¿Qué es la fiesta hoy? (V)

La carne de la fiesta

(ensayo contra la excepción)

Odio me pregunten y luego no me escuchen. Se siente muy horrible. Me siento muy horrible. Engañado. Burlado. Es como si me dijeran quiero tener un hijo tuyo y, al momento de la eyaculación, me empujen a un lado para que acabe afuera. Palabras embarazosas que nadie quiere dentro. Palabrasemen asquerosas que acaban en la sordidez de la almohada sobre la que nadie quiere apoyar la oreja. Si quieren saber, les pido a cambio su franca atención. Cojan con sus tímpanos vírgenes de sinceridad mi lengua raída por el abandono. Sujétenme y concédanme la gracia de no soltarme hasta el final –no les pido ni un segundo más. Considero es un precio justo. Y si no: por favor no pregunten. Pues se siente muy horrible. Me siento muy horrible. Cuando comienzo a contar y nadie se presta a escuchar.


Febrero de 1984. Algarabía nacional por la pronta democracia a sangre negociada. ¿Derramada? Embarrada. Las botas del gallardo uniforme militar. Los tacos altos de la alcurnia civil. Por la ranura de las urnas vacías de cenizas de muertos insepultos se avizoraba la urgencia de nuevos principios para nuevas rebeldías. Franqueaba mi último verano como estudiante secundario –tiempo después deduciría aquellas también serían mis últimas vacaciones tresmesinas- en el Comercial nº 22 Martínez de Zubiría, sobre la calle Constitución. Barrio de letras rojas y puños ajados por el trabajo a destajo. Barletta, Castelnuovo y los hermanos Tuñón. Anduve gran parte de mis años de escuela atravesado por un flujo migratorio incesante de compañeros que llegaban y se iban sin previo aviso. Matrícula mutante le decían. Por ello, tal vez, me costó tanto entablar amistades duraderas más que con el negro Cacha, Panchito y la peti Muriel. Además de compañeros de secundaria, los cuatro vivíamos a no más de dos cuadras de distancia: el negro en una pensión en Tarija y José Mármol –cuando lo conocí, durante la primaria, vivía en Quintino Bocayuva entre Constitución y Cochabamba, pero en 1978 debió mudarse expulsado por la viril erección de la autopista cacciatorista-, la peti en la esquina de la Comisaría 10º, Panchito en Muñiz y Tarija y yo sobre José Mármol. Compañeros de escuela, amigos, vecinos y miembros fundadores del COIAF: Comando Insurreccionalista Anti-Fiesta.

El COIAF había comenzado a operar dos años antes, tal y como suele comenzar toda materia que se digne relevante durante años infantes. Jugando. Es decir: saltando, gritando, bailando, muequeando, moqueando. Fugando del entendimiento adulto (pero si es sólo un juego. Nono, es mucho más que eso). Dejando de ser para no ser más que mostros. Cambiando rostricidad por mascarillas sin maquillaje. Cartapesta presta a transformar el paisaje de mejillas premoldeadas y barbillas fabricadas en serie. En serio. Pues jugar es cosa seria. Ninguna pavada. Claro que si a los catorce años sigue uno siendo niño o dejó ya y para siempre de serlo puede resultar cuanto menos discutible. Pero ahora, viéndolo a la distancia, no me caben dudas nos amoldábamos perfectamente a los cánones de la infancia. Corría el año ´82. Miliquitos hábiles en el uso de la gomera y el arrojo cuerpo a tierra rezaban Padres Nuestros detrás de las trincheras mientras en el Comercial 22 nos disponíamos a celebrar el 25 de Mayo. Todo el colegio prolijamente alineado con un brazo de distancia y la vista firme en quienes ñoñamente orgullosos escoltaban la bandera. Luego lo de siempre: himno patrio pericón patrio discurso patrio por directora patria emotividad patria por la lucha patria de la madre patria en las islas patrias mutilaciones parias. Varias: piernas, brazos, cabezas, orejas (que no escuchan ni escuchaban antes de mutiladas), ojos, narices, lenguas (abandonadas, como la mía, en una zanja de agua de lluvia estancada). Panchito aguardaba paciente con la mano –que de haber sido descubierta también mutilada hubiera terminado- dentro de la remera. Esperaba que la directora acabara su arenga. La entonación de la palabra que anunciara la mudez del punto final. Y cuando finalmente llegó, hizo sonar su gracia flatular. Flatulencia axilar. Flatulencia flatulante de flatulencias nuevas que flatuleras flatuleaban al compás de la flatulencia primera. Flatulencias que no provocaban risa sino contagio a otras axilas en cuya armonía in crescendo, sin director ni partitura, componían una perfecta orquesta sinfónica de flatulencias. Flatulencias resonantes. Flatulencias rimbombantes. Flatulencias rizomáticas. Flatulencias matemáticas. Flatulencias entre estudiantes de primero a quinto año. Flatulencias entre padres de niños segregados. Flatulencias excretoras de maestras recuperadoras. Flatulencias de vanguardia bajo los brazos de la secretaria. Flatulencias en crianza por el personal de maestranza.

Entre amonestaciones y suspensiones varias, más la orden de expulsión del colegio del gordo Nahuel (compañero de división cuyo cogote enlazaba el nudo gordiano del chivo expiatorio –qué se le iba a hacer, algún mártir debíamos tener-), aquel fue el origen mítico del COIAF –contenía todos los condimentos para serlo: celebración, muerte y comienzo. Desde aquella fundación espontánea, casi magmática, durante su corta existencia de poco menos de dos años el COIAF llevó adelante diversas operaciones de sabotaje a las fiestas: navidades hogareñas, actos de escuela, casamientos por iglesia, el recibimiento de mi hermano mayor el doctor y hasta el cumpleaños de quince de la peti, celosamente planeado por su propia protagonista.

Si bien podíamos ser percibidos como una intento farsesco de ludditas de las festividades, nuestro objetivo no era arruinarle la fiesta a nadie, sino intervenir en ellas como relojeros desquiciados abocados a alterar el ritmo impávido de las agujas del tiempo. Nuestra mira estaba puesta en el calendario, en su subversión. Creíamos que, saboteando las jornadas de excepcional permisividad para la juerga, podríamos –como nos había enseñado la generación de nuestros padres: hacer de los medios la antinomia de los fines- lograr que el cotillón devenga herramienta de trabajo, salpicar de papel picado la normalidad de la faena y que ya nadie deba contar los casilleros de almanaque que restan para arribar al coloreado rosa de fiesta. Pero nos faltaba algo, un acontecimiento que nos catapulte al estrellato, un hecho digno de portada de diarios que nos coloque en el centro del debate público, motivo de comentario de taxistas y de estudiantes de sociología en la sobremesa familiar: necesitábamos nuestro propio Aramburu.

Hallamos la oportuna oportunidad en las fiestas de carnaval del ´84, las primeras desde su prohibición por la dictadura militar. El plan era sencillo, concreto y pasible de ser llevado a cabo. Lo habíamos elaborado con el negro Cacha, Panchito y la peti Muriel en el bar de la esquina de San Juan y José Mármol sobre una servilleta de papel. Nombre de la operación: La carne de la fiesta. Lugar: corso de la Av. Boedo. Fecha: tercer sábado de febrero. Hora: al finalizar el criticón de la última murga de la noche (00:30 aprox.). Disfraz: carniceros (Cacha: kétchup para la sangre de los guardapolvos, Muriel: cuchillas de cartón. Yo: biromes para la oreja) –nota al pie derecho: primer desacierto de la operación: aún con cuchilla y birome, los asistentes al carnaval nos creían más cirujanos que carniceros-. Suministros: albóndigas de carne picada, cruda y rancia (Panchito) –nota al pie izquierdo: en un principio pensamos asignar la tarea a Muriel pero ella se rebeló interpelándonos con una formidable alocución en que argumentó que la cocina no era sólo cuestión de mujeres, que el COIAF no reproduciría los tradicionales roles machistas sostenidos por las dirigencias políticas aún de izquierda y que, según su parecer, las manos de Panchito no mutiladas dos años atrás serían las más apropiadas para la fabricación de los bolos, ante lo cual el quía no pudo más que acceder e ir a la carnicería, comprar kilo y medio de carne picada, dejarla durante una semana entera bajo el sol y luego, con media docena de huevos, preparar las albóndigas-.

Llegó el día indicado. El barrio entero se agolpaba sobre la avenida advenida pasarela de murguistas. Levitas de arpillera ornamentadas con lentejuelas y parches del Rey Momo. Bombos, platillos y redoblantes conspiraban una melodía cuidadosamente prófuga de la solemnidad propia del Teatro Colón. Banderas y estandartes con la insignia de cada murga rociaban de alegría los aires mustios de la ciudad post-genocida. Disfraces de chilindrinas, llaneros solitarios y mujeres maravillas desvelaban la esquizofrenia encubierta durante años de pasamontañas y capuchas paranoicas. Cacha, Muriel, Panchito y yo habíamos acordado arribar al corso desde diferentes esquinas para no despertar sospechas. Cada cual con su traje de carnicero, el cuchillo de cartón en una mano y una bolsita de nylon repleta de albóndigas hediondas en la otra. La última murga de la noche desfilaba por el corredor demarcado por una soga para que los espectadores no se abalancen sobre los artistas. Mientras bajo el escenario bombistas y bailarines hacían temblar el asfalto con sus desequilibrios cadenciosos, los trovadores comenzaban a vocalizar el aclamado criticón: La docta represiva de los años duros ha terminado / los uniformes verde oliva a los cuarteles han regresado / la fiesta ha recomenzado / el criticón a Boedo ha llegado. Como Panchito dos años atrás, aguardamos pacientes la entonación de la palabra final. Y cuando la misma llegó, comenzamos a arrojar las albóndigas de carne cruda y rancia contra los rostros de espectadores y murguistas. El hedor que desprendían era apenas semejante al que se huele por Av. del Trabajo cuando se circundan los paredones del matadero. Tras unos breves momentos de desconcierto, todos comenzaron a correr buscando abrigo de nosotros los saboteadores y del mal olor que las albóndigas desprendían. Carne podrida. Efluvio corrupto. Fermento pestilente. Descomposición visceral. Repulsión animal. Un verdadero asco. Todos corrieron, menos los murguistas, furiosos con los cuatro pendejos que les habían arruinado su cierre a toda pompa. No sé qué fue lo que ocurrió con la peti, el negro y Panchito, los perdí de vista en medio del revuelo y luego ninguno volvió a hablar del tema. Sí sé muy bien lo que me ocurrió a mí. Luego de una violenta reprimenda a puños, patadas y cabezazos, los murguistas –creyéndose los dueños de la fiesta, a los gritos de espuma sí, carne no- me tomaron por los brazos y a la fuerza me ataron con la soga del corredor a las patas del escenario. Mientras uno de ellos, en cuclillas sobre las tablas, me apretaba la nariz y obligaba a abrir la boca, los demás se turnaban para meterme las albóndigas rancias en el buche y forzarme a tragarlas. Como les decía, nunca más volví a hablar del tema hasta el día de hoy, ni tampoco –he aquí la respuesta a su pregunta- a comer carne: cambié el oficio de saboteador por el de ovo-lácteo-vegetariano.