forjar figuras de interrupción al flujo
amoroso, y también lo llamaban amor, pero a costa de tomar el momento
primordial de organización del sentido como un truncamiento de la sensualidad,
sustituyéndola por una virginidad forjada en una de las formas menores de lo
sagrado, es decir, la alegoría de la concepción sin mácula. León entendió que
ese pacto social que rezaba por lo inmaculado era un cimiento civilizatorio que
fundaba un mundo amoroso al mismo tiempo que lo vaciaba o lo despojaba del
derecho del adulto –del filósofo involuntario que todos somos–, a volver una y
otra vez a ese sitio cósico originario para preguntar quiénes somos, o quién es
este yo que ahora pregunta por su cuerpo. Así, León inventó un lenguaje
filosófico que emanaba de una fuente erógena olvidada y que no se privaba de un
plano sarcástico popular, porque toda la filosofía que escribió, aun la más
politizada que le conocimos, trataba exclusivamente de gestar en la urdimbre de
la lengua la reproducción de ese momento expropiado que algunos pensaron como
el inconsciente colectivo de la humanidad, y él admitió considerarlo bajo el
signo de una maternidad que, con su llana locuacidad primera, hacía de la
materia del mundo un sueño sin soñador, una gracia asequible como infinito don
compartido, pero –he allí su esfuerzo, su militancia–, amenazado por la otra
lengua que la humanidad dispone. La del terror.
--------- / ---------
El fundamento perdido
Por Eduardo
Grüner
León sabe
muy bien que el fundamento perdido no es un Paraíso ídem al que podríamos
retornar. Célebremente ha dicho Borges que sólo se puede sentir nostalgia de lo
que nunca se ha tenido, y me permito imaginar que León podría haber suscripto
esa intuición. No se trata en efecto, para él, de nostalgia, sino de
recuperación de esa pérdida, de esa invisibilidad de la “madre apalabrada”
–como él la llama– en la “materia ensoñada” que podría hoy “relampaguear en
este instante de peligro”, si se me autoriza esa glosa de Benjamin. Y
permítaseme decir, de paso, que hay que tener mucho coraje y un gran estilo,
para atreverse a usar esas palabras –“ensoñada”, “ensoñación”–, que en
cualquier otro se deslizarían hacia el sentimentalismo cursi, mientras que en
su texto resuenan casi como trompetas llamando al combate. Casi como un jefe
que gritara: ¡al ataque, mis ensoñados! En fin, trato de retomar el hilo. La
metafísica occidental, decíamos –que no por llamarse metafísica ha estado menos
vinculada a muy materiales relaciones de producción y poder–, sin embargo ha
trabajado con ahínco para, literalmente, separar el alma del cuerpo. La
conciencia, dice León, ha devenido “ese éter (...) en el cual se inscriben
todas las palabras”, gracias a que ha sido anulada en ella su propio fundamento
material, sensible: “Esta es la paradoja: decir que un cuerpo habla y después
excluirlo de lo que las palabras dicen, como si el cuerpo no dijera nada”.
--------- / ---------
Signos corpóreos
Algo que
conmueve en la escritura de León queda inevitablemente sin respuesta. Algo que
no podemos dejar de interrogar en sus escritos, aunque sospechemos que no será
en la letra donde descifraremos la respuesta última que buscamos. Algo que nos
remite –a través del texto– a una esfera de animación que ya no pertenece a los
signos impresos en el papel, sino a otras superficies de inscripción más
hondas. Este reenvío tiene algo de autoexamen, de indagación de la propia
capacidad de sobrepasar un límite de lo pensable. Límite que comporta –lo dice
León más de una vez– una amenaza de muerte en el plano psíquico individual, y
en ocasiones, también, en el histórico político. Esa inquietud insomne
radicalizó en León, creo, una capacidad desmesurada de lectura. Lectura de
rostros, de gestos de los pensadores por él admirados, de los inmigrantes, de
los dirigentes políticos, de los amigos. Lejos de cualquier aplanamiento de la
vida en un fetiche textualista, este tipo de curiosidad expande la práctica de
la lectura hacia una pluralidad de signos corpóreos, para encontrar allí su
tránsito inmanente al lenguaje y al texto. Esta potenciación seguramente
refinada en la escena analítica hacía de León un conversador insólito, un
escritor audaz y un lector temible.
--------- / ---------
Lengua, tierra, madre
Por Ricardo Abduca
León
Rozitchner buscaba que en el paso de representación a concepto no se
abandonaran lo sensible y lo imaginario. Después de La cosa y la cruz insistió,
en una serie de textos breves, como los incluidos en Materialismo ensoñado, en
tres términos con los que elaboró conceptos: la lengua, la tierra, la madre.
“La celebración” habla de las condiciones que dan lugar a la pregunta
filosófica; en vez de hospitalidad incondicional (Derrida) hay un origen más
íntimo aún: la unidad gozosa de la madre y el bebé, donde todo comenzó. No
hemos sido arrojados a este mundo; hemos sido celebrados, esperados, por
nuestras madres. Si ha habido “olvido del ser”, es del ser como materia,
materia afectivamente cargada desde el inicio de la vida de cada uno.
“Celebremos poder recordar”, escribió, ese núcleo originario que es la matriz
elemental de las ganas, es decir del deseo. Aunque lo que se celebra esté
perdido: no somos bebés, y las madres se mueren. Lo perdido puede recobrarse.
Un ejemplo que quizás León hubiera aprobado: el relato de Freud sobre el niño
que balbuceaba “fort” cuando arrojaba sus juguetes y “Da” cuando los recobraba.
Se ha interpretado: “mamá se fue/mamá está acá”. Matriz elemental, impronta
primera que se va reiterando, más y más compleja, en la vida del sujeto. Lo que
estos textos celebran es la posibilidad de recordar esa impronta primordial, en
la que puede actualizarse la capacidad de cada uno para sacar fuerzas de
flaqueza. En lenguaje spinoziano, hacer del padecer una afección activa.
Ese fort/Da elemental es un
juego de lenguaje, como llamaba Wittgenstein al uso del lenguaje haciendo cosas
con palabras, forma simple del pensamiento y el hacer cotidianos. Curiosamente,
Wittgenstein parte de San Agustín, quien en las Confesiones cree recordar cómo
aprendió el lenguaje a partir de los gestos de sus mayores. La etapa final del
pensamiento de León también partió de Agustín, pero criticándolo como ejemplo
fundamental de la borradura de la impronta materna-material; del desprecio por
el cuerpo, y ante todo del cuerpo de la mujer, expuesto en el mito cristiano de
la concepción maculada.