Invenctiva canibal

Por DS.


Las últimas elecciones –primarias- nacionales no arrojaron sólo resultados cuantitativos bastante impresionantes y diferentes análisis de escenarios y tendencias. Terminaron, más bien, de formular una pasaje de un tratamiento vía polarización de las subjetividades mediático-política a una situación caracterizada por un “kirchenrismo” que, prácticamente, carece de exterior. No tanto porque no haya nada “fuera”, sino porque “fuera” y “dentro” funcionan ahora de un modo completamente paradojal. Todo lo que antes estaba dentro, hoy se ve desplazado por el afuera que se ha interiorizado. Prácticamente todo lo que antes estaba fuera, se expresa con un nuevo lenguaje en ese interior. La paradoja (para-doxa) puede sacarnos (o bien devolvernos) al mundo de la pura opinión (doxa). Y tal vez sea en esta alternativa donde se juega ahora la lectura última de aquella victoria electoral.


Alguna vez Deleuze tuvo que responder a la difícil pregunta “¿qué es ser de izquierda?”. Su reflexión no deja de sorprender. Ser de izquierda (o de derecha) es ante todo un problema de percepción, antes que de doctrina, de ideología o de posición estructural en la economía. Percepción de derecha es aquella que parte de la estabilidad propia e inmediata. Es la que prioriza la proximidad inmediata como verdad más verdadera y se esfuerza por evitar las cosas del mundo que nos desestabilizan. Mientras que la percepción de izquierda consiste en registrar el conflicto del entorno como lo más próximo, lo más inmediato. Así, decía, siendo profesor universitario de París, se consideraba de izquierdas por considerarse más sensible a la conflictividad del tercer mundo que a los problemas de construcción de Francia como potencia europea. Ser de izquierda, respondía –allá por el año 88, recién jubilado- no es un asunto de estado. No hay gobiernos de izquierda. La izquierda es un problema de “minorías”, afirmaba. Las derechas construyen un pueblo. Se lo representan de un cierto modo. A partir de ciertos rasgos. Y lo enarbolan como modelo mayoritario de identificación. Las minorías, en cambio, son devenires. Es eso que en el pueblo nunca está hecho, sino por hacerse. O haciéndose. Por eso no hay gobiernos de “izquierda”, sino gobiernos más o menos cerrados o más o menos abiertos a los devenires minoritarios.

Todo pensar –el pensar político, por ejemplo– supone una alteración más o menos violenta de la subjetividad. Hay en el pensar una violencia que viene dada por el hecho de que no pensamos lo que queremos, sino aquello que viene del mundo, ese afuera (heterogéneo y divergente) que nos implica. Hoy no hay pensamiento político no enfrentado a la paradoja. Todo enunciado simple y lineal cae por el peso de su propia estupidez. El riesgo de que todo impulso libertario dentro del “kirchnerismo” se vuelva finalmente estúpido nunca estuvo tan cerca.

El reformismo del capital coincide táctica y momentáneamente con una fracción política –la única que, hoy por hoy, hace política nacional- ella misma reformista. Reforma y capital van como nunca de la mano; haciendo de toda resistencia algo pre-político, aislado, inoportuno (incluso, algo de lo que desconfiar). Sospechamos de nuestras propias incomodidades. Algo se estabiliza en las vidas con trabajo, con guita, con cansancio, con subsidios, con ideologías, con amigos, con ideales, con proyectos, con discursos, sin tiempo, sin ganas, sin interlocutores desafiantes, sin riesgo, sin calle, sin preguntas, sin vacío. Las verdades retóricas anteceden y alcanzan hasta el límite en que habitan los caníbales. Los que quieren comer carne; los hartos de alimentarse de palabras (comida chatarra). Lo entiendo bien porque algo en mi aún recuerda y añora ese hambre que requiere de dientes sanos.

Walter Benjamin decía que el historiador materialista sabe comprender que es en la lucha por las cosas materiales de la vida que surgen las sutilezas de espíritu. Una nueva derecha le nace a las izquierdas de antaño (a las izquierdas pétreas y a las más sensibles al fueguito). El racismo moderno ha surgido siempre como efecto de un choque entre desigualdades reales y discursos de igualdad. No es cierto que la guerra acaba en la victoria (o en la derrota). No es cierto que la igualdad (medida armoniosa de las cosas) se logre desde arriba. Lo sabemos (¿lo sabemos?).

En estos años nos hemos hecho una vida, o estamos en tren de hacérnosla. Nos hemos dicho muchas cosas, y hasta tenemos una cierta satisfacción de época que no hubiésemos imaginado nunca. Lo mínimo que podemos hacer es encender una señal de alerta: solo lo que ocurre a nuestras espaldas tiene valor de pensamiento, valor auténticamente político. Si la institución sigue al fracaso, la fiesta sigue a la idea. Creerse vencedores condena al patetismo. Metafísicas caníbales: afilemos los dientes si no queremos dar ese paso maldito, tan proclive al sentido común, que nos invita a relevar lo social, exclusivamente, como un objeto a gobernar.