Buda y Descartes. La tentación racional // Diego Sztulwark y Ariel Sicorsky
Conciencia, deseo, error // Presentación de Franco Berardi (Bifo)
(Traducción de
Fernando Venturi)
En el teatro
filosófico universal es difícil imaginar dos figuras más distantes. Buda y
Descartes son del todo diferentes.
El primero es una
figura legendaria, un nombre detrás del cual se esconde un inmenso espacio de
diálogo, prácticas rituales y terapéuticas, iluminaciones y terrores que han
atravesado las civilizaciones orientales en los últimos dos mil quinientos años
y la civilización californiana en los últimos cincuenta años; en el presente,
la mutación de la evolución transhistórica y posthuman(ístic)a.
El segundo es una
figura histórica, de contornos históricos definidos, que señala con precisión
el pasaje a la modernidad como época de la racionalidad que define sus límites.
Sin embargo, la
elección que Diego y Ariel realizan al escribir este ensayo tiene un sentido
que me interesa retomar desde el punto de vista del tiempo actual, desde el
punto de vista de este vertiginoso inicio del tercer milenio que nos pone de
frente a la posible desaparición de la humanidad como cuerpo colectivo e
histórico, pero también frente a la posibilidad de una eternidad del hombre
como pura conciencia, del hombre abstracto y separado de su corporeidad
histórica y biológica.
El cerebro sin
cuerpo del autómata, que las tecnologías y las ciencias de la inteligencia
artificial hacen visible en el horizonte de nuestro tiempo, es la otra cara del
cuerpo sin cerebro que se agita con violencia demente sobre el fondo de un
planeta sobrecalentado y exhausto.
¿Qué hacen juntos
Buda y Descartes? Señalan el perímetro de la conciencia: la traza incancelable
(en tanto que invisible) de la presencia humana en la trama de la
automatización (en curso) de la facultad cognitiva humana. Conciencia es
entonces aquello que permanece irreductible a la técnica, la intensidad
irreductible al autómata, la intención que no puede reducirse al plano
extensivo del “intelligere”: pues la conciencia es efecto del deseo.
La conciencia es
el conocimiento compartido de ser este cuerpo que desea.
¿Pero no es quizá
el deseo la causa del error? Veremos.
Diego y Ariel han
reunido estos dos personajes incompatibles partiendo del hecho de que uno y
otro fundan su certeza sobre el acto incierto de la meditación. Meditación,
reflexión, autorreflexión, duda, ilusión e iluminación. El espejo profundo, el
espejo íntimo, el espejo en el cual el sí mismo se refleja sobre el fondo del
mundo, el espejo desde el cual el mundo emerge como fondo del sí mismo.
La creación del
mundo no es otra cosa que la creación del sentido del mundo, o sea, no es otra
cosa que un acto de extroversión de la conciencia. Cuando buscamos el sentido
(o mejor dicho cuando buscamos construir sentido) nos esforzamos por capturar
dentro de formas comunicables el caos inagotable de la nada-de-sentido, el
ambiente del cual provenimos y al cual retornamos, el polvo que somos y que
volveremos a ser.
El sentido del
mundo está en aquellas formas (conceptos) que nos permiten entonces suspender
el caos en un espacio que llamamos conciencia.
Consciente es la
mente que se interroga sobre la existencia del mundo y sobre la existencia del
yo interrogante (la mente que se asoma al abismo del cogito, o al abismo
budista de la impermanencia).
La creación del mundo es toda una con el proceso de
significación, con el deslizamiento interminable desde una atribución de
sentido a otra: las formas no tienen ningún fundamento ontológico, no
corresponden al diseño de ninguna mente originaria. Solo en la esfera de
nuestro discurso ininterrumpido el sentido tiene sentido, y solo la
comunicación desde un agente de sentido a otro agente de sentido transforma el
panorama (histórico) del existente como fondo de la conciencia.
La certeza del ser se funda sobre una convención que no solo es la
convención lógica sino, sobre todo, es la convención (el convenir) del
percibir, del circunnavegar, del respirar y del respirar juntos o conspirar. El
ser es por tanto conspiración, y esto lo sabe Buda, quien nos invita a
liberarnos de los fantasmas que emergen de la conspiración; y esto lo sabe
Descartes quien funda el mundo de la racionalidad moderna sobre la serena
aceptación del fantasma conspiratorio (¿del íncubo?, ¿del sueño?), que
encuentra en Dios al garante al cual no podemos sino encomendarnos con
confianza racionalística.
El punto de contacto entre Buda y Descartes, lo que nos permite hablar de
ellos conjuntamente, es la importancia que ambos atribuyen a la meditación, a
la autofundación de la conciencia como acto de reflexión del saber sobre el
agente del saber (de la conciencia sobre el ser consciente, del cogito
sobre la duda metódica).
En el espacio teológico de la cultura judeo-cristiana el mundo existe y las
cosas suceden porque la mente de Dios, siempre despierto y vigilante, mantiene
la realidad con un esfuerzo constante de atención. George Berkeley nos recuerda
que el ser en efecto, consiste solo en ser percibidos. ¿Pero percibidos por
quién? Por la ininterrumpida e incansable atención de la mente de Dios. En la
mitología hinduísta, al contrario, se imagina que el mundo toma forma en el
momento en que Dios se queda dormido, así es como se inicia, de su desatención,
el infinito caos de la existencia.
Una vez más nos encontramos frente a la cuestión de la emanación del mundo
del acto de autorreflexión de la conciencia, la conciencia de Dios (o la
inconciencia de Dios que en el fondo hace lo mismo).
Comparando las experiencias de meditación de Buda y de Descartes, Diego y
Ariel examinan la relación entre conciencia y realidad, o sea la emergencia de
la realidad del acto significante de la conciencia. La lección que deriva del
pensamiento budista sugiere que la infinita concatenación del ser es tan solo
un efecto ilusorio producido por la mente que se autoengaña, y por tanto
concibe la meditación como proceso de autocuración que nos guía fuera de la red
del samsara ilusorio.
¿Pero podemos proponernos suspender la rueda del samsara
antes de haber recorrido hasta el fondo el camino de la experiencia que al
final reconocemos como ilusión, que al final se hunde en la comprensión de la
impermanencia (que antes que nada es impermanencia de la conciencia que
reflexiona, del espejo en que el mundo impermanente se refleja)?
No podemos.
Hay una desproporción originaria en la relación entre la mente y el mundo,
hay una desmesura, una irreductibilidad que conocemos bien pues es el origen de
la dinámica misma de la conciencia.
Si, como sugiere Wittgenstein, “los límites de nuestro mundo son los
límites de nuestro lenguaje”, entonces la dinámica de la conciencia pone en
movimiento la transformación del mundo, pues la conciencia es constantemente
empujada a transgredir los límites del lenguaje como proyección del mundo
compartido.
Buda venció en su batalla contra Mara cuando se liberó de sus
ilusiones, cuando comprendió finalmente que incluso el sujeto de la ilusión (el
yo que se ilusiona) es una ilusión destinada a desvanecer.
De modo semejante, Descartes se concentra sobre la relación entre la duda y
el sujeto de la duda. Sin embargo al final disuelve la duda fundando la certeza
del cogito y las implicaciones de existencia que el cogito trae
consigo. De este modo abre el largo paréntesis que nosotros llamamos
“modernidad”.
La duda es superada en la certeza moderna del ser: esta certeza se funda
sobre la indudable existencia de aquella duda, por tanto del sujeto de la duda,
por tanto del mundo que el sujeto del cogito constituye en colaboración
con la mente de Dios. Un Dios matemático, un Dios técnico con el cual podemos
entrar en comunicación solamente luego de haber establecido la existencia del
sujeto cogitante.
La dinámica de aquel mundo que la conciencia instituye a partir de la
reflexión sobre el carácter ilusorio de sus proyecciones es comprensible en
términos de error. El pensamiento budista nos invita a desconfiar de esta
dinámica ilusoria, que se funda sobre el apego a nuestras proyecciones, y nos
invita a liberarnos del error.
Pero el error es el acto que nos permite salir de los límites del lenguaje
y por tanto descubrir nuevas dimensiones del mundo. Suspender el error
significa entonces suspender la propensión histórica de la conciencia, la
intención, la tensión, la extensión de la conciencia (que es conciencia de la
evolución del tiempo).
Siguiendo las lecciones de Buda, Diego y Ariel dicen que el error no es la
expresión de la mala constitución de la comprensión sino que es el poder del
deseo el que somete el sujeto a la ilusión. ¿Deberíamos entonces evitar caer en
la trampa del deseo, puesto que somete la conciencia a su propia ilusión?
Es la pregunta que jamás he sabido responder.
Es la pregunta que no responderé.