Polemizando con Barney (o sobre mustio oficio del editor)
"Debe lamentarse quien haya perdido el afecto de una mula”
Filetas de la Isla de Cos
Cabe una aclaración, que no llega a ser un pedido de disculpas. Para presentar mi reflexión debo matizar el tono de mi intervención anterior. Es que, como en todo parto, el nacimiento de una idea es un trance cargado de violencia. Suele ocurrirme: el enojo como prefacio del desarrollo de una argumentación valedera, que brota intempestiva como insulto y ataque artero, para luego irse tornando autocrítica, muy lentamente, al ritmo en que las nuevas ideas se forjan en mi cerebro. Como viejo editor de la obra de Deleuze, mastico el amor y la furia respecto de todo lo que ocurre en derredor de ese nombre mágico y misterioso, que ora da de comer, ora da de pensar. En un largo decurso personal fui afinando la mirada y estrechando el estómago: desde la militancia de izquierdas hasta el amor por la filosofía, del discurso de asamblea al mundo de la edición tercermundista. Más de un peaje tuve que pagar. Del paso del tiempo y la edad –es decir, del modo en que la vida nos atraviesa sin prudencia— suelen surgir cuerpos payasezcos y reacciones olvidables, ¡para que negarlo! Confieso, entonces, el lugar desde el cual hablo: he pecado. He prologado a Deleuze en mis primeros años de editor, allá lejos en tiempo y la memoria (¿quién se acuerda, a esta altura, del grupo Plataforma y de su autodisolución, del Goyo Baremblitt y del Canca De Brasi? Esos eran deleuzeanos de verdad, no estos pendejos universitarios de zona norte que pagan fortunas para que alguien les cuente El Anti-Edipo en lugar de leerlo y que hacen ediciones de mierda… no, no, perdón, perdón, me estoy crispando otra vez, me fastidio, me indigno, me salgo de mí… Inmanencia… Inmanencia… —mi terapeuta me dice que trate de tranquilizarme, que mire hacia adentro de mí mismo—. Retomemos…). Decía… he prologado, y por eso entiendo lo delicado de esta situación (la desesperación de la que uno es dócil víctima cuando sospecha que pocos —¡o nadie! — sabrá apreciar el real valor de lo que se tiene entre manos...) Por ello, esto no es una disculpa, no, sino un envite: lanzo la primera piedra sin esconder la mano,para discutir los carriles por donde transcurre este oficio. Un oficio, como tantos otros, que despunta fundado en el amor y en el idealismo más puro para acabar siendo —entre ires y venires— una deslucida y monótona forma de sobreviviencia. (Ya lo dijo ese gran poeta de neta formación post-estructuralista: “Me preguntaron como vivía, me preguntaron, // "Sobreviviendo" dije, "sobreviviendo". // Hace tiempo no río como hace tiempo, // y eso que yo reía como un jilguero. // Tengo cierta memoria que me lastima // y no puedo olvidarme lo de Hiroshima)”. Tiempo-jilguero-lastima-Hiroshima. Flujo. Línea de fuga. Máquina de guerra. Volvamos al oficio. Yo estaba convencido de que el de editor era, quizás, el más ilustre, el más digno, el más probo de los oficios. Que su mera existencia liberaba al saber, a la cultura, de las garras tanto del mecenazgo de los nobles y ricos como del subsidio público. Y qué el saber liberado, libera al hombre, redime a
Ricardo Montiel (solito y te apuro)