Massera // Diego Sztulwark
1.
El almirante Massera esperó hasta el final un
reconocimiento que sus contemporáneos le negaron. Se sentía merecedor de una
alta dignidad y confiaba en que el paso del tiempo acabaría por conferirle a su
apellido un motivo de orgullo para sus hijos. No fue así. Su protagonismo
-junto con los otros jefes de la última dictadura- en el rediseñado quirúrgico del
país, esa victoria perdurable en la lucha de clases, no lo promovió ante la
mirada de una historia que lo olvidó a la primera de cambios, ni lo situó como líder
orgánico de ningún sector relevante de la sociedad argentina.
Los ex comandantes reprocharon el estado de abandono en
que los dejó el conglomerado de poder –social, político, económico,
eclesiástico- en defensa del cual concibieron y ejecutaron su plan represivo. El
programa de la dictadura –derrota de las organizaciones político militares
revolucionarias, refundación del orden político, reconversión del patrón de
acumulación- se aplicó con éxito, aunque las FFAA acabaron desprestigiadas,
menguadas en su capacidad política.
Es probable que Massera ya no creyera en nada, ni
siquiera en el futuro. Y que su alegato final –palabras vertidas ante un
tribunal que lo condenaba- solo expresara la conciencia de Hugo Ezequiel
Lezama, el autor de cada uno de los discursos que pronunció el almirante
durante su carrera militar y política. Escritor y director de Convicción -publicación de la Armada
durante la dictadura- Lezama concibió al almirante como al más real de sus
personajes literarios, aunque envejeció abochornado por la indecencia del robo
y del enriquecimiento ilegal del “Negro”, que no estaba en sus planes. Su otro
yo, aquel que quedó a cargo de la acción real en el drama político, fue el
único de los dos que debió soportar la condena y la prisión.
2.
Como ninguno de los otros jefes militares, Massera
intentó aprovechar la plataforma que brindaban las FFAA en el poder para crear
un proyecto político propio. Como muchos de sus camaradas, creyó que el
monopolio de las armas podría proveerles un fundamento autónomo respecto del
juego de las clases sociales, sobre todo de las dominantes que eran las que
contaban entonces y las únicas que eran consideradas. La autonomización comenzó
a plantearse entre los jefes militares luego de la derrota de las
organizaciones revolucionarias, cuando ya nada parecía justificar la
permanencia de los militares en el poder.
El sueño de la autonomía encarnó como en nadie en
Massera -y en la literatura de Lezama- de un modo audaz, con la discreta anuencia
de no pocos dirigentes políticos de varios partidos. Se trataba de un sueño
loco, de un delirio que obviaba la distancia que habían establecido las clases
e instituciones dominantes del país con respecto a los militares, una vez que
consideraron que estos ya habían cumplido con su tarea. Distancia que se
convirtió en impugnación en el caso de Massera, asesino de prominentes miembros
de la burguesía argentina que le hacían sombra en negocios o amoríos.
La figura de Perón obsesionaba a Massera. Soñaba con
repetirlo, con heredar su movimiento, y se ofrecía como figura sustituta sobre
la que proyectar el mito del jefe militar-nacional. Pero su partido –el de la
cría de la dictadura- no podía mutar en proyecto popular reformista ni en
aventura revolucionaria, porque era imposible que las clases que podían
interesarse por una transformación social confiaran en aquel que había
comandado la represión del peronismo, los sindicatos y las izquierdas.
Massera ambicionaba heredar el peronismo heredando la
dictadura: unas masas derrotadas en un país definitivamente reorganizado por la
reacción. Quizás sintió que tenía tiempo para eludir la derrota militar de
Malvinas en manos de una potencia occidental, para desligarse del destino de
unas FFAA cuya capacidad de liderazgo quedaba seriamente cuestionada.
3.
Claudio Uriarte, su biógrafo, cuenta como siendo ya jefe
miembro de la Junta Militar de gobierno, Massera se desdoblaba en un personaje
nocturnal participando en secuestros de militantes populares y en sesiones de
tortura junto con sus subordinados del Grupo de Tareas 3.3.2 con asiento en la
ESMA. A tales efectos se hacía llamar “Cero”.
Massera/Cero jugó fuerte en los dos espacios, el público
y el clandestino, en el que se gestaba el restrictivo mundo de la política
durante los tiempos del terrorismo de Estado. Siendo jefe de la Marina, se alió
con jefes de los Cuerpos de Ejército, de los “duros”, como Suárez Mason,
Menéndez o Riveros, contra la línea “política” de Videla y Viola. Provenía del
arma más elitista y gorila, e intentó quebrar al peronismo y ponerlo a trabajar
en función de su propio liderazgo: en 1977 logró el control sobre la detenida
ex presidenta Isabel Perón, sobre no pocos líderes sindicales presos de la
Marina, sobre los restos de la organización peronista Guardia de Hierro –que
según Alejandro Tarruella[1]
se había hecho intervenir voluntariamente por la Armada- y sobre un núcleo de militantes
montoneros esclavizados y puestos a trabajar para su proyecto en la ESMA.
4.
La guerra de las Malvinas fue llevada adelante por las
FFAA en nombre de Occidente. Como si por el hecho de no ser católica la corona
británica fuese un estado infiel. Los mandos argentinos creían que los EE.UU devolverían
favor con favor los servicios prestados durante la represión
contra-revolucionaria en Centroamérica. El papado, que había logrado impedir el
enfrentamiento armado con Chile, no consiguió disuadir a Galtieri de las nefastas
consecuencias de una eventual invasión a las islas que dejaría al país al borde
de una alianza geopolítica con el enemigo comunista en la guerra fría y liquidaría
–dada la previsible derrota en el campo de batalla- la influencia política de
los militares en la inevitable transición al régimen parlamentario.
Massera ya había tenido oportunidad de caracterizar su
peculiar comprensión de lo occidental, cuando el 25 de noviembre de 1977
recibió un
"profesorado honoris causa" en la jesuítica Universidad de El
Salvador. En su discurso de agradecimiento el almirante rechazó a los tres
grandes maestros del mal: Marx, Freud y Einstein. El primero combatió la
propiedad privada, el segundo violó el “espacio sagrado del fuero íntimo” y el
tercero puso en crisis la condición “estática e inerte de la materia”.
Occidente fue la patria y la bandera con la que Massera y
Lezama se alinearon en el curso de la Tercera Guerra Mundial. María Pía López
escribe[2]
al respecto: “El discurso gira alrededor de una guerra mundial que lleva tres
décadas, una guerra por el espíritu del hombre. El mal y el bien se enfrentan,
como en la novela y como en el campo, encarnando en la historia lo que proviene
de esencias atemporales. El bien se llama Occidente. Pero si la guerra ha sido
morosa y finalmente cruenta es porque ha estado a la defensiva mientras el
adversario fue capaz de agitar las banderas de la utopía (…) Se preguntan “¿Qué
es Occidente?”, para responder “Nadie lo busque en el mapa. Occidente es hoy
una actitud del alma que no está atada a ninguna geografía. Occidente es la
libertad de pensar y de hacer. Occidente es el respeto al honor, al trabajo, al
talento, pero Occidente es también el amor, es la esperanza y es la
misericordia”. Finalmente, está dentro de las personas, a la espera de la
invocación, el llamado y la redención. Durante la guerra de las Malvinas,
cuando Estados Unidos tomó partido –contra las esperanzas de las fuerzas
armadas argentinas– por Inglaterra, el director de Convicción solicitaba entender por Occidente algo que por supuesto
no incluía a los aliados imperiales: “No luchamos solo por unas islas. Damos la
vida de nuestros mejores hijos por una concepción auténtica de Occidente”.[3]
El espíritu tiene la ventaja, por lo menos argumentativa, de ser escurridizo.
5
Almirante Cero[4] es la fórmula que encontró Uriarte para dar cuenta del modo en que el mismo Massera personifica las dos caras, legal y clandestina, del terrorismo de Estado. De ahí el nombre de su original ensayo de historia política, cargado de observaciones
agudas sobre el juego de las fuerzas tal y como se actualizan –o “encarnan”- en
sujetos concretos, en coyunturas específicas. Leyéndolo, se comprende el papel
político que jugó la Marina en la masacre de Trelew, el 22 de agosto de 1972: el
asesinato ilegal de cuadros de organizaciones revolucionarias constituía a la Armada,
escribe Uriarte, en la ultraderecha y
última ratio del orden dentro de las propias FFAA. También es importante lo que
Uriarte cuenta sobre la participación de Perón y de Massera en la logia Propaganda
2 (la célebre P-2) orientada por Ligio Gelli. Esta organización anticomunista formaba
parte de una competencia de militares y capitales católicos contra la
influencia de militares y capitales protestantes, sobre todo de los EE.UU.
Uriarte analiza por otro lado la complejidad interna del
bloque de fuerzas represivas, incluyendo las contradicciones del aparato
represivo, antes del golpe, entre el Ejército y la Marina, y López Rega como
orientador de las AAA, en alianza con la inteligencia policial, y luego del
golpe, entre las propias fuerzas integrantes de las Juntas. Y recuerda la clave
del golpe de 1976, tantas veces substraída por las narraciones moralistas, en
clave liberal o nacional, de la historia reciente, como una respuesta ofensiva
contra la penetración de la izquierda en las conducciones sindicales.
El libro reproduce inolvidables piezas retóricas del dúo
Lezama-Massera: “somos católicos y católicos practicantes” y “obramos”, por
tanto, “a partir del Amor”. O bien: “lo absolutamente cierto, es que aquí y en
todo el mundo, en estos momentos, luchan los que están a favor y de la muerte y
los que estamos a favor de la vida. Y esto es anterior a una política o una
ideología. Esto es una actitud metafísica. Estamos combatiendo contra
nihilistas, contra delirantes de la destrucción (…) No vamos a combatir hasta
la muerte, vamos a combatir hasta la victoria, esté más allá o más acá de la
muerte…”.
Página tras página, Uriarte reconstruye en detalle las
tácticas cambiantes de Massera, desde los contactos con miembros de la
conducción de Montoneros hasta el intento de formar un partido político, de
improbable orientación socialdemócrata, para heredar la dictadura por la vía
electoral. A ojos de Massera, la aparición de los movimientos de derechos
humanos no representaba un peligro mayor, sino la prueba de la derrota del
adversario que solo volvía para reclamar la vigencia de la ley, en lugar de
insistir en la transformación de las estructuras sociales.
Un capítulo importante del libro está dedicado a los
juicios a las Juntas Militares. Es decir: a uno de los actores principales
(junto con la cúpula de la iglesia, del empresariado y de dirigentes políticos)
en el mayor genocidio desde la formación del Estado Nación. El juicio, escribe
Uriarte, mostraba como la “Argentina post-contra-revolucionaria de Alfonsín y
Strassera devoraba a los comandantes que habían construido el país pos proceso”.
Se condenaba la picana, pero se aceptaba el país por ella remodelado.
Para el alfonsinismo, el juicio era un juicio contra la
violencia en general e implicaba en un mismo gesto una condena
política de la guerrilla que había empleado “la violencia como un fin en sí
mismo”. El juicio mismo es interpretado por Uriarte como un esfuerzo por
emplear una noción contradictoria o paradójica como es la de “terrorismo de Estado”.
Esas paradojas son muchas y en cierto modo se prolongan hasta el presente. Una
de ellas, es que la máquina del terror desorganizó los mandos de las Fuerzas Armadas
y actuó mediante una combinación clandestina de componentes policiales,
parapoliciales y militares de diversas jerarquías. Esa acción fue además
bendecida por las autoridades eclesiásticas y financiadas por empresas que a su
vez tuvieron niveles fundamentales de decisión en el rediseño económico del
país.
En otras palabras, el Estado terrorista suprimió el
juego parlamentario y exacerbó un mecanismo que les es constitutivo más allá
del régimen político vigente: la
excepción como continuo desdoblamiento entre lo legal y lo ilegal, entre lo
público y lo clandestino.
6.
Almirante Cero es
El 18 Brumario de Luis Bonaparte del
horror. Un análisis de los episodios de una coyuntura precisa, captados en la
singularidad del juego de las clases sociales y bajo el peso de las mutaciones
del mercado mundial sobre la realidad nacional. En ese sentido, es legítimo
situar este libro en la línea de Los
cuatro peronismos de Alejandro Horowicz, a quien Uriarte dedica la obra y
con quien compartió una breve militancia en la Organización Comunista Poder
Obrero (OCPO) y luego en Convicción,
“un refugio privilegiado” ya que “en el afuera rugían los monstruos procesistas
cuyos ecos retumbaban adentro, pero ‘amablemente’ transformados en diálogos
de educada circunspección con
conservadores cultos; mientras tanto, en solapada resistencia, recomponíamos el
tejido societario del gremio en compañía de Alberto Guillis, Juan Carlos
Capurro y tantos otros”.
En el prólogo a una de las ediciones del Almirante Cero Horowicz repasa el
desencuentro de los jefes de la dictadura con el nuevo tiempo político: “El juicio
a las Juntas era el precio de la desobediencia tras la exitosa cacería de
militantes: el costo personal e institucional de esa victoria. El juicio a los
procesistas militares sustituyó, en esas condiciones históricas, el entonces
inviable juicio al proceso. Con las clases dominantes no se juega, en todo
caso, no se juega sin cargo. En 1980 la tarea represiva estaba finiquitada. Y
al quedarse sin ‘para que’ los militares tuvieron que lanzarse, para intentar
conservar el control de la situación política, a la Guerra de las Malvinas.
Habían ido demasiado lejos, una cosa es el independentismo militar con el oído
puesto en el murmullo de las clases dominantes, y otra creer que la seguridad
personal de los oficiales procesistas equivale a la seguridad del Estado”.
Con los indultos de Menem, Massera recuperó la libertad.
Horowicz -que dirigía en Planeta la colección en la que fue editado Almirante Cero- escribe que “en público nadie
aceptaba tener trato con él, pero en privado era otra cosa. Era la época en que
el almirante Cero amenazaba con sacar su biografía autorizada, para corregir
los ‘errores’ del trabajo de Uriarte. Por cierto, no lo hizo”.
Hay razonamientos de Uriarte que resuenan en contextos
diferentes. Sobre todo aquellos en los que hurga en la materialidad necesaria
de las pretendidas autonomías. Los límites al autonomismo armado de las Juntas militares
vinieron de las armas del mismo Occidente en nombre del cual decían guerrear. La
sagacidad de Massera, el político pragmático de mayor astucia entre los
militares genocidas, no alcanzó -ni podía alcanzar- para fundar un proyecto
político en estado de abstracción de las fuerzas sociales diferente a la clase
social a la que sirvió hasta el final. La lección de Massera alumbra el
problema de otra autonomía: la de la constitución dual del poder del estado. Diurno
y nocturno, institucional y clandestino, orgánico a las clases dominantes y a
la vez autonomizante en la gestión de determinados territorios y mercados. Esa
autonomía de juego adquiere de tanto en tanto organicidad programática. Y dado
que no ha sido nunca del todo pensada ni revisada, otorga una vigencia
indirecta a la brillantez de las observaciones de Uriarte.
[1]
Alejandro Tarruella, Guardia de hierro,
de Perón a Kirchner. ED. Sudamericana. Hay reedición ampliada de fines de
2016.
[3] Convicción, 5 de mayo de 1982, citado
por Marcelo Borrelli, El diario de
Massera. Historia y política editorial de Convicción: la prensa del “Proceso”, Koyatun Editorial, Buenos Aires, 2008.
[4]
Claudio Uriarte, Almirante Cero,
Biografía no autorizada de Emilio Eduardo Massera; Planeta, Buenos Aires,
1992.